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– La conozco, en efecto, pero quiero escucharla de tus labios.

– No suena diferente a la contada por el poeta: Perdí a Eurídice por la mordedura de una serpiente cuando apenas la había desposado. Mis lamentos ablandaron a las piedras, hombres y bestias se juntaron a mi alrededor para consolarme, pero mi pena aumentaba día a día. Decidí entonces buscar a mi amada en el reino de las sombras y embelesar al soberano del mundo subterráneo con mi canto. Créeme, jamás los dedos se deslizaron con más suavidad sobre las cuerdas, jamás la voz estuvo cargada de mayor fervor que aquella noche en que ablandé a Hades, pero hube de cumplir la condición que este me impuso. Debía retornar solo por el mismo camino por el que había ido allá, y Eurídice me seguiría a prudente distancia, aunque la gracia quedaría sin efecto si yo osaba volver la cabeza una sola vez. Empecé a caminar. Sin vacilar, ponía un pie delante del otro, pero pronto me asaltaron dudas. ¿Se podía confiar en las sombras? Continué la marcha con la imagen de Eurídice ante los ojos. La idea de estrechar a la amada en mis brazos después de mil pasos (hubieran podido ser mil veces mil) me enloqueció, y mi añoranza creció como un arroyuelo a punto de desbordar. De pronto, no lo pude evitar y volví a la cabeza. Ya conoces el final.

Asentí.

– Nunca más volviste a ver a Eurídice.

– Vi una sombra y la sombra se esfumó.

Conmovido, guardé silencio un largo rato, al cabo del cual inquirí:

– ¿Qué condición tiene pensado imponerme Hades, cantor?

– No debes darte a conocer a nadie -me contestó Orfeo y me soltó la mano. Me sentí perdido y desvalido como una yegua en un prado desierto. Antes de que pudiera formularle más preguntas, el cantor se alejó por donde habíamos venido. Mientras se marchaba me gritó una advertencia y sus palabras resonaron con un extraño eco, como si hubieran rebotado contra invisibles paredes negras: – ¡Camina siempre hacia adelante, hacia la luz que te precede! -me arrojó una moneda y desapareció.

Escuché el silencio. Jamás en mi vida me había enfrentado a semejante ausencia de todo rumor: silencio, mutismo, inmovilidad, calma absoluta, impasibilidad, indiferencia, descansar en uno mismo, demorarse, durar, contenerse en uno. Dejé de respirar, pero sin que se desencadenaran esas sensaciones que preceden a la asfixia. No me hacia falta. Al contrario, tenía la impresión de que a través de mi silenciosa presencia había despertado a la vida a la infinita nada. Si apretaba el paso se levantaban aglobadas nubes de polvo de color grisáceo-negruzco. La luz que me precedía empezaba a oscilar como la linterna del vigía del templo en la noche capitalina. No sentí temor alguno; al parecer esta clase de emociones se habían extinguido. Tuve conciencia de que el tiempo es una sensación, que el pasado, el futuro y el presente no son sino una emoción, que la juventud y la vejez son impresiones, ideas creadas por nosotros mismos, en realidad lo uno es como lo otro y no puede haber discusión que la una cede lugar a la otra, porque tú mismo tampoco puedes darte lugar a ti mismo. Transité pues, por el polvo, no puedo determinar si fueron días o noches o solo un instante, pues el camino se hacia sin esfuerzo y no provocaba cansancio ni agotamiento.

Caminé, me convertí en uno con el proceso de la marcha que no permitía otro pensamiento más que el de marchar, hasta que la luz que había ante mi empezó a tremolar, como si una corriente de aire empujara a la llama. Al acercarme observé una figura que llevaba una larga túnica suelta. Tiraba de una cuerda, que, levemente tensa, se perdía a lo lejos, y allá, en la lejanía, reconocí una barca a orillas del río. ¡Qué río extraño! Sus olas parecían rígidas como vidrio fundido; ni un rumor, ni el menor chapoteo llegaba a mi oído, no se percibía ni un hálito de la frescura que nos hace sentir el arroyuelo más pequeño. Terrible visión. La tétrica figura de la que ya estaba tan próximo que casi podía tocarla con la mano y todavía no se había dado a conocer, balanceaba al andar su linterna en señal de que debía seguirla. Obedecí. Cuando llegó a la orilla del río congelado, mi sombrío compañero acercó la barca y con un amplio movimiento del brazo, sin duda una invitación a subirme a ella, se volvió. Me quedé paralizado. No puedo decir que estuviera asustado, pero la vista de aquel personaje me inhibió de hacer cualquier movimiento. El que me miraba era un anciano flaco, de ojos enrojecidos, un ser cuya piel marchita y descolorida le pendía en colgajos. Pero lo más horroroso eran sus gruesos cabellos enmarañados, de los que emanaba la única manifestación de vida, pues al observar después con más atención, pude comprobar que las greñas no eran sino víboras que se retorcían y agitaban su lengua bífida. Reconocí entonces con un interminable escalofrío a Caronte. En el cuenco que formaba su tendida mano huesuda deposité mi moneda. El viejo acercó el aureus a sus ojos, murmuró algo que pareció un rezongo y finalmente su mano se perdió entre los numerosos pliegues de su túnica.

