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Vuelvo a Escribonia, la ramera exuberante: tan pronto logró su propósito de compartir el lecho del Divino, tan pronto deposité en ella el semen divino (Júpiter no pudo hacerlo mejor cuando engendró a Minos con la ayuda de Europa), esta mujer, ávida todavía, mostró su malhumor. No me averguenza decirlo, me llamó hombre débil, hijito de mamá, y se alejó como una gata preñada, harta del gato. No se lo impedí. ¡Oh, Venus Genetrix, que hiciste que Anquises pariera a Eneas, el parecido a los dioses! ¡Oh, inútiles semillas de arsenogonon! Pusieron a mis pies una niña y ya entonces me asaltó la duda si en verdad yo era su padre. Confié la pequeña a una nodriza iliria y dejé librada a Escribonia a los ociosos del circo.

Mucho hablaremos aún de mi hija Julia, por cierto nada bueno. Corresponde a la peculiaridad de la naturaleza que el ser humano nazca de cabeza y se vaya a la tumba con los pies hacia adelante según la costumbre romana. Julia nació de un "parto difícil" pues, contrariamente a lo natural, vino al mundo de pies, lo cual es de mal agüero y no le ha traído suerte a nadie, tampoco a ella. Seguramente, la llevarán a la sepultura de cabeza, pero no será a mi mausoleo; ya he tomado las debidas previsiones.

En aquel entonces, todavía no contaba veinticuatro años, pero, por Baco, me embriagué en mil orgías. Ofrecí mil tragos de vino por el cinturón de Venus, para que me cediera el aderezo como lo hizo una vez con Júpiter a fin de fortalecer su potencia amorosa, pues las mujeres me seguían con sus chillidos, Roma Dea, y yo las tomaba como venían: Pompeya, Antonia, Fulvia, la huraña Favonia y Hersilia, la que no tenía ombligo; Roda, la de anchas caderas. He olvidado los nombres de la mayoría. Debéis saber que la fama nos hace sensuales y en aquel entonces mi fama estaba en pleno florecimiento. Era triunviro, había vencido a los asesinos de César en Filipo, derrotado a Lucio Antonio en la guerra de Perugia y por el pacto de Brundisium se me reconoció el occidente del imperio, a mí, Divi Filius. No obstante, creía que la fama de un hombre descansa en su propio mérito sólo en una pequeña parte. La mayor parte de ella se la debe a la histeria de las mujeres, ansiosas de solearse en el aura del excelso.

En una de las innumerables fiestas que Mecenas celebraba en el Esquilino (sí, escribo celebraba con toda conciencia, pues otro verbo cualquiera representaría una grosera simplificación) se produjo aquel excitante encuentro que transformaría mi vida entera. Hoy, todavía, después de medio centenio, mi nariz huele la fragancia de los pimpollos del jardín de mi amigo, pues Mecenas cultivaba todas las especies de árboles consagrados a los augustos dioses: la encina de invierno para Júpiter, el laurel para Apolo, el olivo para Minerva, el álamo para Hércules y el mirto para Venus.

Bajo un arbusto de mirto (¡quién no conoce sus flores blancas de inserción axilar!) vi a Livia por primera vez. La propia Venus dispuso ese encuentro: sonriente avanzó hacia mí, una niña en vías de convertirse en mujer, 19 años, casada con Tiberio Claudio Nerón y madre de un hijo de tres años. Lo que me quitó el aliento fue su vientre sensual de embarazada. Orgullosa como Venus Genetrix lo exhibía, a duras penas disimulado por la túnica, y todavía no hallo respuesta a la pregunta si era pudor o impudicia lo que caracterizaba su porte.

Amé a esta mujer desde el primer momento, lo maternal de su cuerpo juvenil, pero no sólo eso, aunque me enloqueció, y me hizo poseerla ese mismo día con todo el vigor de mis lomos. Sin embargo, me fue vedado lo que logró Anfitrión, el nieto de Perseo, quien, después que Júpiter visitó a su esposa Alcmena, cohabitó con ella una segunda vez a la noche siguiente (como se sabe dio a luz mellizos, Heracles, el hijo del dios e Ificles, el hijo del hombre). Yo no negué jamás la paternidad de Tiberio Nerón. Antes bien, le exigí la cesión de la divina mujer, así es, se lo exigí, y la hubiera tomado por la fuerza si no se me cedía de común acuerdo. Sin embargo, el marido se mostró razonable al reconocer mi pasión. Poco después de los idus de enero contraje nupcias con Livia, pero el niño que vino al mundo casi enseguida, se llamó Nerón Druso.

