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Ishmael Young recordó un artículo de Pete Hamill que había leído. «En el transcurso de los últimos treinta años, no ha habido en este país un elemento más subversivo que J. Edgar Hoover. Este hombre destruyó la fe en nosotros mismos, nuestra creencia en una sociedad abierta, nuestras esperanzas de que los hombres y las mujeres pudieran vivir en un país libre de policía secreta, de vigilancia oculta, de persecución a causa de las ideas políticas.» Hubieran podido comentar todas aquellas cosas, pero Young sujetó la lengua.

– Y le revelaré una pequeña faceta personal de J. Edgar Hoover que muy pocas personas conocen -estaba diciendo Tynan-. Yo siempre digo que pueden averiguarse muchas cosas acerca de un ser humano a través de la forma en que éste trata a sus padres. Pues bien, Hoover vivió con su madre, Anna Marie, hasta los cuarenta y tres años. Un hombre así por fuerza tiene que ser un hombre honrado.

O, por lo menos, un caso para Freud, pensó Young.

– Y permítame referirle una anécdota que le dará una idea de por qué era respetado El Viejo y, sobre todo, de por qué le respetaba yo. Cuando J. Edgar Hoover cumplió los setenta años, se ejerció mucha presión sobre el presidente Lyndon Johnson para que le ordenara dimitir. El presidente Johnson, y esto le honra, dijo que no, que jamás le diría que se fuera. Alguien le preguntó por qué y el presidente contestó: «¡Prefiero tenerle dentro de la tienda meando hacia afuera que fuera de la tienda meando hacia adentro!» ¿Qué le parece? -Tynan se dio una palmada en el muslo y soltó una áspera carcajada.- ¿No lo encuentra gracioso?

– Desde luego -contestó Young en tono dubitativo.

– No sé sin incluir la anécdota en mi libro.

– Oh, sí -dijo Young rápidamente-. Es una anécdota muy divertida. Cuantas más anécdotas se incluyan, mejor.

– Tal vez pueda usted escribir que el presidente Johnson me lo dijo a mí -añadió Tynan haciendo un guiño-. Nadie podrá saber que no es cierto. Johnson ha muerto. Hoover ha muerto. ¿Quién nos iba a contradecir?

– Johnson podría habérselo dicho a usted -dijo Young-. Creo que podríamos escribirlo así. De este modo, la anécdota adquiere más fuerza.

– Sí, escríbalo así, Young. Ya sabrá usted cómo hacerlo. Y también podría poner otra cosa. Es un sueño que tuve hace cosa de una semana. Soñé que J. Edgar desde allá arriba me envidiaba de muerte. Me envidiaba porque yo había conseguido dar con la gran solución del crimen en Norteamérica: la Enmienda XXXV, y ello iba a ser como una especie de monumento a mi persona y él hubiera deseado tener esa oportunidad. Y entonces yo le decía que en cierto modo el mérito de la Enmienda XXXV le correspondía tanto como a mí, puesto que sin él yo no hubiera podido ser director del FBI en estos momentos. -Tynan le dirigió a Young una sonrisa.- Éste fue mi sueño. ¿Qué le parece?

Antes de que Young tuviera ocasión de contestar que le parecía estupendo, o cualquier otra cosa, sonó el zumbador del teléfono del escritorio.

Sorprendido, Tynan se levantó rápidamente y se dirigió hacia el escritorio.

– ¿Quién puede ser? Espero que Beth me diga que es el presidente. -Descolgó el aparato.- ¿Sí, Beth? -Escuchó.- ¿Harry Adcock? Bueno, dígale que si no puede esperar. ¿Qué es eso tan importante? -Escuchó con atención.- ¿Baxter qué? ¿El asunto de la Santísima Trinidad…? Ah, sí, ya, ya, aquello de Collins. Muy bien, dígale a Harry que hablaré con él dentro de un minuto.

Colgó de nuevo el aparato y pareció como si reflexionara. Al final, se apartó lentamente del escritorio, y entonces se percató de la presencia de Ishmael Young y se sobresaltó.

– Usted… Había olvidado que estaba usted aquí. ¿Ha escuchado la conversación?

– ¿Cómo? -preguntó Young fingiendo estar despistado y sin dejar de estudiar su lista de preguntas.

