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Hesíodo, el poeta de Beocia, afirma que la corneja vive nueve veces más que el hombre, el ciervo tanto como la corneja y el cuervo tres veces lo que el ciervo. Eso es absurdo, dicen nuestros sabios, sin embargo, quién duda que todos esos animales aventajan al hombre en longevidad. ¡Ah si fuera un ciervo, un cuervo, por Hércules! Hasta me conformaría con ser una corneja. Hoy comenzaría una nueva vida. No es que crea que vaya a hacerlo todo mejor, no, pero impondría a mi vida como meta no dejarse llevar por el destino. Tu destino no es sino una imagen de tu carácter. Si echas una mirada retrospectiva a tu destino, reconocerás tu carácter. Mas si conoces tu carácter (aquí me atasco, pues ¿quién es capaz de decir que se conoce a sí mismo?) tu destino también te será designado.
A fin de que el hombre no vaya al encuentro de la vida con arrogancia por este conocimiento, los dioses encomendaron a las parcas echar velos y niebla sobre los individuos: Nona, la que hila el hilo de la vida; Décuma, la que te lleva con el poder del viento huracanado, y Morta, la vestida de negro, que corta el hilo a su antojo. De este modo, jamás sabes si has sobrepasado el punto culminante de la vida, si has gozado de la dicha en su forma suprema, si has superado la desgracia.
Si después de larga postergación, la esperanza te promete un suceso, el tiempo se extiende como la cuerda de un arco y parece interminable como la carrera del sol. Sin embargo, es ilusorio que el tiempo se extienda… observa tan sólo la cuerda del arco: ni el mismo Ulises, que lo tendió con la ira del hombre humillado que retorna a casa después de largos años de odisea, fue capaz de alargar la cuerda, sólo dio esa impresión. Si hallas satisfacción en la vida porque Fortuna te es benigna y Venus te saluda con policromos velos de seda, entonces, caro amigo, este tiempo se te antojará brevísimo en su fugacidad y se te escapará de las manos. Si echo una mirada a mis 76 años vividos, las distancias son por igual cercanas y lejanas, sólo se encuentran en la senectud y en la juventud. La juventud se nutre de sueños, la vejez de recuerdos, y tanto una como la otra parecen interminables. Pero en la mitad de la vida el tiempo huye más a prisa que el viento que mueven en primavera las golondrinas con su aleteo, y jamás se logra retener un día. Horacio Flaco, sobre cuyo sepulcro lloré como un pequeñuelo, aun cuando nunca fue mi amigo como se afirma (le he perdonado hace tiempo que en Filipo luchara con los asesinos de mi padre y abandonara su escudo en actitud deshonrosa) escribió uno de sus cantos más bellos: Carpe diem. Lo transcribo de memoria porque deseo que perdure por siempre como el Imperio que yo creé.
¡Vive el día!
¡Oh, Leuconoe, jamás quieras escudriñar, lo que es malo saber! Cuánto tiempo de vida nos concederán los dioses benévolos.
Tampoco intentes interpretar supersticioso los números caldeos, pues en verdad, obrarás con más sabiduría si obedeces la voluntad de los dioses.
Ya sea este el último invierno, ya sea que Zeus añada otros que estrellen el mar Tirreno contra la roca viva, espera y enyesa tu vino, también adapta tu esperanza al tiempo. Mientras platicamos, se nos escapa la fugaz juventud,
¡Vive el día y no penes por el mañana engañoso!
