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Miro hacia el norte y hacia el sur y creo reconocer a Ulises en su balsa bamboleante. Del mar centelleante emergen el cabo de Circe y las islas de las sirenas. Se huele el perfume del acanto, cuyas blancas flores en la alta copa nadie conoce porque los griegos sólo hicieron famosa en sus capiteles la fronda, florece el asfodelo y el hinojo silvestre se seca por la canícula estival como la piel del dorso de mis manos; en medio, arbustos de mirto y alcaparro, de cuyos pimpollos se nutría la bella Friné que sirvió de modelo a Praxiteles para su inmortal Afrodita.

De tiempo en tiempo, me obligo a cerrar los ojos por un instante para retener la belleza del mundo, pero a regulares intervalos me dan vahídos. De pronto, abro los ojos y lo veo ante mí, barbudo, con la piel curtida por el agua de mar y el sol.

– ¡Divino! -exclamó asombrado-. ¿Qué haces en esta isla?

– Busco a mis compañeros -me responde-. Todos fueron capturados por Circe, menos Eurioco. Fue el único que por intuir algo malo no traspuso la puerta para ir hacia la sombría casa de piedras labradas de la atroz hechicera. Circe tocó a cada uno de mis hombres con su vara y los convirtió en cerdos. Y ellos se disputaron las bellotas y las rojas cerezas silvestres.

– ¡Por todos los dioses, elude a la hechicera! -grito excitado-. Te trocará en un cerdo como a tus compañeros. Solo hay un recurso eficaz para escapar al hechizo.

– ¿Lo conoces? -me pregunta Ulises.

Asiento, me inclino como por casualidad y arranco del suelo pedregoso una planta de flores blancas como la leche y raíces negras.

– Toma -le digo, y le ofrezco la flor-. Los dioses la llaman moll y es más rara que el oro de los ríos. Mastícala con los dientes y traga esta divina hierba.

Ulises hace lo que le indico y entonces le digo lo que le espera. -Ve a la casa de la mujer de bellos rizos. Se mostrará complacidad por tu visita. Te dará de beber en copa de oro, te tocará con su vara, te ordenará ir a la, pocilga y echarte entre gruñidos junto a tus compañeros. Pero tú, Ulises, no habrás de temer, pues ningún hechizo de Circe obrará en ti. Me percato de la mirada escéptica del paciente que desconfía de mis palabras. -Confía en mi saber -lo tranquilizo- y muéstrate remilgado cuando Circe te ofrezca su amor, también cuando te convide a su mesa a comer y beber en vajilla de plata, y laméntate por la pérdida de tus amigos. De este modo harás que la maga vuelva a tus compañeros a su estado natural. Los peludos verracos de nueve años se convertirán en lo que eran, jóvenes hombres de buena estatura y mejor conformación.

– ¿Por qué haría Circe semejante cosa? – inquiere el paciente.

– ¡Hasta los mismos dioses luchan en vano contra el amor! – le contesto-. Tú también hallarás satisfacción junto a la divina señora, pero cuidate de entregarte a Circe antes de haberle recabado su solemne juramento de que te dejará volver a casa.

– Se hará como tú lo aconsejas. ¿Y cuando la hechicera satisfaga mis deseos?

– Entonces corresponderás a los suyos durante un año y un día. Circe te dejará partir con vientos favorables hacia el norte, hacia los bosquecillos de Perséfone, donde se mezclan el Aqueronte, el Piiflegetón y el Cocito, los ríos silenciosos. En una cueva encontrarás al vidente ciego Tiresias entre hordas de difuntos, formaciones etéreas del reino de Plutón. El te dirá cómo regresar a tu casa, a Itaca.

De pronto, Ulises prorrumpe en sonoras quejas y maldiciones contra mí, porque cree que me burlo de su suerte. Entonces le ofrezco acompañarlo junto con sus camaradas.

El paciente se acerca a mí y me mira a los ojos.

– ¿Quién eres tú, anciano decrépito, y de dónde obtienes tu saber?

– Soy Imperator Caesar Augustus Divi Filius – le respondo-. Conozco tu destino, pues todos los que como yofluctúan entre la vida y la muerte, conocen el destino de los demás, pero no el propio.

