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También vi a Ticios, el eterno penitente, estirado sobre el suelo en toda su longitud de trescientos metros, la talla de un gigante, y, no obstante, expuesto sin remedio a la voracidad de una yunta de buitres que le destrozaban el hígado, asientos de los apetitos. Ese fue su castigo por haber querido violar a Leto, la madre de Apolo y Artemisa. A pocos pasos reconocí a Orión, el gigante de cacería, y a Sirio, su perro. Aún en el Hades persigue empecinado a la presa con maza de bronce, porque así lo quiso Artemisa. ¿Cuál fue el delito?: amenazar jactancioso a la diosa con el exterminio del mundo animal, pero una flecha del carcaj de Artemisa lo abatió.

Rodeado del estridente graznido de aves del extraño sonido causado por el revoloteo de los espíritus, emergió de la noche del más acá, llevando en los brazos a la floreciente Hebe, a la que hacía objeto de sus bromas y caricias, y fue el primero que sintió alegría en el reino de las sombras. Pregunté al arrogante héroe de dónde sacaba la alegría, el placer y el goce en aquella demoniaca región, y Hércules me respondió risueño: "En la tierra pueden recorrerse diversos caminos, el camino fácil y agradable del placer y del vicio, o el penoso y abnegado de la virtud. Quien elija el primero, encontrará en el Hades justicia niveladora, pero al que opte por el segundo le espera la suprema bienaventuranza. -Mi madre me engañó en cuanto al derecho de primogenitura al retenerme en su vientre y dejar expedito a mi hermano gemelo el camino a la vida. Más tarde, la hice enloquecer al matar a mi esposa e hijos, pero expié mí culpa en la tierra doce veces: estrangulé al león invulnerable, maté a la hidra de Lerna, capturé con mis propias manos a la veloz corza, acabé con flechas con las aves antropófagas y con la lanza maté al jabali de Eurimanto. Limpié con astucia los establos de Augías, rey de Elea, desviando hacia ellos las aguas de los ríos Alfeo y Peneo. Intrépido, dominé al toro de Creta que vomitaba fuego y a los caballos del tracio Diómedes que devoraban a los hombres. Me apoderé del cinturón de Hipólito sin luchar, como también de los bueyes del gigante Gerión y de las manzanas de las Hespérides, las hijas de clara voz de Atlas. Cuando hube vencido al can Cerbero terminé mi expiación sobre la tierra y entré en el más allá libre de toda culpa." Así habló el divino héroe y no me preguntó mi nombre.

Proseguí mi camino sin darme a conocer, siguiendo el impulso de encontrarme con la sombra de mi madre Atia, la del gran Alejandro y la de mi divino padre. Paseé la mirada de aquí para allá mientras recorría grises montículos y valles, crucé bosques muertos, poblados de árboles que jamás habían sentido un soplo de viento. Y una y otra vez pude ver a individuos dolientes, de cuerpos vidriosos, aferrados los unos a los otros como murciélagos apiñados en la lobreguez de una bóveda. En un prado gris de asfodelos que brindaba lugar a miles de cuerpos etéreos, Minos administraba justicia sobre una roca iridiscente. Con su cetro de oro separaba a los virtuosos de los viciosos y a los malos los sentenciaba a un justo castigo. Pero a los que Minos escogía, le estaba permitido ponerse detrás del juez de los muertos y proseguir su camino al más allá para alcanzar la dicha prometida.

Entre los cuerpos ondulantes reconocí a Julio por su calva incipiente, empujado dentro de la masa por las otras almas. No lo protegían esclavos y me pareció que nadie se preocupaba por su presencia. -¡Oh, divino padre! -lo llamé desde lejos, pero mi voz no tuvo el alcance debido, por lo tanto, me mezclé entre el pueblo peregrino. Luché contra la corriente, como un nadador en un río en crecida. Apenas creía haber avanzado lo bastante para hacerme oír, una nueva oleada de gente se lo llevaba consigo. Hasta que no estuve en medio de aquellos exangues cuerpos etéreos no me percaté de sus rostros semejantes a máscaras, que no delataban ninguna emoción, ni pesar ni alegría, ni esa loca agitación claramente evidente en sus movimientos. Era como si cada uno mostrase la expresión facial con la que había abandonado la vida terrenal.

