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– ¿Qué clase de hombre es?

– Cabello oscuro ondulado, rostro enjuto y moreno, tal como usted ya sabe. Mide metro setenta de estatura. Cuarenta y cuatro años de edad. Lleva en la iglesia de la Santísima Trinidad unos doce años. Un hombre extremadamente frío y tranquilo.

– Prosiga, Harry.

– No he perdido el tiempo. Le he dicho que había llegado a nuestro conocimiento que había sido el confesor del coronel Noah Baxter el día en que éste falleció. Le he dicho que teníamos entendido que Baxter no había hablado con nadie más que con él, es decir, con el padre Dubinski, antes de morir. Le he preguntado si ello era cierto. Ha contestado que sí. Adcock rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre doblado con algunas anotaciones.- He tomado algunas notas acerca de la conversación mientras volvía hacia acá. -Adcock las revisó.- Ah, sí, el padre Dubinski me ha preguntado si habíamos obtenido esta información a través del secretario de Justicia Christopher Collins. Yo he contestado que no.

– Muy bien.

– Después yo le he dicho: «Tal como usted debe de saber, padre, el coronel Baxter estaba al corriente de algunos de los más altos secretos del gobierno. Cualquier cosa que tuviera que decirle a alguien no perteneciente al gobierno hallándose enfermo o sin el pleno uso de sus facultades revestiría un extremado interés para la Oficina. Hemos estado intentando seguir la pista de ciertos datos que han trascendido a propósito de una cuestión de la máxima seguridad y nos resultaría muy útil saber si el coronel Baxter habló de ellos con usted». Después he añadido: «Nos gustaría conocer sus últimas palabras, las palabras que le dijo a usted.» -Adcock levantó la mirada.- El padre Dubinski me ha contestado: «Lo siento. Sus últimas palabras fueron en confesión. La confesión es sagrada. En mi calidad de confesor del coronel Baxter, no puedo revelarle a nadie sus últimas palabras. Lamento no poder hacer nada por usted.»

– El muy bastardo -musitó Tynan-. ¿Y qué le ha dicho usted?

– Le he dicho que no teníamos la pretensión de que revelara el contenido de una confesión a una persona en particular. Se trataba, por el contrario, de una información solicitada por el gobierno. Él me ha contestado inmediatamente que la Iglesia no tenía ninguna obligación para con el gobierno. Me ha recordado la separación entre la Iglesia y el estado. Yo representaba al estado, me ha dicho, y él representaba a la Iglesia. La potestad de uno no podía inmiscuirse en los asuntos de la otra. Me he percatado de que no llegaríamos a ninguna parte y he decidido mostrarme más duro.

– Estupendo, Harry. Así está mejor.

– Le he dicho… bueno, no recuerdo exactamente las palabras, pero le he dicho que, a pesar del alzacuello, no estaba por encima de la ley. Es más, le he dicho, habíamos averiguado que en cierta ocasión había tenido algo que ver con la ley.

– Se lo ha dicho así por las buenas, ¿eh? Muy bien, pero que muy bien. Y él, ¿cómo se lo ha tomado?

– Al principio, no ha dicho ni palabra. Me ha dejado hablar. Yo le he recordado que hacía quince años había sido acusado de posible posesión de drogas en Trenton. Él no lo ha negado, mejor dicho, ni siquiera ha contestado. Le he dicho que, a pesar de que no había sido detenido por ello, dicha información le causaría mucho daño caso de que se diera a la publicidad. He observado que se enojaba mucho. Una cólera contenida. Pero sólo ha dicho una cosa. Ha dicho: «Señor Adcock, ¿me está usted amenazando?» Yo le he contestado inmediatamente que el FBI jamás amenaza a nadie. Le he dicho que el FBI se limita a recoger datos. Y que el Departamento de Justicia es el que actúa sobre la base de éstos. He sido muy cauteloso. Sabía que no podíamos acusarle de ningún delito. Sólo podíamos provocarle dificultades con sus feligreses.

– Todos los sacerdotes son vulnerables en lo tocante a relaciones públicas -dijo Tynan sagazmente.

– Con eso contaba yo -prosiguió Adcock-. Era lo único que podía servirme. He procurado conferir un matiz de mayor gravedad al asunto. Le he dicho que, dada su posición, era posible que hubiera tropezado inadvertidamente con alguna información de vital importancia. Le he dicho que, caso de que no la revelara, sería inevitable que su nombre y su pasado saltaran a la luz pública una vez se hubiera establecido con certeza que se habían producido fugas en asuntos relacionados con la seguridad del gobierno. «En cambio, si usted colabora con su gobierno -le he dicho-, su pasado no tendrá por qué salir a la luz». Le he aconsejado que colaborara. Pero se ha negado de plano.

