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He visto con mis propios ojos las estatuas de los campeones de Olimpia y leído acerca de sus proezas inscritas en bronce y en mármoclass="underline" las de Pulidamas, el vencedor del pancracio, que comprendía lucha, pugilato y carreras de cabalos y de carros. Se dice que era tan fornido que dominó con sus manos a un león en lo alto del Olimpo y mantuvo asido a un toro por las extremidades posteriores hasta que al animal se le desprendieron las herraduras. Con la fuerza de sus músculos consiguió detener los troncos de un auriga y le impidió continuar la carrera. Tanto confiaba en su ursino vigor que pretendió detener el derrumbe de una caverna de piedra con sus brazos, y su temeridad le costó la vida. Vila estatua de Timantes de Cleonas, un luchador experto en todas las disciplinas como Pulidamas, que a diario tendía un arco de grandes dimensiones para probar sus fuerzas, y el día en que estas le fallaron encendió una hoguera y se arrojó en ella. También vila estatua de Teagenes, venerada por los griegos y a la cual se atribuye la virtud de realizar curaciones milagrosas. Cuando apenas tenía nueve años, se dice, el rapaz cargó sobre sus hombros la estatua de un dios y la llevó a su casa, y cuando se hizo hombre su ambición de descollar en las competencias deportivas lo llevó de victoria en victoria. Durante su vida, Teagenes obtuvo 1.400 coronas en carreras, boxeo y todas las destrezas imaginables. Lo recuerda una estatua de bronce. Aun después de muerto Teagenes, un atleta que nunca había podido vencerlo flagelaba noche a noche el bronce, hasta que la estatua se desprendió del pedestal y aplastó a su profanador. De acuerdo con la ley draconiana, que castigaba con el destierro aun a los objetos inanimados, los eleos echaron la estatua al mar, pero a partir de ese momento la tierra de Olimpia no dio más frutos y la gente acudió a Delfos para pedir consejo a Apolo. El omnisciente les respondió por boca de la pitia que la tierra no volvería a ser fecunda hasta que rescataran a Teagenes con todos los honores. Los pescadores zarparon en sus barcas y tendieron las redes en el fondo del mar hasta encontrar lo que buscaban, llevaron la estatua a tierra y la colocaron en su lugar original. Aconteció entonces lo vaticinado por Apolo: la tierra se cubrió de verdor y dio nuevos frutos.

Los griegos no conocen la crueldad sanguinaria de nuestros juegos, y les repugna. En este sentido soy más griego que romano, pues no quiero ni puedo ver sangre. Me provoca náuseas y vómitos. La sola idea de vientres abiertos y cuerpos desmembrados me revuelve las entrañas. Pero esto es precisamente lo que los romanos quieren ver. ¿Por qué soy tan distinto a ellos?

Cuando era joven y recibí la herencia de mi divino padre, Atia intentó acostumbrarme por la fuerza a ver sangre fresca, y me obligaron a presenciar los sacrificios practicados por el sacerdote en honor a Júpiter Capitolino. Con mano rápida clavaba el cuchillo en el cuello del toro atado y la sangre manaba entonces como un torrente en las fuentes colocadas más abajo, en cuya superficie se formaba espuma de claras burbujas. El olor dulzón y las ropas ensangrentadas del sacerdote me provocaban violentos escalofríos. Más de una vez perdí el sentido y tuvieron que llevarme fuera del templo.

No dudo de las buenas intenciones de mi madre cuando me mandaba asistir una y otra vez a esas ceremonias cruentas, y un día que me rebelé me acompañó al templo de Júpiter Capitolino, para darme un ejemplo de su valentía. Pero sucedió que ese día Lucio Sulpicio, el veterano y diestro sacerdote encargado de los sacrificios, fue reemplazado por un joven inexperto. Se llamaba Severo y realizó su tarea con tan poca destreza que la sangre saltó de la garganta del toro en un chorro que describió amplia parábola y manchó la túnica de Atia a la altura del pubis. Desde entonces evité presenciar sacrificios en el templo, más aún, solo pensar en sangre fresca me hace brotar sudor en la nuca y me pone la carne de gallina. Tenía la esperanza de que la repugnancia por la sangre moriría de muerte natural a medida que avanzara en edad (no hay mejor médico para el alma que el tiempo) pero me equivoqué. Hasta el día de hoy la vista de la sangre me perturba, porque recuerdo a mi madre con sus ropas manchadas, y por esta razón aborrezco los juegos romanos.

