Al acabar la visita, la cabeza de Young rebosaba de ideas. Aquello había sido como el paraíso de un escritor. Aunque no se lo había preguntado a Adcock, no había dejado de pensar cómo era posible que algún delincuente pudiera esperar jamás escapar al FBI. No se lo había preguntado porque el país hervía de crímenes y la mayoría de los criminales lograba seguir en libertad.
Y después le habían conducido a su primera sesión oficial con el director Vernon T. Tynan.
Se había imaginado en cierto modo que parte del amor que le inspiraba el FBI revertiría en su director. Pero no fue así y no se sorprendió. Había aborrecido a Tynan desde el principio, antes incluso de verle. Tynan deseaba una autobiografía y le habían recomendado a Young. Tynan había leído dos de los libros escritos por Young por cuenta de terceras personas y los había aprobado. Young se había resistido. Conocía de oídas la fama de Tynan, su egolatría, y había rechazado la oferta de colaboración. Pero sólo muy brevemente. En efecto, Tynan le había sometido a chantaje y le había obligado a escribir el libro.
Jamás olvidaría su primer encuentro con Tynan en aquel despacho. Allí estaba el director -ojos de gato en un rostro de bulldog- diciéndole: «Por fin, señor Young. Me alegro de conocerle, señor Young.» Y él había contestado jovialmente: «Llámeme Ishmael.» Después el director había adoptado una actitud hermética, y Young había comprendido que así iba a ser en adelante. Por cierto, Tynan jamás le había llamado Ishmael. El director debió de pensar que se trataba de un nombre extranjero y decidió llegar a una especie de solución de compromiso llamándole «Young» o simplemente «usted».
Ahora habían transcurrido seis meses y una vez más se hallaban sentados el uno frente al otro, Ishmael Young bebiendo su Pepsi-Cola de dieta y Vernon T. Tynan ingiriendo los últimos sorbos de su cerveza. Mientras Tynan apartaba la jarra a un lado y empezaba a tomarse la sopa, Young se dispuso a comenzar. Se inclinó hacia adelante y pulsó simultáneamente los botones de grabación y puesta en marcha de su magnetófono portátil; probó un poco de ensalada y se puso a revisar las notas que tenía sobre las rodillas. Una semana antes el director le había anunciado el tema de aquella sesión y Young se había preparado de antemano. No iba a ser fácil. Pensó que tendría que procurar mostrarse comedido.
– Íbamos a hablar de J. Edgar Hoover -dijo Tynan tomando una porción de queso fresco- y de cómo me adiestró y me convirtió en lo que soy. Le debo muchas cosas. Cuando murió, en 1972, no quise trabajar ni para Gray ni para Ruckelshaus, Kelley o cualquiera otro de los que le siguieron. Eran buenas personas, pero cuando uno había trabajado para El Viejo… así es como solíamos llamar a Hoover, El Viejo, bueno, pues cuando uno había trabajado para él, ya no se podía trabajar para nadie más. Por eso decidí marcharme cuando murió y organizar mi propia agencia de investigación. Sólo el presidente consiguió que abandonara mi agencia privada con el fin de aceptar el cargo de director. Pero creo que todo eso ya se lo he dicho.
– Sí, señor; lo tengo todo transcrito y corregido.
– Puesto que la situación se estaba deteriorando por momentos, el presidente necesitaba de nuevo a El Viejo. Y dado que no podían recuperarle, ellos… quiero decir, el presidente, decidió buscar a un hombre que se hubiera identificado al máximo con Hoover. Y acudió a mí. Jamás ha tenido que arrepentirse. Muy al contrario. Ya le dije, ¿no?, cómo hace un mes el presidente me llamó aparte y me dijo: «Vernon, ni siquiera J. Edgar Hoover hubiera podido lograr lo que usted ha logrado.» Ésas fueron sus palabras textuales.
– Lo recuerdo -dijo Young-. Fue todo un homenaje.
– Bueno, Young, no deseo que esta parte del libro sea un homenaje a mi persona. Quiero que sea un homenaje a El Viejo, para que los lectores comprendan por qué le respetaba y qué es lo que aprendí de él.
– Sí, esta semana he estado leyendo muchas cosas acerca de Hoover.
– Olvídelo. Esos malditos periodistas jamás se mostraron justos con él, sobre todo al final. Preste atención a lo que yo le diga y entonces averiguará la verdad.
– Así lo haré, señor.
