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– Pudiera ser. Quién sabe. No hay forma de saberlo. No se sabrá jamás. De todos modos, menos mal que no le dio tiempo a hablar.

– Sí habló, Harry. Ya lo ha oído. Le dijo algo al sacerdote.

– Qué demonios, jefe, eso fue una confesión. Un moribundo que se confiesa no habla… no habla de asuntos profesionales.

– ¿Cómo podemos saberlo? -dijo Tynan haciendo una mueca-. Llámelo usted como quiera, confesión o lo que le parezca, pero lo cierto es que Noah antes de morir habló con alguien acerca de algo que le preocupaba. Habló, ¿me ha entendido usted? Deseaba hablar con alguien acerca de algo urgente, y lo consiguió después de todo. Y eso no me gusta. Quiero saber acerca de qué habló Noah y cuánto habló. Quiero saberlo.

El automóvil había empezado a descender por la rampa que conducía al sótano del edificio J. Edgar Hoover.

Adcock se sacó un pañuelo, tosió y después expectoró contra el mismo.

– Va a ser muy duro de pelar, jefe -dijo finalmente.

– Todos son duros, Harry. Pero, al cabo de un rato, ya no lo son tanto. Seamos sinceros, Harry. Los duros de pelar son nuestro pan de cada día. Nuestro jefe, el mismo J. Edgar, solía decirlo. Los duros de pelar son nuestro pan de cada día. Vivimos de ellos. Nos mantienen. La misión de la Oficina consiste en hacer que la gente hable. Sobre todo cuando la gente está al corriente de información susceptible de poner en peligro la seguridad del gobierno. No hay razón para que el padre… como se llame…

– El padre Dubinski Pertenece a la iglesia de la Santísima Trinidad de Georgetown. Es la que frecuentan todos los católicos del gobierno.

– Bueno, pues ahí es donde quiero que vaya usted, Harry. La Oficina obliga a hablar a la gente y no veo por qué ese Dubinski iba a constituir una excepción. Creo que ya es hora de que vaya usted a la iglesia. Hágale a ese buen padre una visita amistosa. Averigüe lo que le dijo el viejo Noah en sus últimas palabras. Averigüe todo lo que sepa ese Dubinski. Si sabe lo que no debiera saber, ya encontraremos el medio de hacerle callar. Harry, me gustaría que se encargara usted de ello inmediatamente.

– Jefe, usted sabe que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa. Pero esta vez creo que no tenemos ninguna probabilidad.

– ¿Ah, no? Pues, yo digo que tenemos todas las probabilidades del mundo. Es más, digo que no puede usted fallar si maneja el asunto como es debido. Por el amor de Dios, Harry, no le estoy pidiendo que se presente allí desarmado. El Departamento realizará primero un completo estudio sobre el padre Dubinski. Esos amantes de Dios no son distintos de los demás mortales. Ya conoce nuestro axioma. Todo el mundo tiene algo que ocultar. Y lo mismo le ocurre a un sacerdote. Es humano. Debe de tener vicios. O haberlos tenido. A lo mejor hasta se emborracha. A lo mejor se tiró una vez a un muchacho del coro. Tal vez se tira en el retrete a la chica de dieciocho años que le arregla la casa. Quizá su madre era comunista. Siempre hay algo. Va usted a ese amante de Dios con lo que él no ha confesado y se lo echa en cara. Y entonces ¡vaya si hablará! No conseguirá usted que se calle. Nos dirá lo que sea a cambio de nuestro silencio.

El automóvil había llegado a la segunda planta del sótano y se había detenido en el lugar reservado al director.

Tynan miró hacia adelante y permaneció inmóvil unos momentos:

– Lo estoy diciendo muy en serio, Harry. Estamos demasiado cerca del triunfo para permitir que cualquier cosa nos vaya mal. Deje todo lo demás. Es una cuestión de la máxima prioridad. ¿De acuerdo, Harry?

– De acuerdo, jefe. Está hecho.

Tras regresar del entierro, Vernon T. Tynan se pasó dos horas trabajando en su escritorio. Después, exactamente a las doce cuarenta y cinco, se levantó del asiento, se dirigió a su cuarto de baño privado para refrescarse, extrajo del archivo de alta seguridad una de las carpetas correspondientes a materias «oficiales y confidenciales» y se dirigió rápidamente hacia el ascensor.

