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El presidente se encogió de hombros.

– Si tanto le molesta, Vernon, no insistiré. Pero creo que sería importante, extremadamente importante, que expusiéramos nuestros puntos de vista en un programa nacional de televisión como ése. Habría que presentar a alguien de nuestro equipo.

– ¿Y por qué no Collins? -sugirió Tynan-. De todos modos, va a encontrarse en Los Ángeles. Podría aparecer en el programa y pronunciar el discurso. En su calidad de secretario de Justicia, lo más probable es que los responsables del programa le acepten de buen grado.

– Buena idea -dijo el presidente complacido-. Muy buena idea. Le diré a McKnight que llame a esa señorita Evans y le confirme la presencia de Collins como sustituto. -Ladeó la cabeza con gesto pensativo.- Bueno, Collins va a tener mucho que hacer en favor de nuestra causa. Nos va a ser muy útil.

Extendió la mano y Tynan se levantó presuroso para estrechársela.

– Estoy seguro de que sí, señor presidente -dijo.

– Gracias por todo, Vernon -dijo el presidente esbozando una sonrisa-. Bueno, pues allá vamos, California. -Extendió la mano hacia el teléfono.- Y allá va usted también, secretario de Justicia Collins.

En su despacho del Departamento de Justicia, sosteniendo el teléfono entre el oído y el hombro, Chris Collins anotó los detalles más importantes de las instrucciones del presidente en la hoja de papel que tenía delante.

Aunque simulara mostrarse complacido ante las propuestas del presidente, a Collins no le gustaba lo que había escuchado. No le importaba trasladarse a California. Tendría la posibilidad de pasar una semana en casa, podría ver a su hijo mayor, conversar con los amigos y tomar un poco el sol. Lo que no le gustaba era verse obligado a defender la Enmienda XXXV en público y discutirla con alguien como Tony Pierce en un programa de televisión de alcance nacional. Había visto a menudo el programa «En busca de la verdad» y le había gustado, pero sabía que los invitados al mismo no podían andarse por las ramas ni refugiarse en las ambigüedades. Los debates, conducían con frecuencia a terribles disputas y a posiciones encontradas, razón por la cual su situación en el programa tal vez le resultara muy comprometida.

A Collins le desagradaba igualmente tener que tomar la palabra en la misma tribuna que el presidente del Tribunal Supremo Maynard, un hombre cuyas creencias liberales respetaba y cuyos veredictos en favor de los derechos civiles admiraba, y verse obligado, en presencia de Maynard, a tomar públicamente partido en favor de la Enmienda XXXV. Hasta entonces Collins había logrado no comprometerse demasiado con la política seguida por la administración. Ahora tendría que definirse, tendría que interpretar el papel de portavoz del presidente. Tener que hacerlo en presencia del presidente del Tribunal Supremo Maynard le resultaría sumamente embarazoso. Y, sin embargo, no le quedaba ninguna otra alternativa.

– Bueno, pues eso es todo, Chris -le oyó decir al presidente-. ¿Lo ha anotado con claridad?

– Creo que sí, señor presidente. El próximo viernes. Los Ángeles. A la una en punto de la tarde, «En busca de la verdad» en los estudios de la cadena. A las tres de la tarde, Asociación Norteamericana de Abogacía, hotel Century Plaza.

– Prepárese bien para los dos acontecimientos. No permita que Pierce pisotee la Enmienda XXXV. Atícele fuerte.

– Haré todo lo que pueda, señor presidente -dijo Collins tragando saliva.

– En cuanto a la Asociación Norteamericana de Abogacía, prepare un discurso sólido, Chris. Va a ser un público muy distinto al de la televisión. Va a estar lleno de profesionales. No les dé en seguida en la cabeza con la Enmienda XXXV. Guárdesela para una convincente conclusión. Deposite el destino de la nación en la sabiduría de California.

– Lo intentaré.

– Confiamos en usted. Le veré antes de que se vaya.

Tras colgar el aparato, Collins permaneció unos instantes mirando a través de la ventana con expresión sombría. Al final, apartando a un lado la hoja de papel en la que había anotado su programa, reanudó su trabajo.

