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Y, mientras hablaba con su voz cavernosa, Osiris se acercó a mí más y más y sus ojos de rojo fulgor resaltaron en su rostro cetrino. Me protegí los ojos con la mano, porque su vista me hizo estremecer. Percibí el aliento del dios sobre la mano, tan cerca estaba de mí, y entonces grité desesperado: – ¡Fuera, fuera de aquí, dios extranjero, nada tengo que ver contigo! Yo soy romano.

– ¡Di tu nombre! -me conminó la voz.

– Octaviano – respondí titubeante.

El dios elevó entonces su estentórea voz que resonó por la isla como trueno: -¡Tu, Imperator Caesar Augustus, destruiste el reino de mis hijos, tus soldados pisotearon nuestras imágenes y asesinaron como a reses de matadero a aquellos en los que se continuaba mi sangre. Te reíste de mí y me negaste cual si hubiera sido un fantasma, como sí no pudiera ser, lo que no debe ser. En este momento pesaré tu corazón, antes de que deje de latir.

Y mientras Osiris hablaba de esta suerte, sentí su mano sobre el pecho y no pude eludir su presión por más que retrocedí con trémulos miembros. Fuera de mí, me eché a un lado, y con la fuerza que todavía me han dejado los dioses, me incorporé y corrí como un desaforado. Corrí a ciegas a través de la noche, siempre cuesta arriba para alcanzar el pico más elevado de la isla y ni los gritos de los guardias fueron capaces de interrumpir mi carrera. Extenuado e inconsciente me quedé tendido donde a menudo antes había contemplado embelesado la extensión del mar.

Dos esclavos me encontraron allí sacudido por los violentos estremecimientos que provocaba la elevada temperatura. Unos pretorianos me bajaron a la villa. Pero ya no puedo permanecer por más tiempo en este lugar. Me marcharé de esta isla que tanto amé en otros tiempos, pues estoy seguro que los dioses del Nilo retomarán.

Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, empiezo a comprender que durante su vida nada afectó tanto al César como la conquista de la provincia egipcia; no la toma del país, sino más bien la muerte de Cleopatra, de la cual se sintió culpable. Cleopatra, que hizo perder la razón a Julio, su padre adoptivo, ha perseguido a Augusto hasta sus postreros días. Teme la venganza de los dioses egipcios, los teme porque se burló de ellos durante toda su vida.

Iv

Neápolis.

Me costó mucho trabajo hacer comprender a Livia por qué necesitaba abandonar esta isla, pero finalmente cedió a mi insistente ruego y abordamos la nave a toda prisa. Los remedios de Musa ya no surten efecto. Por momentos mi cuerpo enflaquecido se retuerce atormentado como el de un animal desollado, y experimento todo esto en estado de lucidez. Todos los que, a excepción de Polibio, dudan que esté realmente consciente y cuchichean a mis espaldas, Polibio es el único que conoce mis pensamientos, porque tan pronto termino un pergammo lo hace desaparecer y lo guarda en un lugar secreto. No puedo impedirle que lo lea.

¿Está obnubilada mi conciencia porque reparto oro entre el pueblo? La gente me vitorea en las calles, a mi, Caesar Augustus Divi Filius.

¿Está obnubilada mi conciencia porque coroné con ramas de hiedra a los marineros de una nave alejandrina?

¿Está obnubilada mi conciencia porque exijo que todos los romanos usen en esta ciudad túnicas griegas y que, los griegos, por su parte, lleven togas romanas?

¿Está obnubilada mi conciencia porque ofrecí un fastuoso banquete a los efebos y los observé cómo engullían y se embriagaban?

¿Está obnubilada mi conciencia por exteriorizar alegría e incitar a la juventud de la ciudad a saquear los árboles y arrojar determinados manjares?

¿Está obnubilada mi conciencia porque llamé Afrodita a Livia, a mi sensual amada, y Asclepio a Musa, mi curandero, ávido de dinero?

¿Está obnubilada mi conciencia…? De repente mis ligeros miembros se han tornado pesados como plomo.