Aborrezco las sanguinarias orgías con animales y personas, pues no son otra cosa los espectáculos en nuestros teatros. Alaridos mortales y lamentos de dolor resuenan en las galerías, donde antes el público escuchaba lleno de respeto y emoción la palabra del poeta y por todas partes campea el maligno placer de ver morir. Cuando el gladiador levanta su espada para hundirla en el cuerpo del adversario derrotado, cada romano se siente héroe. ¡Ay, si Horacio no hubiese pronunciado jamás las sublimes palabras Dulcet decorumst pro patria mori! Hoy se muere por diversión, para regocijo de las masas. Morir por la patria se considera una estupidez, algo que se les deja a los mercenarios extranjeros. ¿Quién mueve aún una mano por amor a la patria?

Ha quedado demostrado, por otra parte, que la prohibición de estos bárbaros juegos seria algo tan insensato como prohibir a los romanos comer y beber, pues ludi et circenses se ha convertido para muchos en la razón de su vida. En curiosa armonía se mezclan en las gradas ricos aburridos y chusma a la que le espanta el trabajo, para gozar juntos de la borrachera de la sangre, y las diferencias de clase, con harta frecuencia motivo de disturbios y guerras civiles, desaparecen ante las miradas ávidas. Aunan sus gritos en demanda de sensaciones más novedosas, y yo me pregunto: ¿cómo concluirá todo esto? ¿Cómo se satisfará en el futuro la sed de sangre de los romanos? ¿Qué espectáculo atroz espera ver aún la gente cuando ya luchan hombres contra animales, mujeres contra hombres, senadores contra esclavos?

El pasado enseña que la sangre siempre exige más sangre, así como la guerra exige nuevas guerras.

Hace precisamente un centenio *, Lucio Sila mandó a los arqueros mauritanos abatir leones salvajes en el circo, y a la vista de las bestias agonizantes muchos creyeron que nada podría superar semejante despliegue de crueldad. ¡Craso error! Pompeyo envió a la arena a dieciocho elefantes y los enfrentó a criminales condenados, provistos de una lanza como única arma para luchar por su vida… al menos eso creían los infelices, pero ninguno sobrevivió. Irritados por su propia sangre y el ataque de los reos empeñados en clavarles sus picas en los ojos, los paquidermos dieron horrenda muerte a sus provocadores. Cicerón se lamentaba en aquel momento, preguntándose cómo una persona culta podía encontrar divertido que un hombre débil fuera destrozado a la vista de todos por una enorme bestia o que un magnifico espécimen de la fauna exótica fuese atravesado por una pica.

Hoy me inclino a creer que Pompeyo obraba con deliberación. No le importaba tanto la dudosa diversión de la gente como el poder absoluto. Pretendía que los romanos se acostumbraran a ver sangre, un espectáculo que se tomó cotidiano durante la guerra civil. Ya pasó el tiempo de las guerras civiles, y también las guerras con otros pueblos se nos han vuelto ajenas como nunca, pero no nos libramos del espectáculo de la sangre. Ciertamente, parecería ser que la sangre en el circo es un sustituto de la sangre no derramada en el campo de batalla. Esto es un sacrilegio. La sangre que tan poco nos preocupa dentro del propio cuerpo, aun cuando nos mantiene vivos, despierta un placer morboso cuando mana de la carne de otro, del cuerpo desnudo e inerme de un semejante. Esto es inicuo. Los romanos estamos embruteciendo con enfermiza pasión, el César ha degenerado en animal de guía de una feroz manada. ¡Qué ignominia! ¡Oh, qué verguenza ser emperador de semejante pueblo!

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* Centenario [Nota del escaneador].

[*1]Falta en el original, se sobreentiende la errata.

[*2]En el original impreso figura Cuid, inexistente en latín.