VI

¡Oh, qué idus! La fiebre tira de mí y me zamarrea como el celidonio que en marzo doblega los árboles. Antonio Musa me administra bebidas amargas que no me traen ningún alivio. La vida es un tormento. Me he sorprendido en diálogo con aquellos que me precedieron en el camino a la muerte, como si yo hubiera muerto ya. Esto me proporciona un gran alivio, pero tan pronto la razón me devuelve a la realidad me aterra la idea de morir. La vida es terrible, la muerte un alivio. Vivir significa adivinar, morir es la certeza. La vista se me va al oeste. El sol se hunde en el espejo infinito. Avanza el crepúsculo, la noche. Me estremezco. Mi espejo. ¡Oh, no, no!

V

Por la noche emergieron del mar los dioses del Nilo con sus cabezas de cocodrilo y avanzaron raudos como naves por las aguas iluminadas por la luna. El pánico de verlos y comprender de pronto su raro lenguaje me paralizó, y no logré apartar la mirada de ellos.

– Yo soy Ra -dijo uno-, el caminante solitario del desierto celestial y el gran dios que se genera a sí mismo. También soy Kephaa, el dios del eterno cambio, que, escondido en el vientre de su madre Nut, modela y esculpe su propia forma. Soy el guardián del Libro de los Destinos, en el cual todo está escrito. Soy el ayer, conozco el mañana y la dirección de mi camino está determinada por el orden universal.

– Yo soy Tot -me inmiscuyó otro- y ayudo a Osiris a ganar con trampas y lazos. Yo estoy en todas partes y en todo momento: en el norte y en el sur, de día y de noche; de noche, cuando nació Sejlem, de noche, en la caída en medio de las tinieblas, de noche, cuando Horus fue heredero al trono, de noche cuando Isis se lamenté en Abidos, frente al sarcófago de su hermano, de noche, cuando las almas son sacrificadas con ocasión de la gran fiesta de la labranza; de noche, cuando Horus celebró su victoria sobre todos los enemigos. Soy el amo de la luna, nacido de la cabeza de Set, después que este comió la semilla de Horus.

– Yo soy Ptah -exclamó un tercero de cabeza calva-. El constructor del mundo, el que crea a las criaturas en su torno de alfarero y abre las bocas con herramientas de bronce. Creé este mundo con corazón y lengua y en mí se unifica lo masculino y lo femenino.

De repente, cayó del cielo un objeto luminoso que profirió plañidero estas palabras: – Yo soy Sehet, el radiante ojo de Horus, brillante como Ra, y destruyo la triple supremacía de Set con mi fuego devorador. ¡Viva el flamígero ojo de Horus, rodeado de fragantes nubes!

– ¡Pero qué -exclamó otro, y se desprendió de las sombras-, qué es aquello comparado conmigo, el ojo de Uzab con el brazo flexionado! Mía es la energía de la luz, pues yo soy el espíritu del fuego. Carezco de cuerpo, pero mi ojo abarca por si solo sesenta y tres miembros, no, sesenta y cuatro, si Tot no me ha engañado. Brillo durante la larga noche en la cuarta era de la tierra. Unicamente el que lleve mi ojo de lapislázuli o jaspe resurgirá en el mundo subterráneo.

– ¡Mírame a mí! -gritó a mis pies una voz horripilante-. Yo soy el demonio Sui, el de cara de cocodrilo, y mis dientes parecen cuchillos de pedernal. Mi alimento son las palabras del poder que arranco a los hombres por la fuerza y mi goce de la vida: los signos del zodíaco. Mis zarpas están provistas de terribles uñas candentes que inspiran eterno pavor. Yo, en cambio, nada temo tanto como la luz.

Ante mí surgió sorpresivamente del suelo una figura encordelada. Debajo de los brazos en cruz llevaba el cayado y el látigo. -Yo soy Osiris, el soberano del mundo, el sol en toda su forma nocturna, y domino todo el terreno. El hálito de mi nariz rebosa vida, energía y salud. Las palabras de mi boca borran el mal. Engendré a Geb, la tierra fecunda, di a luz a Met, la bóveda celeste. Los demás dioses se inclinan ante mí y obedecen mis órdenes. Mira la blanca corona de Atef sobre mi testa, mi atributo de rey de los hombres y de los dioses. Observo con ojo vigilante el corazón de los hombres y separo con cuidado la verdad de la mentira, la justicia del fraude, la virtud de la pecaminosidad, las tinieblas y la luz.