– Nada -repuso Tynan tranquilizado-. Me temo que se ha presentado un asunto urgente. Seguimos gobernando el país, ¿sabe? Lamento tener que acortar la entrevista esta vez, Young, pero le concederé media hora de más la semana que viene. ¿De acuerdo?

– No faltaba más. Lo que usted diga, señor…

Mientras apagaba obedientemente el magnetófono y se guardaba los papeles en la cartera, Young decidió pasar de nuevo la última parte de la cinta en cuanto llegara a casa. ¿Qué era lo que el director no había querido que él escuchara? Algo relacionado con el deseo de Harry Adcock de hablar inmediatamente con él a propósito de Baxter -es decir, el ex secretario de Justicia que había sido enterrado el día anterior- y del asunto de la Santísima Trinidad -aquello tal vez fuera un nombre en clave, a no ser… a no ser que fuera la iglesia de la Santísima Trinidad de Georgetown- y de lo de Collins. Es decir, de Christopher Collins. ¿Cuál podía ser la importancia de todo aquello? Decidió archivar cuidadosamente las distintas piezas de lo que tal vez resultara ser un interesante rompecabezas. Tal vez estas piezas, junto con algunas otras, le facilitaran una mejor imagen de las actividades de Tynan.

Cuánto le gustaría averiguar algo acerca de Tynan, pensó mientras cerraba la cartera, algo que pudiera compensar y posiblemente anular lo que Tynan había averiguado acerca de él. Algo que le permitiera verse libre de aquel cochino compromiso.

Respirando dificultosamente, se levantó y cruzó la estancia, mientras Tynan abría la segunda de las puertas del despacho. Tynan aguardó con la puerta abierta.

– Creo que no ha sido una mala sesión -dijo Tynan alegremente-. La de la semana que viene será todavía mejor. Empezaremos con lo que yo aprendí de El Viejo, y charlaremos de algunas de las aportaciones de Vernon T. Tynan al FBI. ¿Qué le parece?

– Magnífico -repuso Ishmael Young-. Ardo en deseos de empezar.

Pero, ¿qué demonios tendrían que ver, pensó, un difunto secretario de Justicia, una iglesia católica de Georgetown y un asunto de Collins con el gobierno de una nación?

Tal vez si se lo dijera a Collins éste pudiera decírselo a él. Tal vez Collins le debiera en tal caso un favor.

O tal vez, pensó Young, en beneficio de la propia salud le conviniera olvidar por completo lo que había escuchado.

– No me pase ninguna llamada -ordenó Tynan a través del teléfono interior- a no ser que proceda de la Casa Blanca. -Giró en su asiento y miró a Harry Adcock, que se encontraba sentado en un sillón frente al escritorio.- Bien, Harry, ¿de qué se trata?

– Hemos realizado una investigación acerca del sacerdote, del padre Dubinski, de la iglesia de la Santísima Trinidad. No se ha descubierto nada de importancia. Sólo una cosa de hace tiempo. Estuvo mezclado en cierta ocasión en un asunto de drogas, en Trenton, pero la policía lo dejó correr. No obstante…

Tynan se irguió en su sillón giratorio.

– Es más que suficiente. Vaya y écheselo en cara, y entonces ya veremos…

– Ya lo he hecho, jefe -dijo Adcock rápidamente-. He acudido a verle a última hora de esta mañana. Hace poco que he regresado.

– Bueno, ¿qué ha dicho, maldita sea? ¿Ha escupido la confesión de Noah?

Harry Adcock procedía ordenada y cronológicamente en todos sus relatos. Jamás daba respuestas desordenadas al modo en que los periodistas suelen escribir sus reportajes, porque consideraba que ello conducía a distorsiones, omisiones y malentendidos. Tynan no había tenido más remedio que aceptar esa costumbre, y así lo estaba haciendo ahora. Tamborileó con los dedos de la mano derecha sobre el escritorio y esperó.

– He telefoneado al padre Dubinski esta mañana a primera hora; me he identificado y le he dicho que tenía que llevar a cabo una investigación acerca de un asunto relacionado con la seguridad del gobierno -dijo Adcock-. Le he visto en la rectoría exactamente a las once y cinco. Me he identificado, le he mostrado la placa y se ha dado por satisfecho. A petición mía, hemos hablado a solas.