Hubiera dado la mitad de mis más preciosos años, si alguna vez hubieran fluido de mi pluma palabras como estas. ¿Acaso el placer supremo no es ser poeta? Los poetas curan las heridas abiertas por la razón. Ellos son los verdaderos legisladores. En mi vida entera jamás conocí a un hombre más alegre que Horacio Flaco, quien, consciente del poder de sus palabras afirmaba que jamás moriría del todo, pues se había erigido su propio monumento con palabras, mucho más duraderas que el bronce. Y yo, Caesar Augustus Divi Filius me pregunto hoy ¿cuánto durará mi fama? ¿Acaso no empieza a desmoronarse ya el prestigio de mi divino padre Cayo Julio César? ¿Acaso Farsalia no es para muchos sólo el nombre de una ciudad, al borde de la planicie tesálica, aun cuando allí se hundió la República? ¿Y Sila, el gran dictador? La guerra de Yugurta y aquélla contra Mitrídates no tienen lugar en la memoria de la mayoría de los romanos, porque en el ínterin se libraron batallas más grandes y grávidas en consecuencia. Vacilo, pues, y dudo que el nombre del divino Augusto perdure más allá de cien años, que no se abata como la rama cargada de frutos, que no se quiebre y se extinga y se hunda en el olvido tan pronto madure la nueva cosecha.
¿No traje al Lacio épocas doradas? ¿No planté nuestros mojones fuera de la trayectoria anual del sol? ¿Quién negará que hay garamantes de mirada tétrica y britanos chapurreros, cuyo idioma sólo entienden los cuervos, que tiemblan a un mero meneo de mi diestra, que esta diestra impera sobre las Columnas de Hércules como sobre las estepas meóticas o del Caspio, y que los indos de piel oliva me ofrecen sacrificios? El Nilo de siete desembocaduras está en manos romanas y asimismo el Danubio delimitador de fronteras, cuyos orígenes los griegos buscaron en los Ripeos, hasta que Tiberio los descubrió en Retia. Virgilio no era un adulador cuando decía que otros podían crear ciertamente esculturas en bronce de formas más blandas y arrancar al mármol rasgos más llenos de vida, defender mejor el derecho y calcular con el compás las órbitas del firmamento y anunciar con exactitud la ascensión de las estrellas, pero a los romanos les competía dominar al mundo, imponer la cultura y la paz, proteger a los sometidos y subyugar a los rebeldes. ¡Por Júpiter, yo no actué de otro modo!
XCIV
Yo quiero ocultarlo: esta mañana cerré las puertas de mi cubiculum, me asomé ávido a la plata del espejo, y cuando aparté la vista de mi imagen, el sol iluminaba el mediodía. Casi no me doy lujos aparte del espejo, cuyo dorso está guarnecido en oro y su mango de marfil reproduce a la ninfa Eco que sostiene en alto un arco. El arco sirve de marco al espejo. El oro y la plata son de la máxima pureza y fueron probados con piedra de Lidia.
Hasta mi muerte, debe quedar en secreto que nada amo tanto como contemplarme al espejo. Ni las flores en primavera, ni los frutos otoñales, ni el regazo de una virgen, ni siquiera los senos fluctuantes de una perfumada meretriz excitan mis sentidos como el espejo con mi imagen reflejada. Ciertas personas aborrecen su propia imagen, yo amo la mía desde hace ya sesenta años.
Al igual que Narciso, a los dieciséis años descubrí por primera vez mi otro yo, por un lado fascinado y por otro perplejo, pues (así contestaron a mis torturantes preguntas) nadie sino yo mismo me miraba desde el espejo, efectos del aire rebotado que vuelve a llegar a los ojos. Desde entonces los espejos ejercen en mí el efecto de un dulce veneno, y gozo la plata centelleante como un consuelo en el dolor, como placer en la alegría, maravilloso en su propiedad de obedecer a aquel que se mira en él. Los espejos combados como una copa amplían el ojo, la nariz y todo cuanto se les acerca. Los espejos de varias curvaturas como las tetas de una loba preñada te muestran un pueblo entero, aun cuando sólo se mire en ellos una sola persona. Los espejos distorsionantes como los del templo de Esmima tuercen y alargan tus miembros, y la imagen grotesca que ves te infunde horror o te mueve a risa y todo sucede por la variedad de forma de múltiple aplicación que le dan a la plata: ahuecada caliciforme, hundida en el centro como un escudo tracio, realzada, al través o torcida, inclinada hacia adelante o hacia atrás.