Abajo, en la segunda planta del sótano, entre la sala de tiro y el gimnasio, encontró a su chófer aguardando todavía junto al automóvil.

– Alexandria -le dijo Tynan al chófer.

– Sí, señor -dijo el chófer automáticamente, y segundos más tarde ya se encontraban en camino.

Era sábado. Y todos los sábados a aquella hora, tal como venía haciendo desde que se había convertido en director de la Oficina de Investigación Federal, Tynan se entregaba al sagrado ritual de acudir a almorzar en compañía de su madre.

Se había enterado, algunos años después del fallecimiento de J. Edgar Hoover, de que El Viejo había vivido con su madre, Anna Marie, hasta la muerte de ésta, acaecida en 1938. Hoover había tratado a su madre con deferencia y respeto, y Tynan se había tomado aquel ejemplo muy en serio. Sabía que los grandes hombres siempre habían reservado para sus madres un importante lugar de su corazón. No sólo Hoover. Bastaba pensar en Napoleón. Lo malo del país era que no había suficientes jóvenes ni suficientes personas maduras que respetaran a sus madres. Habría menos criminalidad si los jóvenes descarriados empezaran a visitar a sus madres con regularidad en lugar de entregarse a las armas de fuego y a sus juergas del sábado por la noche.

Al llegar, y una vez el automóvil se hubo detenido frente al edificio en el que había adquirido un cómodo apartamento de cuatro habitaciones para su madre, Tynan le recordó al conductor:

– Una hora.

– Una hora, señor.

Tynan penetró en el edificio y giró a la izquierda hacia la puerta del apartamento. Poseía una llave de la puerta y otra de la alarma. Pulsó el rojo timbre de alarma para ver si estaba conectado o no. No lo estaba. Tendría que recordarle de nuevo a su madre que dejara la alarma siempre conectada, incluso cuando estuviera en casa. Todas las precauciones eran pocas en una época en la que tanto abundaban los gamberros, los asesinos y los terroristas de izquierda. No sería nada extraño que algunos conspiradores revolucionarios intentaran irrumpir en la residencia de la madre del director del FBI con el fin de llevársela como rehén y solicitar por ella algún rescate increíble, como, por ejemplo, la libertad de los cientos de extremistas de izquierda que en aquellos momentos se hallaban encerrados en las penitenciarías federales (que era el sitio que les correspondía). Sí, tendría que alertar muy en serio a su madre.

Introdujo la llave en la ranura, abrió la puerta y entró. La encontró en su sitio de siempre: en el sillón acolchado frente al televisor.

– Hola, mamá.

Ella levantó una mano surcada por las venas sin mirarle, totalmente enfrascada en las extravagancias que estaban teniendo lugar en la pantalla del aparato. A pesar de verla absorta en su programa preferido, Tynan se le acercó y le dio un beso en la frente. Ella le correspondió con una rápida sonrisa y después se acercó el índice a los labios.

– El almuerzo está preparado -dijo-. El programa está a punto de terminar. Quítate la chaqueta.

Volvió a prestar toda su atención a la pantalla y al momento, llevándose las manos a los costados, se echaba a reír estrepitosamente.

Tynan dejó sobre la mesa la carpeta que traía consigo, se quitó la chaqueta y la colgó cuidadosamente en el respaldo de una silla. Sacó un cigarro puro del bolsillo superior, le quitó la envoltura, mordisqueó su extremo y le acercó el encendedor a una distancia de un centímetro (tal como hacía siempre el presidente), aspirando y gozando de su aroma.

Permaneció de pie fumando al lado de su madre y contemplando con ella el estúpido programa, y después la miró con orgullo.

Se había portado bien con su madre. Si J. Edgar Hoover le hubiera podido ver en aquellos momentos, sin duda le hubiera elogiado.

A sus ochenta y cuatro años, Rose Tynan estaba tan sana como un habitante de Abjasia -no, eso era un sitio comunista-, como un habitante de Vilcabamba -mucho mejor-, como una campesina de Vilcabamba. Era una irlandesa de pies a cabeza, fornida y de anchas espaldas, con las farináceas facciones de una patata irlandesa. Teniendo en cuenta su edad, se encontraba en muy buen estado, si se exceptuaba un leve encorvamiento, una pierna artrítica y algún que otro fallo ocasional de memoria.