No sé de dónde saqué fuerzas, me impulsé hacia adelante usando los brazos a modo de remos, y más de una vez perdí de vista mi meta, pero, inesperadamente, empujado en esa misma dirección, me encontré cerca de Julio, tan cerca que pude ver su rostro descompuesto por el dolor.

– ¡Oh, padre, Divus Julius! – exclamé y le extendí los brazos. Como si hubiera escuchado mis gritos, Cayo volvió la cabeza y me miró con ojos inexpresivos, aunque sin delatar emoción alguna. Entonces proferí las palabras fatales, pues al no reaccionar Julio a mis repetidos llamados, al no dejar de contemplarme con esa máscara de sufrimiento, le pregunté en tono de reproche:

– ¿No me reconoces, padre? ¡Soy yo, tu hijo César Augusto!

El mundo gris se desvaneció ante mis ojos y la noche privada de color cedió lugar a la abrasadora luz del sol. Hubo de protegerme los ojos con la mano y amonesté al esclavó que había corrido la cortina.

XXII

El mundo subterráneo está más cerca de mí que la salida de mi palacio, a la que la guardia pretoriana me impide llegar. Invento mil excusas para tener acceso a los recintos más apartados, desde cuyas ventanas podría ver el exterior sin obstáculos. Por todas partes se elevan al cielo en la ciudad las columnas de humo de los sacrificios en sufragio del César. Musa anda detrás de esto.

¡Cuántas veces ha anunciado mi muerte, creyendo que no sobreviviría a sus venenos! Y si no, anuncia ciertamente a diario mi inminente muerte, pero yo, César Augusto, soy fuerte. Me matarán si no expiro el centésimo día. ¡Júpiter, qué destino atroz!

La vida es insuficiente, sin duda, lo he comprendido a lo largo de setenta y seis años, pero la experiencia más amarga es este morir en soledad, alejado de toda muestra de compasión y pena. Por lo tanto, cada vez me refugio más en el sueño, el redentor hermano de la muerte. Me entrego a él varias veces al día, siempre que me sale al encuentro. Sin embargo, los viejos necesitamos dormir poco, de modo que por las noches me atormenta el insomnio. ¡Qué tortura bárbara! Desde hace mucho tiempo me resisto a apagar la luz de mi cubiculum, por un lado, por miedo a los intrusos y, por otro, porque los intervalos entre el sueño y la vigilia son tan breves que no justifican el trabajo.

Entonces contemplo con ojos empañados el cielo raso donde pintores pompeyanos han perpetuado entre caracolas y frondas los tiernos años de Mercurio, el dios del sueño y de las visiones oníricas, pero las imágenes ya me son demasiado familiares para provocarme embeleso. Ni siquiera encuentro placer en los versos de Horacio, convertidos por la repetición en cháchara de mercado. Me parece seguro que Mercurio me acompañará a recorrer mi última senda. Si conoce mi vida en virtud de su divina omnisciencia, yo conozco la suya gracias al cálido matiz de la sangre de buey. Nació de Maya, la ninfa pudorosa, después de su voluptuosa unión con Júpiter. Al día siguiente de haber sido dado a luz, Mercurio salió de su cuna y halló una tortuga con cuya caparazón y tripas de oveja se confeccionó una lira de siete cuerdas. Acompañado de sus sones y con el desenfado de los impúdicos mancebos durante un banquete, recorrió el umbroso camino hacia Pieria, donde se encontraban las praderas de los vacunos inmortales. Quince vacas despertaron su envidia. Con mano diestra y rápida entretejió ramas de mirto y taniarisco para confeccionar enormes plantillas que ató a sus pies, a fin de que las huellas dejadas se asemejaran más a las de un gigante que a las de un enano. ¡Cuántas veces mis ojos fatigados siguieron esas huellas y las del rebaño que fue conducido en reculada por el suelo arenoso, de manera tal que las de las pezuñas posteriores aparecen delante y las de las anteriores atrás.