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Collins sacudió la cabeza.

– No lo creo. De ninguna manera. Paul, pertenezco al Departamento de Justicia. Llevo en él dieciocho meses, ocupando distintos cargos. Sé lo que ocurre en el Departamento. Tú estás lejos de él. Y ese joven asambleísta tuyo, Keefe, también lo ve todo desde fuera. No tiene ni la menor idea.

Hilliard no quería darse por vencido. Se aseguró bien las gafas sobre el caballete de la nariz y dijo muy serio:

– Pues, a juzgar por la conversación telefónica que mantuvimos, se diría que sabe muchas cosas. Sabe también algunas otras que no son muy bonitas que digamos. No tienes por qué fiarte de mi palabra, Chris. Averígualo tú mismo directamente. Antes me has dicho que es muy posible que tengas que trasladarte a California muy pronto. Estupendo. ¿Por qué no dejas que te presente a Olin Keefe? Así podrás escucharle tú mismo. -Hizo una pausa.- A menos que por algún motivo no quieras hacerlo.

– Ya basta, Paul. Me conoces muy bien. No existe ningún motivo por el que no quiera conocer esos hechos… si es que efectivamente son hechos. No soy hombre de contubernios. Me interesa la verdad tanto como a ti.

– Entonces, ¿estás dispuesto a ver a Keefe?

– Concierta la entrevista y acudiré, sí.

– Espero que con mentalidad abierta. El destino de toda esta maldita república puede depender de lo que ocurra en California. No me gustan algunas de las cosas que están sucediendo en California en estos momentos. Por favor, escucha todo lo que tenga que decirte, Chris, y después decide.

– Lo escucharé -dijo Collins con firmeza. Luego tomó la carta- La salsa de este pato resultaba un poco amarga; vamos a saborear algo dulce para variar.

Al día siguiente, exactamente a las doce del mediodía, tal como había venido haciendo una vez por semana desde hacía seis meses, Ishmael Young llegaba al sótano del edificio J. Edgar Hoover procedente de su casita alquilada de Fredericksburg, Virginia. A pesar de que era domingo, sabía que en aquel crucial período todos los funcionarios del Departamento de Justicia y del FBI trabajaban siete días a la semana. Tynan le estaría aguardando. Young aparcó en el sótano, descendió no sin esfuerzo de su rojo deportivo de segunda mano y se reunió con el agente especial O’Dea frente a la puerta del ascensor privado del director. A veces le esperaba el director adjunto Adcock. Hoy era O’Dea, el que fuera estrella del atletismo, con su cabello casi cortado al rape.

Ascendieron hasta el séptimo piso, se despidieron y Young echó a andar -con su magnetófono y su cartera de documentos- por un pasillo que separaba dos hileras de despachos. Instantes después entraba en la suite del director Tynan.

A continuación, en el espacioso despacho de Tynan sobre la avenida Pennsylvania, Young acercó un pesado sillón a la baja mesita circular, lo colocó de cara al sofá en el que el director iba a tomar asiento, sacó sus papeles y se dispuso a esperar. A las doce y cuarto, Beth, la secretaria de Tynan, colocó sobre la mesita una cerveza para el director y una Pepsi-Cola de dieta para el escritor. Después trajo dos paquetes de comida ya preparada suministrados por una charcutería de la cercana calle Nueve. Dispuso la sopa de crema de pollo y el queso fresco para el director y la ensalada de pepinillos, huevo, cebollas y patatas para el escritor, y se marchó. Al final, tras decirle a alguien a través del teléfono que no deseaba que le pasaran llamada alguna a excepción de las del presidente, Tynan se levantó de detrás de su impresionante escritorio y cerró con llave desde dentro las dos puertas del despacho. Después, pasando junto a Young, se dirigió al cuarto de baño, y un minuto más tarde emergía refrescado frotándose las manos y se dejaba caer en el sofá tomando un sorbo de cerveza.

A Vernon T. Tynan le encantaban aquellas sesiones autobiográficas. Sin duda porque se referían a su persona.