III

¡Bailad, amigos, golpead la tierra con vuestros pies y lanzad gritos jubilosos! ¡Mirad cómo corren, saltan y arrojan la jabalina los jóvenes, ved cuánta es su alegría y cómo gozan en competencia gimnástica! ¡Ved a Caronte, el huesudo barquero con su cabellera de sierpes, cómo huye de las sibilantes lanzas!

Pasé el día en los Juegos Gímnicos que los griegos celebran en mi honor cada cinco años. ¡Qué extraño designio que el destino me concediera aún este día en que los jóvenes (a diferencia de lo que ocurre en Roma, donde la competencia ha degenerado en servicio de esclavos) se pasean desnudos en la rueda de los dioses y de los héroes, cada uno un Apolo, un Apolo que Mercurio vence en la carrera y a Ares y a Forbas en pugilato. Ved la velocidad que despliega Hermes, ved su vigor. Gimnasios y palestras llevan su nombre. Ved a Hércules, el pancracio, que se mide en combate con monstruos, y a Teseo, que domina todas las tretas en la lucha y el pugilato, y a Jasón, campeón en cinco competencias seguidas. Estos son los juegos de los griegos. Me estremezco cuando pienso en los juegos romanos o en lo que los romanos llaman juego.

Panem et circenses. Creo que los romanos harían César a un burro siles prometiera vientres saciados y ojos gratificados. Ya no es menester que Hércules domine monstruos, ni que Agamenón envíe su flota a cruzar el mar, hasta los terribles elefantes de Aníbal han sido domeñados. En el presente los romanos buscan a sus héroes en el circo, y los juegos, que en otro tiempo fueron un acto sagrado de acuerdo con el modelo griego, han degenerado en puro pasatiempo, en vicio y pecaminosidad que no pone barreras ni a las honorables matronas. So pretexto de honrar a los dioses inmortales, los romanos ansían juegos más novedosos y descabellados.

¡Por Júpiter! ¿Qué hay de pío en que toros salvajes claven sus astas en un gladiador, que su sangre salpique por doquier y los leones se ceben con sus entrañas? ¿Qué hay de pío en que durante las Floralias mujeres casadas se desnuden y recorran la ciudad pintarrajeadas como egipcias y realicen movimientos obscenos ante la gente? ¿Llamáis pío que en las Saturnales, cuya duración es de siete días y otras tantas noches, el amo comparta su lecho con la esclava y el esclavo con la señora de la casa? Si que es una rara piedad usar de pretexto las Liberales para mostrar a las mujeres penes descomunales. Era Pío exponer al fuego en esas ocasiones pasteles votivos y un particular signo de piedad que los romanos escupieran frijoles negros para ahuyentar a los lemures, pero estos antiguos ritos cedieron paso a los excesos eróticos. La piedad fue desplazada por la lujuria. Cien días de feriae en el año incitan a buscar cada vez más innovaciones, y muchos van de una fiesta a la otra tambaleantes por la ebriedad.

Entendedme bien, jamás fui un detractor de los goces de la vida, agité con pasión el cubilete y no vacilé en viajar a la provincia griega para asistir a sus certámenes literarios, pero lo que en suelo romano se designa ludi ya no tiene nada en común con el origen aqueo, es más farsa que imitación. Ningún pueblo de la tierra tributó mayores honras a sus juegos y a sus participantes que los helenos, independientemente de que la rama de olivo se otorgara por el sublime arte del canto, el drama o la rauda carrera. Así mensuraban aquellos para quienes la historia de su pueblo era sagrada, el período después del turno cuadrienal de sus juegos más importantes, y a ese lapso de tiempo no lo designaban según el nombre del conductor del pueblo, como haremos nosotros, que imponemos los nombres de nuestros cónsules, no, los griegos ponían a esos intervalos el nombre del campeón en la competencia de la disciplina más aclamada. Uno de estos "pies ligeros", como se los suele llamar aún hoy en día en la provincia aquea, "honrado como un atleta", era comensal vitalicio en el pritaneo, en el teatro se codeaba en la orchestra con los personajes más encumbrados del Estado, se cantaban sus logros en versos y su imagen era esculpida en mármol.