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XV

Quizá… Quizá…

XIV

Inesperadamente Livia se acercó a mi cama por la mañana como una aparición divina. ¡Livia!

– ¿Por qué rechazas los alimentos? -me preguntó en tono de reproche y añadió sonriente-. ¡Viejo caprichoso!

– ¿Por qué evitas mi presencia, me mantienes encerrado y vigilado como a un monstruo? – inquirí a mi vez.

– Todo es para protegerte -respondió Livia.

– ¡Para protegerme! ¡No me hagas reír! Temo más a quienes me guardan que a aquellos de quienes debo ser protegido.

– ¡Despídelos, entonces!

– No me obedecen. ¡Canalla corrupta!

Livia dio media vuelta e hizo una señal a los guardias apostados en la puerta, quienes se retiraron después de presentar armas. Me sentí liberado y a pesar de mi debilidad intenté incorporarme. Fue en vano. Sin fuerzas, volví a cer en el lecho.

– ¡Debes comer! -me amonestó Livia -. ¡Eres un viejo caprichoso!

– ¿Para qué? – pregunté indiferente.

– Para recuperar tus fuerzas.

– ¿Para qué? Una mirada al calendario te dirá que, a partir de hoy, las nonas de Augusto, me quedan dos semanas de vida…

– Parece complacerte regodearte en tu propia muerte -observó Livia-. ¿No te basta cumplir la voluntad de los dioses, después de una vida realizada? ¿Es menester que provoques a los dioses e interfieras en sus planes al intentar adelantar el día señalado para tu muerte? Tu comportamiento no alterará el orden de los inmortales, pero sí el de tu vida. Cada uno de nosotros tiene la certeza de que morirá. ¿Quién dice que no sea yo la que cerrará los ojos antes que tú? Divino César, por extrañas circunstancias te ha sido dado conocer el día de tu muerte, lo que solo es concedido a unos pocos. Vivirás y morirás, pues, en certidumbre. La certidumbre es algo divino, algo inmortal, algo que les está vedado a los demás mortales. ¿Por qué te rebelas contra las – circunstancias extraordinarias de tu muerte después de haber vivido setenta y seis años? ¿No crees que Druso, Lucio, Cayo, hasta el propio Julio y Alejandro se hubieran considerado dichosos de haber podido llegar a esa edad? ¿Qué quieres, César, vivir eternamente?

Así, más o menos, discurrió Livia, y mientras hablaba, entraron en la habitación los esclavos portadores de manjares preparados con tanta exquisitez que eran un regalo para la vista. Livia me ofreció un plato tras otro y yo los tomé y comí, devoré aquellas delicias hasta vomitar y después de sentirme liberado empecé a engullir de nuevo.

XIII

Esta noche estuvimos acostados juntos durante un corto rato, cuerpo sobre cuerpo. Livia me miraba con sus ojos cristalinos. Estaba tan cerca de mí que podía ver las venitas de sus córneas y nos susurramos cosas como en nuestros años apasionados. Para mí, sigue siendo una bella mujer, aunque las arrugas surquen su cuello y sus senos pendan por la ley de la gravedad. A la evidente aspereza de su piel se opone la suavidad que emana de su tacto. Jamás he gozado tanto sus caricias como esta noche, pero me avergoncé de mi cuerpo, de este cuerpo consumido que provoca más asco que amor. El paso de setenta y seis años deja sus huellas.