Ishmael Young las aborrecía.

A Young le gustaba el FBI pero le desagradaba el director Tynan. Le gustaba el FBI no por su razón de ser, sino porque era impecable y suavemente eficaz, cosa que Young no era. Le gustaban todas las grandes organizaciones que funcionaban como es debido -la IBM, el partido comunista ruso, el Vaticano, la Mafia, el FBI-, independientemente de lo que representaran. Le desagradaba la forma en que esas máquinas mastodónticas manipulaban y explotaban a la gente, pero le gustaba la eficacia con la que tales organizaciones -más importantes que la vida- conseguían hacer las cosas sin esfuerzo. Él casi siempre tenía que hacer las cosas con un lápiz, una máquina de escribir y un revoltijo de papeles, a tontas y a locas, presa de la tensión nerviosa, y eso no era vida.

Estimaba y respetaba al FBI como organización desde aquel día hacía seis meses en que, antes de celebrar su primera sesión con el director Tynan, el director adjunto Adcock le había acompañado en un recorrido por la Oficina con el fin de que captara el ambiente. Una parte del recorrido había sido de carácter turístico. Más de medio millón de turistas acudían anualmente a visitar la sede de la organización. Young no se lo reprochaba. Resultaba muy emocionante: la Galería de Criminales Famosos, en la que se exhibían las verdaderas armas de John Dillinger, su chaleco antibalas y su mascarilla mortuoria; «El Delito del Siglo: El caso de los Espías de la Bomba A», presentando a Julius y Ethel Rosenberg; la Lista de los Diez Fugitivos Más Buscados; las pruebas del Robo Brink; la «Siniestra Mano del Espionaje Soviético», presentando al coronel Rudolf Abel; la sala cubierta de práctica de tiro, en la que cada nueve minutos un agente especial hacía una demostración de mortífera precisión utilizando un revólver de servicio del calibre treinta y ocho y después una metralleta Thompson del calibre cuarenta y cinco para acribillar un blanco de papel de tamaño natural.

Por encima de todo -y aquí ya le habían conducido fuera de la demarcación reservada a los turistas- a Ishmael Young le habían encantado los archivos del FBI. En aquella especie de cámara de liquidación de la captura de delincuentes se albergaba una enorme cantidad de huellas dactilares, más de doscientos cincuenta millones de huellas. Young pensó que, si Dios tuviera manos, el FBI dispondría de sus huellas dactilares. Entre los otros ocho mil setecientos archivadores grises, le habían mostrado el de los modelos de máquinas de escribir, en el que se hallaban archivados todos los tipos y características de las distintas máquinas, normales o de juguete, que jamás se hubieran fabricado (ya no volvería a pensar en la posibilidad de escribir a máquina un anónimo). Vio también el archivo de filigranas, el archivo de robos bancarios y el archivo nacional de fraudes. Le habían mostrado, además, otras muchas cosas: la sección de serología, en la que se analizaban la sangre y demás líquidos corporales; el departamento de química, en el que se hervían órganos humanos; la sala de espectrografía, en la que se examinaban las partículas de pintura. Le había fascinado especialmente la llamada «Unidad de Cabellos y Fibras». «Cuando la gente se pelea -le había explicado Adcock-, es posible que las fibras de sus prendas de vestir se adhieran mutuamente. Nosotros recogemos las fibras adheridas a las prendas, las separamos y las analizamos con el fin de averiguar cuáles de ellas pertenecen al asaltante y cuáles a la víctima. -Después Adcock había añadido:- Nuestro laboratorio es nuestra arma secreta. Resulta invencible. Lo creó J. Edgar Hoover en 1932. Tal como él dijo en cierta ocasión, ‘la más pequeña mancha de sangre, el documento falsificado, la caja de cerillas encontrada en el escenario del robo, la huella del tacón o la mancha de polvo suelen proporcionar a menudo el eslabón esencial de las pruebas que son necesarias para relacionar al criminal con su crimen o para establecer la inocencia de una persona’.»