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En Roma, nadie comprendía al griego como Lucrecio. Murió cuando yo contaba ocho años y lamento no haberlo conocido, pues lo consideraba el póstumo portavoz del samio, aun cuando lo separan de él dos centurias. Cuando leo su poema didáctico De rerum natura, reconozco en nuestra lengua las palabras del griego mezcladas con la melancolia propia de los romanos cuando analizamos el significado de la vida. Lucrecio necesita siete mil hexámetros para liberar al hombre del temor a la muerte y a los dioses, y para ello, recurre como Epicuro a la teoría de los átomos y de la mortalidad del alma.

Todo esto no es consuelo para mí, y me parece que Lucrecio tampoco vislumbró en ellas ningún rayo de esperanza, pues abandonó inesperadamente el escenario de la vida, al darse muerte con su propia mano. Nadie podrá afirmar si su suicidio estuvo ligado a gozo o torturas interiores, pues nada se conoce acerca de las circunstancias que lo rodearon. Solo se sabe que Lucrecio contaba a la sazón cuarenta años. En esto se distingue del gran modelo, pues si Epicuro desdeñó la tradicional creencia en los dioses (aseguraba friamente que los dioses no eran sino seres dichosos constituidos por átomos particularmente sutiles que habitaban en intermundos, ajenos al curso de los mundos), su vida transcurrió en armonía con su teoría y en sus más de setenta años de vida halló esa calma espiritual por la que lo envidio sobre todas las demás cosas.

Ya no puedo más…

XVIII

Calendas del mes Sextilis, que ahora llaman Augusto. Suena a burla.

En aquel entonces, hace cuarenta y cuatro años, cuando tomé posesión de la pagana Alejandría, me sentí honrado como Julio, mi divino padre, por dar mi nombre a treinta y un días del año. Hoy, ese honor se me antoja una afrenta, pues es la forma más barata de reconocimiento y no obliga a nada. Al contrario: soy yo quien, desde entonces, debo ofrecer una fiesta cada uno de esos días conmemorativos, como si la única manera de celebrar aquella conquista fuera con comilonas y borracheras. Hasta ahora, en las calendas del mes de Augusto, siempre me llevaban al Foro en una litera. Allí, se exhibían las deidades egipcias mitad hombre, mitad animal y los artistas y esclavos danzaban de acuerdo con el ritual egipcio. Seguramente, en consideración a mi estado, hoy han desistido de exponer al público los miserables restos del emperador César Augusto, pero no dudo que los festejos se celebrarán sin mí. Algún día esta fiesta caerá en el olvido como ha sucedido con muchas otras. Sunt lacrimae rerum.

XVII

Todo cambio de guardia me sobresalta, porque presiento a un asesino emboscado detrás de cada pretoriano. Creo que a los yelmos rojos los divierte avanzar hacia mí con las armas desenvainadas para regresar luego a su lugar a paso redoblado. Sin duda, se han percatado de mi miedo hace tiempo. ¿O es solo mi imaginación? Tal vez mi muerte les sea indiferente.

¡Oh, no, les interesa sobremanera! A los pretorianos les conviene la muerte de cada emperador, pues la costumbre impone dejarle a cada uno un legado por fieles servicios. ¡Fieles servicios! Creo que no está lejos el día en que el César será asesinado por su propia guardia para disfrutar cuanto antes del legado. Los pretorianos son soldados sin moral, no luchan por sus convicciones, sino por la bolsa de dinero. La protección del César no les importa. Alzarían sus armas por cualquiera que los recompensase. ¿Recompensar?

Si poseyera oro podría sobornar a los guardias y huir, pero por un lado me han quitado todo, como suele hacerse con un idiota inhabilitado, y por otro ¿adónde iría?

XVI

Espejo infalible, tú, mi segundo yo surgido de la bruñida plata, admite que te equivocas, aclara en el acto que ese espectro ojeroso, de ojos hundidos, no es quien te reta a duelo cara a cara, no es el Imperator Augustus Divi Filius. ¡Confiesa que es el rostro fatigado y laxo como acelga hervida que un viejo decrépito y enclenque de la Suburra dejó olvidado! ¿Por qué no confiesas el fraude tras el cual se esconde el cuero arrugado que la máscara teatral disfraza? Espejo, tú me ocultas mi verdadero rostro. ¿Por qué disimulas mi gracia, mi dignidad y mi natural encanto, con las que me han reproducido los artistas del imperio, ya sea bruñido metal o mármol de Paros? No me engañes, espejo, amigo de toda la vida, tú que jamás me engañaste con tu reflejo. ¿Por qué me torturas ahora, al final de mis días, al pretender hacerme creer que la manzana seca y podrida que me mira, soy yo, Imperator CaesarAugustus Divi Filius?

