¿Podía sospechar que la influencia de Escribonia, su madre, que se apoderó de Julia en aquel entonces tendría consecuencias tan devastadoras? Escribonia la arrastró a las bacanales organizadas por artistas, y bailarines; de noche las encontraba en el foro acompañadas de la peor canalla donde profanaban la tribuna del orador, el podio de los grandes del Estado, con sus bromas groseras. Recordando a mi divino padre Cayo Julio César, quien dio a su hija a su mejor amigo (Pompeyo y Julia llevaron un matrimonio feliz, si bien el destino puso un fin abrupto a la unión), la confié en manos de Agripa después de un largo año de duelo.
El viejo, pensé (Marco Vipsanio Agripa ya contaba 23 años al nacer Julia) sabría domesticar a esa impetuosa criatura. A la sazón había consumido a dos mujeres en sendos matrimonios y, por Hércules, no llevaba una vida lo que se dice contemplativa. ¡Qué hombre! A intervalos de un año, le hizo a Julia los siguientes hijos: Cayo César, Vipsania Julia y Lucio César. Pasaron tres años y vinieron entonces Agripina y Agripa. A este último se le puso el apelativo Póstumo. Me cuesta ocultar las lágrimas, pues Agripa, el muy amado, murió al regresar de Panonia.
Los padres de hijos varones imponen constantemente escalas más altas, en cambio los padres de hijas mujeres son ciegos: si sólo hubiera barruntado lo que ya sabía media ciudad en aquel entonces, jamás hubiese apremiado a Tiberio, el hijo del primer matrimonio de Livia, para que se divorciara de Vipsania Agripina y tomara por esposa a Julia. Ciego como el ebrio hijo de Neptuno se me pasaron inadvertidos el vicio y los amoríos de Julia con hombres inmorales como Sempronio Graco, Julio Antonio, Tito Quinctio, Apio Claudio Pulcro y Cornelio Escipión, para nombrar sólo a los de peor fama, en cuyos brazos se arrojaba. Sordo como los acompañantes de Ulises respecto del canto de las sirenas, deseché las advertencias de Livia en el sentido que una hija jamás es igual a su padre; por el contrario porque sus caracteres son tan distintos, se atraen como la costa y la corriente.
Todos deben saber esto: nunca profesé afecto a Tiberio, a quien adopté por insistencia de Livia y llamo infortunado al pueblo de Roma que estará entre esos dientes que trituran tan lentamente. Sin embargo, Tiberio César Augusto no merecía el castigo que le preparó Julia. ¡Cástor y Pólux sean indulgentes! Aun cuando su carácter tan desdeñoso para con las personas me resulta una crueldad, ¿no debo reconocer al mismo tiempo que Julia lo llevó a tan tétrico carácter?
Tiberio no es hacedor, jamás lo será, pero es una excelente herramienta. Todo cuanto hace por orden superior, culmina en la realización del cometido. Así, en esos días le confié el census, listas de ciudadanos para su recuento per cápita, para la evaluación de sus bienes y para el reclutamiento de soldados jóvenes. Nadie creía que la Pax Augusta tenía como gestor sólo palabras y pactos, si vis pacem, para bellum.
Tiberio no podía amar a Julia, hoy tengo la plena certeza. Su verdadero amor era para Agripina y jamás se sobrepuso a su separación. Recuerdo un encuentro fortuito que Fortuna dispuso arbitrariamente en el parque de Mecenas. Ambos se quedaron frente a frente en silencio, los ojos llenos de lágrimas hasta que finalmente se separaron dolientes, cada cual en dirección opuesta. Ese día ordené a los pretorianos que los vigilaran para evitar que sus caminos volvieran a cruzarse.
En estas condiciones el matrimonio de Julia y Tiberio estaba condenado al fracaso de antemano. A los pocos días, el hijo evitó el tálamo de mi hija, y un niño nacido inesperadamente en Aquilea y que no llegó a sobrevivir el puerperio, se consideró un presagio de desgracia. De allí en adelante, Julia y Tiberio se eludieron y sólo se los vio juntos en la ceremonia fúnebre de Druso, el hermano de Tiberio.