– Anote cuidadosamente lo que ahora voy a decirle para que no haya errores.
– Tengo el magnetófono en marcha, señor. No hace falta escribirlo…
– Ah, sí, lo había olvidado. Bueno, pues escúcheme con atención. Fue J. Edgar Hoover quien introdujo el profesionalismo en el obligado cumplimiento de la ley. Se libró de la imagen del policía Keystone, que por otro lado no es que fuera mala, quede claro, y consiguió que el público nos respetara. El FBI fue creado bajo Teddy Roosevelt por el secretario de Justicia Charles Bonaparte. Éste había nacido en los Estados Unidos pero era nieto del hermano menor de Napoleón. Le sucedieron un puñado de directores que o bien fueron mediocres o bien pésimos. El último antes de que El Viejo accediera al cargo fue William J. Burns, un tipo espantoso. Según Harlan Fiske Stone, bajo Burns el FBI se convirtió en un servicio secreto privado por cuenta de las corrompidas fuerzas que dominaban el gobierno. De ahí que Stone, un año antes de que accediera al cargo de presidente del Tribunal Supremo, eligiera a un muchacho de veintinueve años llamado J. Edgar Hoover para dirigir la Oficina. Hoover había ocupado con anterioridad un puesto de bibliotecario en el gobierno. Cuando accedió al cargo de director, el FBI sólo disponía de seiscientos cincuenta y siete funcionarios. Al morir, el número de empleados se había elevado a veinte mil. Creó el laboratorio criminal, los archivos de huellas dactilares, la academia de adiestramiento de Quantico, el Centro Nacional de Información Criminal, con sus computadoras y sus casi tres millones de expedientes. Todo eso lo hizo El Viejo. Y bajo su mandato, al igual que bajo el mío, ningún agente del FBI se vio jamás mezclado en ningún crimen o corrupción. Ya es algo.
– Desde luego -convino Young.
– Fíjese en lo que hizo J. Edgar Hoover -dijo Tynan terminándose el queso-. Consiguió apresar a John Dillinger, a Floyd Niño Bonito, a Alvin Karpis, a Ametralladora Kelly, a Nelson Cara de Niño, a Ma Barker, a Bruno Hauptmann, a los ocho saboteadores nazis que desembarcaron de submarinos, a Julius y Ethel Rosenberg, a Klaus Fuchs, a los ladrones de Brink a James Earl Ray… la lista ocuparía un par de kilómetros.
Veinte kilómetros, pensó Ishmael Young. Pensó en los «triunfos» que Tynan había pasado oportunamente por alto. Durante buena parte de su carrera Hoover había hecho caso omiso de la Mafia, negándose a creer en su existencia. Hasta 1963, cuando Valachi decidió hablar, no reconoció Hoover la existencia del crimen organizado. Acorralado ante esta prueba de la Mafia, Hoover jamás se refirió a la misma llamándola por su nombre, prefiriendo en su lugar el eufemismo de Cosa Nostra. Sus defensores afirmarían que Hoover había ignorado la Mafia por temor a que los bajos fondos corrompieran y sobornaran a sus agentes tal como solían hacer con la policía local, estropeándole con ello su historial exento de escándalos. Los cínicos insistirían en que había evitado hurgar en el sindicato del crimen por temor a que el tiempo invertido en las prolongadas investigaciones a este respecto se tradujera en un descenso en su promedio de estadísticas criminales.
Ishmael Young pensó en otros «triunfos» de Hoover que Tynan había soslayado impecablemente. Hoover había dicho que el doctor Martin Luther King era «un notorio embustero», y había intervenido su teléfono con el fin de grabar detalles de su vida sexual. Hoover había llamado «medusa» al ex secretario de Justicia Ramsey Clark. Hoover había calificado al padre Berrigan y a otros activistas católicos antibelicistas de secuestradores y conspiradores, antes de que sus casos hubieran sido presentados al gran jurado. Hoover había despreciado a los puertorriqueños y a los mexicanos insistiendo en que las personas de estas dos nacionalidades «no podían proceder con lealtad». Hoover había instalado aparatos de escucha en los domicilios de los congresistas y de los defensores no violentos de los derechos civiles y de la paz. Incluso había realizado investigaciones acerca de un muchacho de catorce años de Pennsylvania que había deseado acudir a un campamento de verano de la Alemania del Este y acerca de un jefe de boyscouts de Idaho que había manifestado el propósito de irse a acampar con sus muchachos a Rusia.