Salté a la barca con arrojo, y el viejo, cuyos movimientos me habían parecido penosos hasta entonces, me imitó.

– ¡Chusma viviente! -gruñó el botero mientras se apartaba de la orilla mediante una vara fma y quebradiza. ¡Júpiter!, la barca se deslizó veloz por el agua congelada y no se escuchó ni un golpe de ola ni chapoteo al hundirse la pértiga en el agua-. ¡Chusma viviente! -repitió el anciano, que bogaba sin hacer ruido, sin dignarse a echarme una mi-rada. No obstante, sabía que se refería a mí.

– Tu recompensa es el oro -dije valeroso-, haz, pues, tu trabajo.

El botero gruñó: – Cuando transporté a Heracles por las aguas de Estigia, cargué cadenas durante un año.

– También cruzaste a la otra orilla a Eneas y no sufriste daño alguno -le hice notar.

– ¡Loco desvarío! -protestó Caronte-. Jamás llegaré a entender esa ardiente avidez que hace presa del hombre cuando cruza dos veces el océano.

– Solo unos pocos gozan de la gracia de Júpiter de ser elevados al éter.

De pronto, el botero volvió la cabeza, miró hacia esta orilla y una risa cloqueante sacudió su cuerpo enjuto. Seguí su mirada y divisé un ovillo de sombras en pugna: mujeres, hombres y niños privados de la vida gritaban, se debatían y suplicaban ser los primeros en ser transportados a las tierras de la añoranza.

Caronte les gritó: – ¡Ninguno alcanzará la otra orilla, ninguno, antes de que sean inhumados sus huesos, aunque sus sombras vaguen y tremolen cientos y miles de años! -lanzó una repulsiva carcajada, extendió los brazos, y el viento, que no supe de donde provenía, hinchó su manto e impulsó a la barca por el río silencioso.

Más allá se abrió un oscuro abismo, tan inquietante como la caverna de las islas de las cabras que me vendieron los napolitanos, custodiado por el tricéfalo Cerbero. El botero me abandonó allí sin despedirse. Al percatarse de mi presencia, el can movió el rabo, pero no se levantó, y yo entré en el reino de las sombras: bosques y colinas sin color a la tenue luz, y en medio un movimiento centuplicado, cuerpos transparentes que se mecían como tallos de hierba que el viento hace ondear, unos en constante movimiento ondulante, otros oscilantes como péndulos. Pero en el seno de las masas que superan la imaginación más frondosa, descubrí sombras especiales, cuya diferencia respecto de la otra multitud residía sobre todo en su desasosiego. Reconocí entre ellas a Sísifo, el mañoso héroe, porque en movimiento reiterado hacía rodar la roca hasta la cresta de la colina, y jadeante reanudaba su obra cuando la piedra había rodado cuesta abajo hasta el valle. Encontré a Tántalo, el rey oriental que una vez había comido en la mesa de los dioses, lo cual no había sido concedido antes a ningún mortal, y vi sus tormentos con mis propios ojos: languidecía de sed, seca la lengua, aun cuando el agua le llegaba al cuello, pero cada vez que se inclinaba ávido para sorbería, el agua se retiraba hasta la tierra. Para saciar su hambre hubieran bastado las peras, las manzanas y las jugosas brevas que pendían sobre su cabeza, al alcance de la mano. Sin embargo, estos frutos tampoco le estaban destinados al príncipe, y revoloteaban por los aires como azotados por un huracán en cuanto pretendía tomarlos. Los dioses lo juzgaron debido castigo por su infame fechoría. Tántalo había matado a su propio hijo y ofrecido su carne como manjar a los dioses para averiguar si los inmortales eran realmente omniscientes.