¡Júpiter! Han pasado 52 años desde entonces y todavía amo a Livia… en la medida en que se puede amar aún a una mujer después de tanto tiempo. Es para mí madre y amante. Me acompaña en todos mis viajes. Le regalé por ellos dos ciudades: Liviópolis en el lejano Ponto, y Livia, en Judea. Siempre se mostró comprensiva con mis actos. Si yo sufría, ella padecía conmigo. Creo que mi dolor por el hijo que le engendré y nació prematuro y muerto la afectó más que su propio dolor, y me envió a consolarme con otras mujeres.

Aunque nada deseaba con mayor ardor que un descendiente, jamás hice reproches a Livia. Antonio Musa, mí médico personal, dice que a pesar de un amor recíproco, existe en el cuerpo una cierta aversión que provoca la mutua esterilidad, pero la unión con otro compañero posibilita una descendencia normal. No logro liberarme de esta idea. Cui dolet, meminit.

XCVI

He reflexionado y Antonio Musa cree que no debiera andar con remilgos. Muchas romanas de noble estirpe considerarían un honor ponerse a mi disposición, someterse a los deseos del Imperator Caesar Augustus Diví Filius. Soy hijo del divino, y un vástago engendrado por mí sería asimismo divino. ¡Por Cástor y Pólux, todavía tengo vigor viril! Aunque los años hayan dejado sus huellas en mi rostro, mis testículos están turgentes. Se dice que Masinisa, el príncipe numidio, procreó un hijo a los 88 años con la bella Sofoniba. Cuando murió a la edad de 92 años, dejó en total diez hijos. Y Catón, el censor, tuvo un hijo a los 80 con la hija de su cliente Salonio. Es ridículo pensar en un heredero varón a los 76 años, cuando estoy seguro que ya no veré a mi descendiente. ¡Sapere aunde! Si engendrara a un monstruo como Julia, ese cáncer, me lamentaría aun en el lejano Olimpo. ¡Oh, cuánto mejor no haber tenido hijos y morir solo!

¿Por qué aborrezco a Julia? Julia es el retrato fiel de su madre, sin embargo la amé cuando era una niña. Sólo se puede odiar lo que una vez se amó. Y no es el odio lo que empuja a los hombres a su perdición, sino el desprecio, pues el odio es un sentimiento, aun cuando en la dirección opuesta, pero el desprecio es un estado. Ciertamente, mi desilusión fue grande. El labrador suplica a Genetrix el envío de un hijo que algún día tomará el arado de sus manos y el simple soldado aspira entregar la espada sobre la tierra conquistada a su primogénito. Sólo quería lo mejor para mi hija. Cuando todavía no había dejado el pecho la prometí a Antio, el hijo de Marco Antonio. Sin embargo, la suerte quiso que Julia, apenas núbil, se uniera a Marcelo, el hijo de mi hermana Octavia. Fue en tiempos de mi noveno consulado y yacía gravemente enfermo. Por lo tanto, encomendé la organización de la fiesta a Agripa, mi fiel amigo desde los días compartidos en la escuela de rétores.

Marcelo era uno de los mejores y lo amaba como a mi propio hijo. Ciertamente, ahora me surge el interrogante si no lo amé demasiado frente a mis amigos. Después de la batalla de Accio, mi sobrino cabalgó a mi derecha en el cortejo triunfal; valiente como ninguno me acompañó a la guerra contra los cántabros. En su calidad de edil, Marcelo brindó al pueblo no menos de veintitrés juegos. Pero la voluntad del destino quiso que apenas a los dos años de haberse unido a Julia, contrajera la misma enfermedad que me había impedido participar en el ágape nupcial y el arte de Musa, que a mí, más próximo a la muerte que a la vida, me devolvió a los romanos como un regalo; no logró salvarlo a él.

Yo, Caesar Divi Filius, derramé entonces más lágrimas que Julia. Mi hija de apenas dieciséis años enfrentaba su viudez con la despreocupación de la juventud. Concedí a Marcelo honras fúnebres costeadas por el Estado, pronuncié la oración fúnebre y lo hice inhumar en mi mausoleo, recién terminado. Además, a fin de perpetuar su memoria en días lejanos, puse su nombre al teatro, cuya piedra basal colocó mi divino padre y que yo concluí con tres arcadas superpuestas de semicolumnas en estilo dórico, jónico y corintio. También dispuse que en ocasión de los Ludi romani * en honor de Júpiter Optimus Maximus, se expusiera en un lugar prominente del teatro una estatua de oro de mi sobrino, una corona de oro y una sella curulis, como correspondía al benemérito edil.

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* Los patronímicos en latín se escriben corrientemente con mayúscula, por lo que debería aparecer más correctamente “Romani”. [Nota del escaneador]