– El muy hijo de puta -exclamó Tynan golpeando la superficie del escritorio con el puño.

– Jefe, cuando se trata con sacerdotes no se trata con personas normales y corrientes. No reaccionan como los seres humanos normales. Ello se debe a que se apoyan en todas esas historias de Dios. Tras negarse a colaborar, se ha levantado para despedirme y me ha dicho más o menos esto: «Ya me ha oído. Ahora puede usted hacer lo que quiera, pero yo debo obedecer mi voto a una autoridad mucho más alta que la suya, una autoridad para la cual la confesión es sagrada e inviolable». Sí, eso es justamente lo que me ha dicho. Antes de irme, me ha parecido oportuno hacerle una última advertencia. Le he dicho que lo pensara, porque, si no colaboraba en beneficio de su país, tendríamos que hablar acerca de él y de su comportamiento y de su pasado con sus superiores eclesiásticos.

– ¿Y no se ha rajado?

– No.

– ¿Cree que lo hará?

– Me temo que no, jefe. Mi opinión es que nada le inducirá a hablar. Aunque sacáramos sus trapos sucios, creo que preferiría un martirio menor antes que hablar y traicionar sus votos. -Adcock estaba casi sin aliento y se volvió a guardar en el bolsillo el sobre doblado.- ¿Y ahora qué hacemos, jefe?

Tynan se levantó, se introdujo las manos en los bolsillos de los pantalones y empezó a pasear por detrás del escritorio. Después se detuvo.

– Nada -dijo-. No haremos nada. Opino lo siguiente: si el padre Dubinski no ha querido hablar con usted a pesar de lo que usted puede hacerle, no hablará con nadie. -Tynan respiró aliviado.- Da lo mismo lo que sepa. Estamos a salvo.

– Podría acudir a uno de sus superiores, apretarle los tornillos en este sentido y a lo mejor entonces…

Sonó el zumbador. Tynan fue hacia el teléfono.

– No, déjelo por ahora, Harry. Ha hecho usted un buen trabajo. Siga vigilando a Dubinski de vez en cuando para tenerle a raya. Será suficiente. Gracias.

Mientras Adcock abandonaba el despacho Tynan descolgó el aparato.

– ¿Sí, Beth?… Muy bien, pásemela. -Esperó y después dijo:- Dígame, señorita Ledger. -Escuchó.- Sí, desde luego. Dígale al presidente que voy en seguida.

Vernon T. Tynan no conocía ningún idioma extranjero, sólo conocía alguna que otra palabra recogida aquí y allá. Dos de las palabras extranjeras que conocía pertenecían al francés y eran déjà vu. Las conocía porque en cierta ocasión un agente especial las había utilizado en uno de sus informes, y él se había puesto furioso y le había escrito diciéndole que el FBI sólo escribía y hablaba en inglés, razón por la cual le convenía escribir en inglés a no ser que deseara acabar en Butte, Montana. No obstante y gracias a ello había podido hacerse una vaga idea de lo que dichas palabras significaban.

Cada vez que visitaba el Despacho Ovalado de la Casa Blanca, lo cual estaba ocurriendo últimamente con mucha frecuencia, experimentaba en aquella estancia una sensación de déjà vu, de volver a vivir una experiencia pasada. Ello se debía a que el presidente Wadsworth, que era un gran admirador de la imagen del presidente John F. Kennedy, si bien no de su política. había mandado restaurar el Despacho Ovalado devolviéndole el mismo aspecto que ofrecía cuando Kennedy era el jefe del ejecutivo. El director Tynan, como joven agente del FBI, había acompañado en distintas ocasiones a J. Edgar Hoover al Despacho Ovalado cuando Kennedy mandaba llamar al director con el fin de que presenciara la firma de alguna ley de carácter penal. Estaba el complicado escritorio Buchanan, con su lámpara de pantalla verde y su bombilla fluorescente. Estaban, detrás del escritorio, los verdes cortinajes que ocultaban el césped de la Casa Blanca, y las seis banderas: la norteamericana y la presidencial y las banderas del Ejército, la Armada, las Fuerzas Aéreas y el Cuerpo de Infantería de Marina. Estaban los dos apliques cuadrados de la pared y, sobre la repisa de la chimenea, los dos modelos de veleros. Las curvadas paredes aparecían pintadas de un blanco marfil, y el techo, en el que figuraba grabado el sello presidencial, contemplaba la alfombra verde gris con su águila norteamericana entretejida. Al otro lado de la estancia estaba la chimenea, los dos sofás, uno frente al otro, y la mecedora situada entre ambos. Y, acomodado en el alto sillón giratorio de color negro de detrás del marrón escritorio, se encontraba el presidente John F. Kennedy.