Выбрать главу

Ningún vicio ha mezclado tanto veneno ni ha desenvainado con tanta frecuencia el puñal como la exorbitancia. No conoce la verguenza ni el respeto por la ley y la moral, y prolifera como la maleza, de manera que lo que hoy se tiene por abuso mañana se relacionará con el nombre de lo cotidiano. Tan solo observad a los marsios, hérnicos o vestinos, pobladores del territorio sabino en nuestra prehistoria, que vivían en la mayor modestia, se alimentaban de bellotas, raíces y bayas y jamás se quejaron de su suerte. Pero cuando los dioses los favorecieron con las benignas espigas, esos pueblos pelearon con puntiagudas armas para obtener mayor bienestar, y de este modo lucharon por su propia ruina. ¿Por qué no aprendemos de la historia? ¿Acaso griegos, persas y egipcios no han demostrado que la historia no es otra cosa que una constante repetición de conocidos sucesos con nombres diferentes?

Salustio, que se hizo historiador decepcionado por la política romana y a quien no le espantaba dar consejos a mi divino padre Julio, aun cuando éste le llevaba algunos años, admitía haberse preguntado con frecuencia dónde los hombres famosos encontraron su grandeza y los pueblos aumentaron su crecimiento, pero por otra lado también reflexionó sobre por qué los ricos se arruinaron, y, así dice el historiador, siempre encontró las mismas ventajas y males: los vencedores dieron poco valor a la riqueza y a la abundancia, los vencidos las codiciaban. Construir una casa o una alquería, decorarla con exceso de estatuas, tapices y costosas obras de arte y dar a todo, menos a si mismos, un toque admirable, no significa tener riquezas como adorno, eso significa más bien ser una ignominia para la riqueza.

Ciertamente, a mi no se me puede reprochar sibaritismo, pero las advertencias de Salustio me hacen tener conciencia de que tampoco yo estoy libre del abuso, de ese afán de poder que me hizo eliminar a todos mis enemigos y cosechar las más excelsas honras. Aun cuando me esforcé por unificar mis conceptos de los valores con los del pueblo (tal vez porque me esforcé, debo decirlo) la brecha entre el César y el ciudadano romano común fue cada vez más profunda, y hoy no puede negar que los ideales del soberano y los de los súbditos son distintos como las estaciones a lo largo del año. El exceso de poder siempre significa el comienzo de una decadencia del poder, ya que la desigualdad (el poder no significa otra cosa) se manifiesta cada vez con más claridad, puesto que al ciudadano ordinario se le hace cada vez más difícil la identificación con el sistema (y esta es la condición para el poder, de lo contrario, este poder debe ser calificado de dictadura). Sé que todo poder necesita justificación y todos los intentos de justificación son una parte esencial de la historia. Por eso me interesó justificar las pretensiones de poder de mi divino padre, y Tiberio está llamado a explicar mi desmesura en relación con el poder. Poder (no puedo menos que reír, reírme de mí, el poderoso, el más poderoso entre los poderosos, Caesar Augusrus Dlvi Filius), a quien, cautivo del propio poder, se le prohíbe poner un pie fuera del Palatino, a quien no le es dado morir allí donde se le antoja más apetecible. Cualquier plebeyo es más poderoso que yo, el César; puede ir adonde le plazca, hablar con quien desee hacerlo, morir donde se le ocurra. Ciertamente, al retiario del circo le ha tocado mejor suerte que a mí, pues se le permite luchar por su vida, lo cual me ha sido negado. Agonizo como un perro decrépito al que se echa de la casa porque ya cumplió sus servicios y no puede brindar más utilidad.

¿Júpiter, así muere un dios?

Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, lloro cada vez que dejo a César. No desearía esta muerte al peor de mis enemigos. ¿Debe extrañarnos que el Divino se refugie en sus delirios y se retraiga en sus pensamientos por la senda que se abre ante él? Tal vez las generaciones posteriores se pregunten cómo y por qué fue posible esta solitaria agonía del emperador César Augusto. Quiero dar aquí la respuesta: El propio Augusto colocó los hitos de esa senda. Como él mismo escribe, la brecha entre el romano común y el César se hizo cada vez más profunda, tan profunda que desde hace algún tiempo Augusto existe en las mentes de la gente como un dios misterioso, inaccesible e invisible. Nos inclinamos ante su estatua porque jamás tenemos ocasión de ver su verdadera imagen. Le ofrecen incienso como a un dios para que les sea propicio. Su invisibilidad es expresión de su poder. Miles de veces, miles de soldados obedecieron la palabra de un ser invisible. Y aquellos que lo ven con bastante frecuencia, glorifican cada una de sus palabras o, como yo, estamos obligados a guardar silencio. Si Augusto se presentara hoy en el Foro, flaco y trastornado, estoy seguro que los romanos se reirían de esta criatura miserable, le arrojarían frutas podridas y nadie creería que es el divino Augusto. Intuyo que el César lo sabe. La omnipotencia que lo rodeaba, se ha vuelto impotencia.

XX

Ignoran mi actitud de rechazar la comida. El esclavo imperturbable coloca ante mí los platos e imperturbable viene a retirarlos. ¿Qué debo hacer? El hambre me está debilitando pero más me enerva la idea de que mi hambre pase inadvertida. Todo sería en vano.

XIX

El cansancio domina los miembros de mi cuerpo y el cerebro. Hoy he pasado el día entero en cama, sin tocar comida ni bebida alguna. Aburrido, he recorrido con la vista infinidad de veces la vida azarosa de Mercurio. Indiferencia sin respeto ni sentimientos. Mantengo la vista fija al frente, como si estuviera aletargado, pero por momentos capto por el rabillo del ojo caras que se asoman curiosas a la puerta, como si exploraran en busca de signos de vida en el anciano. Creo haber reconocido a Livia, pero puedo estar equivocado.

Por enésima vez me he refugiado en la lectura de Epicuro, mi supremo consuelo. Semejante suerte sólo podría describirla un eterno doliente, pues él también sufrió penosa y larga agonía. Sin embargo, escribió sus memorias en su lecho de muerte. Quiero imitarlo en tanto el cerebro y la mano me lo permitan, pero dudo que venga acompañado de esa alegría y la paz habituales en el samio. La vejez, opinaba el sabio, no debiera cansarse cultivando la filosofía, así como la juventud no debiera evitarla, pues nadie es maduro en exceso o inmaduro cuando se trata de la salud del alma. Y quien afirme que ya ha pasado el tiempo de filosofar o todavía no ha llegado, se asemeja a uno que dice que ya no está dispuesto o no lo está todavía para la dicha. La filosofía le hace bien tanto al viejo como al joven, al primero porque a pesar de sus años lo rejuvenece con el gratificante recuerdo del pasado, y al segundo porque a pesar de su poca edad lo madura en la impavidez frente a lo que vendrá. Es bueno practicar lo que crea felicidad, pues todo lo poseemos cuando ella está presente, pero cuando nos falta hacemos cualquier cosa por lograrla.

Así escribe Epicuro y continúa: cada individuo debe familiarizarse con la idea de que la muerte no le importa. Todo lo bueno y lo malo reside en la sensibilidad y la muerte es la pérdida de la sensibilidad. Por lo tanto, hay que hacer el correcto descubrimiento de que la muerte no nos afecta, esta vida efímera solo es placentera porque borra el ansia de inmortalidad. Pues en la vida ningún conocimiento es más horroroso para aquel que ha comprendido que en la ausencia de vida no hay nada terrible. Por lo tanto, es un orate aquel que dice que tiene miedo a la muerte, no porque su presencia provoque dolor, sino porque su sola proximidad provoca dolor. Pues lo que en presencia no preocupa, acusa, no obstante, infundado dolor en la mera expectativa.