Ciertamente, el hambre y la sed empiezan a consumirme al punto que mi organismo no se nutre sino de sí mismo y es solo cuestión de tiempo cuánto tardará en desvanecerse mi propio yo, pero dime una razón por la cual el comer, el devorar al propio yo debe comenzar en esa parte del cuerpo que tú no puedes percibir sin el espejo. Demócrito, quien encuentra respuesta a todas las preguntas con su teoría de los átomos, decía en relación con la imagen, que el hombre percibe que lo reconocido no es sino un reflejo de aquello que ha de ser reconocido. En consecuencia, mi hado quiere que me seque como un río en el desierto, me achaparre como una planta marchita en otoño y no me distinga en nada de ambos.

¡Ay, si nunca me hubiera mirado al espejo, para no llegar a este descubrimiento! ¡Por Júpiter! ¿Qué puede ser más pavoroso que la propia imagen reflejada? La vida me exigió setenta y seis años para llegar a este reconocimiento. Creedme, el placer que os otorga el espejo en los años verdes no compensa el terrible descubrimiento con que te enfrentas cierto día. Ninguna arma es más cruel que este espejo y mi mano se entumece obstinada en no seguir el flujo de la escritura. Siento asco, asco de lo que vuelco en el papel, porque es el excremento del cerebro que se esconde tras la horrenda máscara. Confieso que el deseo de vivir guió mi pluma desde que comencé este diario, pero ahora no me queda en la vida sino un solo deseo: morir. Morir.

Todavía persevero en dejar intactas las comidas y he llegado a rechazar también el agua y el vino, a pesar de que todo está seco y árido en mí. Me acosa como una pesadilla la idea de que uno de mis órganos pueda romperse como vidrio cuarteado al realizar un movimiento brusco. Hasta he rechazado el agua que me trae Polibio, mi liberto y último confidente, en una botella escondida bajo su túnica. Quiero morir. Polibio es mi único lazo con el mundo exterior y temo por su vida. Me dice que se siente observado a cada paso y no cabe duda que se le mantiene alejado de todos los sucesos importantes.

Me une a Polibio un importante secreto: cada día lleva las notas de mi diario a un escondite. Confío en él, pero creo que no me dice la verdad sobre todo cuanto acontece a mi alrededor y de lo cual no me entero. No quiere preocuparme. Sin embargo, precisamente en este momento la verdad es lo más importante. Si le pregunto por los holocaustos que propagan por la ciudad su humo negro y fétido, me contesta que no son tales. Si insisto en mi interrogatorio y le pido que me explique el origen de las humaredas, asegura ignorarlo. Si le encargo que averigüe por qué Roma está envuelta desde hace días en humo, me promete hacerlo, pero al día siguiente alega haberse olvidado de preguntar. Se empeña en protegerme.

Si lograra huir, podría aproximarme a las hogueras y hablar a los romanos: -Ved, soy yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius y estoy vivo. No deis crédito a quienes os salgan al paso para anunciaros que el César ha muerto. No les creáis hasta haber visto con vuestros propios ojos cómo bajan su cadáver del Palatino al Campo de Marte para entregarlo a la pira funeraria. Creed solo lo que se ofrezca a vuestra vista y no lo que os cuenten o prometan. En Roma, la mentira circula como en tiempos de la guerra civil y no he conseguido sofocarla porque no hay ley que la prohíba.

Pero, aunque lograra escapar, ¿creerían en mí, en este esqueleto seco y descarnado que apenas puede mantenerse en pie, que necesita del brazo del esclavo para andar, que mira este mundo despiadado con ojos hundidos y fatigados? ¿No estaré muerto quizá? Tal vez la muerte sea el tránsito imperceptible de un estado a otro y uno no se percate siquiera de haber fenecido. Quizá lo que escribo en el papel no sea sino algo que imagino. Júpiter, quizá…