A pesar de la advertencia de los presagios adversos, Druso fue al alto Norte a pelear contra los catos, queruscos y suebos y murió de agotamiento. Tiberio llevó sus restos a Roma y durante todo el trayecto fue a la cabeza del cortejo. Yo pronuncié la oración fúnebre en el Circo Flaminio. En ese momento me encontraba en una campaña y no pude cumplir los ritos usuales en honor de sus victorias con la simultánea entrada al pomerium. Mandé poner sus cenizas en mi mausoleo.
En aquella ocasión, Julia organizó la distribución de alimentos entre las mujeres con más resistencia a la obediencia de mis órdenes que simpatía hacia su difunto cuñado, y todo cuanto hay que decir sobre Julia de aquí en adelante, más valdría callarlo. Si no le estuviera reservada a los dioses y a sus descendientes análoga injusticia, dudaría de mi divinidad. Por lo tanto, este disgusto no es para mí sino prueba de mi origen divino como Caesar Divi Filius.
Para castigar a su padre y a su legítimo esposo, Julia no sólo practicó su depravado cambio de vida en las casas de conocidos bribones de la ciudad, no, como se paseaba con bailarines y actores sobre los escenarios, cualquiera podía hacerse una idea de su conducta. Tiberio, quien pasaba más tiempo en las provincias que en Roma, no podía ni quería reprimirla, y mis exhortaciones y advertencias no hallaban eco alguno, por el contrario, eran un desafío a entregarse al más desenfrenado libertinaje. Cuando pienso en los beneficios y perjuicios de mis admoniciones, recomiendo a los padres tolerancia frente a los problemas generacionales, pues si al principio sólo imperó entre mí y Julia una diferencia de mentalidad, una forma distinta de interpretar la moral y las costumbres, degeneró luego en una abierta hostilidad. Al respecto, contestadme esta pregunta: ¿qué es mejor, un extraño o un enemigo?
A más de un filósofo no le alcanzó su sabiduría. Cuando reconocí mi error, ya era demasiado tarde. Ni los infames asesinos de mi divino padre, ni las salvajes hordas de Germania me demandaron tanta fatiga como luchar con Julia, mi propia hija. En mi decimotercero consulado trascendió que junto con Tulo Antonio, el hijo de Marco Antonio, forjaba un complot contra su esposo y su propio padre. Hay un límite en el cual se enfrentan el amor paternal y la estupidez. En consecuencia, debí proceder. Procesé a Iulo en un juicio justo: fue condenado y ejecutado. Yo, su padre, envié a Julia el acta de divorcio actuando en representación de Tiberio, quien estaba en Rodas entregado a la vida contemplativa, tal como Horacio en su sabinum, y la desterré a la isla de Pandataria, donde la tierra es peñascosa y árida y lleva a pensamientos sombríos. El hecho de que Escribonia, su madre, la acompañara por propia voluntad me demuestra que ambas tenían asuntos en común. Aquellos que antes se habían quejado de la vida ligera de Julia, exteriorizaron su disgusto por el rigor del padre, y el propio Tiberio pidió clemencia y dispuso que se permitiera conservar a la proscripta todos sus regalos. Al igual que el atrevido poeta en la lejana Tomi, Julia escribió cartas plañideras, suplicaba un día por su vida y otro por la muerte, y falsa como una víbora, su madre no le iba en zaga en su lloriqueo. Durante cinco años no mostré clemencia alguna. Bajo el consulado de Lucio Aelio Lamia y Marcos Servilio autoricé a Julia a abandonar la isla, le legué una renta anual y la mandé a Regio, en el extremo sur del territorio, donde moran Escila y Caribdis, uno, un monstruo de doce pies, seis cabezas y horribles fauces, el otro un engendro que sorbe tres veces al día el agua del mar para volver a expulsaría con tremendo rugido. ¡Que Escila y Caribdis se lleven a la madre y a la hija! No quiero volver a verlas.