Muy pronto se enfrascó en los informes legales. El teléfono sonaba constantemente pero nadie le interrumpió. Al parecer, Marion se las estaba apañando sola para hacer frente a las llamadas. La próxima vez que levantó la cabeza para desperezarse y mirar por la ventana, observó que ya había oscurecido. Consultó el reloj. Estaba a punto de finalizar la jornada laboral de todos los funcionarios del Departamento de Justicia. Si él también se marchara, sería la primera vez en muchos meses que llegaría a casa a tiempo para la cena. Decidió darle una sorpresa a Karen y regresar a casa a una hora razonable.

Se levantó, tomó la cartera de documentos y empezó a introducir en ella los papeles que le quedaban por revisar.

Sonó el teléfono, pero Collins no le hizo caso. Entonces escuchó el zumbido del dictáfono y la voz de Marion a través del mismo.

– Señor Collins, se encuentra al aparato un tal padre Dubinski. No reconozco el nombre, pero él dice que es posible que usted sí. No me ha querido dejar ningún recado. Dice que es importante que pueda hablar con usted personalmente.

Collins reconoció el apellido al momento, e inmediatamente experimentó curiosidad.

– Pásemelo, gracias. Hasta mañana, Marion.

Se sentó, descolgó el aparato y pulsó el botón de la comunicación.

– ¿Padre Dubinski? Aquí Christopher Collins.

– No sabía si accedería a hablar conmigo. -La voz del sacerdote sonaba distante.- No sabía si se acordaría. Nos conocimos la noche en que el coronel Baxter falleció en Bethesda.

– Desde luego que le recuerdo, padre. Es más, hasta había considerado la posibilidad de ponerme en contacto con usted. Quería hablar…

– Por eso precisamente le he llamado dijo el sacerdote-. Me gustaría verle. Cuanto antes mejor. A ser posible, me gustaría verle esta misma tarde. Se trata de un asunto que tal vez pueda ser de interés para usted. Pero no deseo discutirlo por teléfono. Si esta tarde no le es posible, tal vez mañana por la mañana…

A Collins se le había despertado totalmente la curiosidad.

– Puedo verle esta tarde. Dentro de una media hora.

– Me alegro -dijo el sacerdote aliviado-. ¿Le parecería excesivo que le rogara que acudiera a verme a la iglesia? Me resultaría, no sé… un poco embarazoso visitarle yo.

– Pues claro que acudiré a verle. La iglesia de la Santísima Trinidad, ¿verdad?

– Está en la calle Treinta y Seis, entre las calles N y O de Georgetown. La entrada principal se encuentra en la calle 36. Preferiría que no la utilizara. Sería mejor que habláramos en privado en la rectoría. Entrando por la calle Treinta y Cinco, gire a la izquierda a la calle O y es la primera iglesia que se encuentra a la izquierda. -Se detuvo como si deseara decir algo más. Después añadió:- Creo que se merece usted una explicación. La entrada principal está vigilada. Sería mejor para ambos que su visita no fuera observada. Lo comprenderá todo cuando hablemos. Es muy importante lo que tengo que decirle. ¿Dentro de media hora entonces?

– O antes -dijo Collins.

Camino de Georgetown, acomodado en el asiento de atrás del Cadillac oficial, Chris Collins se dedicó a hacer conjeturas acerca de la razón que pudiera tener el padre Dubinski para querer verle cuanto antes. En el transcurso de su encuentro en Bethesda, el sacerdote se había negado firmemente a revelar el contenido de la última confesión del coronel Baxter. No había razón para suponer que ahora estuviera dispuesto a hacer caso omiso de sus votos sacerdotales. Tal vez hubiera tropezado con alguna otra información que considerara su deber facilitar a Collins. ¿Pero información acerca de qué? A Collins le había preocupado su afirmación en el sentido de que la entrada principal de la iglesia de la Santísima Trinidad estaba siendo vigilada. Si no se trataba de una manía paranoica sino de un hecho cierto, ¿vigilada por quién y por qué motivo?