Al principio dudé si Livia obraba por compasión, (ciertos filósofos dicen que el amor es compasión), si no buscaba complacerme, así como el verdugo satisface el último deseo de un candidato a morir, pero antes de que pudiera traducir en palabras mis cavilaciones, Livia me preguntó a su vez si todavía sentía placer con ella. Descubrí un leve dejo de censura en su voz. Sus caricias, su sumisión me emocionaron hasta las lágrimas y, avergonzado por mis dudas, me alegré de no haberlas expresado. La sensación de su leve peso sobre mi cuerpo creció hasta convertirse en agradable excitación, en un embate de olas contra la orilla, y, sin habernos unido, experimenté el éxtasis de los años jóvenes. Me parece que durante toda una vida he empleado los sentidos equivocados para el amor. Lo que me participaban los ojos, los oídos, la nariz y aún la boca se me antojaba más deseable que el sentido de la piel, cuyas sensaciones llamamos tacto. ¿No escribe Aristóteles en su tratado sobre el alma (la obra comprende tres volúmenes) que los animales son superiores al ser humano en todas las clases de percepciones, menos en la sensibilidad? ¡Cuánta razón tenía! ¡Cuanta más sensibilidad es capaz de desarrollar el hombre, mayor es su percepción del placer y del dolor, de lo placentero y lo doloroso. Y quien tiene esto también tiene deseos, pues son la tendencia hacia lo placentero. Este me parece que es el motivo por el cual la pasión y el deseo no son fenómenos propios de la juventud, sino que se dan a lo largo de toda la vida como se disemina el sembrado por el campo. ¿Acaso la juventud no muestra por momentos la sobriedad y la claridad de la vejez, y esta aquella impetuosa locura que por lo común se adscribe a los jóvenes? El motivo de esto es el mismo que el que hace prosperar la siembra de distinta manera según sea la fertilidad del suelo, aunque las semillas no difieran. La vejez puede ser un suelo tan fecundo como la juventud para el deseo y la pasión.

Se me ocurre que el hombre ama demasiado con la mente en lugar de dejar rienda suelta a los sentimientos. Si el amor fuera cosa del cerebro y de la razón, los grandes filósofos de Grecia, los Siete Sabios: un Solón, un Tales, un Bias, un Quilón, un Demetrio, un Pitaco, un Cleóbulo debieran haberse asfixiado en la dicha del amor. Sin embargo, cualquier niño sabe que lo que sucede realmente es lo contrario: la capacidad de amar mengua al crecer la razón. Platón supo interpretar todas las virtudes, aun aquellas que son desconocidas a la mayoría, pero no supo hablar del amor, que es más importante que todas las virtudes, porque de él emanan. La dicha de amor de esa especie era tan desconocida al sabio Platón que desechaba a las mujeres, y los mancebos tampoco le satisfacían. ¡Oh, cuán platónico! ¿Y qué significaron Jantipa para Sócrates y Pitias para Aristóteles? Una carga de la que ambos trataron de desembarazarse de distintos modos. ¡Por la divinidad de Venus y Roma, es mejor ser tonto que sabio como los dioses!

Me eché a reír y Livia inquirió la razón de mi risa, pero guardé silencio por temor a romper el hechizo del instante que me había librado de la duda. Toda mi vida me he avergonzado de mi modesta cultura, de la crasa distancia respecto de Cayo Julio (por no hablar de Marco Tulio Cicerón) porque la divinidad requiere sobre todo sabiduría. Ahora bien, consciente de mi sensibilidad que se aparta detodos los sabios, me considero feliz de no haber sido un filósofo, un Empédocles, porque ni este sabio, que pasó por Sicilia hace quinientos años y filosofó sobre el amor, aseguraba con absoluta seriedad que no había un devenir ni un desaparecer en el verdadero sentido, sino solo mezcla y disgregación, (en su lenguaje: mixis y diallaxis o amor y odio: philia y neikos), jamás conoció el verdadero amor, aunque sus adeptos lo veneraban como a un dios.

¿Qué dioses son estos cuyo cerebro responde a todas las preguntas, hasta aquellas que se refieren al origen del hombre, de las plantas, y los animales, cabezas sin tronco, brazos a los que les faltan los hombros, y ojos que necesitan un rostro, que empezaron a crecer, pero nunca, conocieron a una mujer en sus momentos de excitación? Se cuenta de Empédocles que, para dar testimonio de su divinidad saltó dentro del cráter del Etna, al cual nadie se atrevía a asomarse, e indemne volvió a trepar hasta el borde del cráter. De todos modos, Vulcano castigó la soberbia del filósofo al vomitar sus sandalias sin calcinar.