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– No… no puedo creerlo -dijo Collins anonadado.

– Pues mejor será que lo crea. El señor Adcock me ha amenazado con divulgar esa información acerca de mi pasado caso de que siga negándome a revelar los detalles de la última confesión del coronel Baxter. Así por las buenas. Yo he llegado a la conclusión de que mis votos eran más importantes que su amenaza. De todos modos, aunque divulgaran ese hecho, mi carrera no se vería gravemente perjudicada. Me vería en ciertos apuros, pero nada más. Le he dicho a Adcock que hiciera lo que creyera más conveniente. Le he dicho que no colaboraría con él y le he echado de patitas en la calle. Después, esta tarde, me he enfurecido. Lo que más me desagrada de todo ello, ahora que me ha ocurrido a mí, son los métodos coactivos utilizados por un organismo del gobierno contra los propios ciudadanos a los que se supone que debe proteger.

– Sigue pareciéndome increíble. ¿Qué podía haber en la confesión de Baxter de tanta importancia como para que Tynan llegara a tales extremos?

– No lo sé -dijo el padre Dubinski-. He pensado que tal vez usted lo supiera. Por eso le he llamado.

– Yo no sé lo que le dijo a usted el coronel Baxter. Por consiguiente, no puedo…

– Va usted a saber parte de lo que me dijo el coronel Baxter. Porque yo se lo voy a revelar.

Collins experimentó un estremecimiento y esperó conteniendo el aliento.

El padre Dubinski siguió hablando con voz pausada.

– La visita del señor Adcock me ha enfurecido tanto que me he pasado varias horas estudiando mi situación. Sabía que no podía colaborar ni con el señor Adcock ni con el director Tynan, pero he empezado a ver la petición que usted me hizo en Bethesda bajo otra perspectiva. Es evidente que el coronel Baxter le tenía a usted confianza. Cuando se estaba muriendo, sólo a usted mandó llamar. Ello significa que estaba dispuesto a decirle algo de lo que me dijo a mí. He empezado a comprender por tanto que buena parte de lo que me dijo debía de estar destinado a usted. He comprendido con mayor claridad que mis deberes eran no sólo espirituales sino también temporales, y que tal vez yo no fuera en este caso más que el depositario de una información que el coronel Baxter deseaba transmitirle a usted. Por eso he llegado a la decisión de repetirle a usted sus últimas palabras.

– Se lo agradezco muy sinceramente, padre -dijo Collins advirtiendo que el corazón empezaba a latirle con fuerza.

– Al morir, el coronel Baxter estaba preparado para, en palabras de san Pablo, «disolverse y estar con Cristo» -dijo el padre Dubinski-. Se había reconciliado con Dios. Una vez le hube administrado los Sacramentos y hube escuchado su confesión, el coronel Baxter hizo un último esfuerzo y se refirió a una cuestión de carácter terreno. Sus últimas palabras, pronunciadas casi en el último momento… -El sacerdote rebuscó entre los pliegues de su sotana.- Las he anotado tras la partida del señor Adcock para no cometer ningún error. -Desdobló una arrugada hoja de papel.- Las últimas palabras del coronel Baxter, que estoy plenamente convencido de que estaban destinadas a usted, fueron las siguientes: «Sí, he pecado, padre… y mi mayor pecado… tengo que revelarlo… ahora ya no pueden controlarme… ahora soy libre… ya no tengo por qué sentir miedo… se refiere a la Enmienda XXXV…».

– La Enmienda XXXV -murmuró Collins.

El padre Dubinski le miró de soslayo y siguió leyendo lo que tenía anotado en la hoja del papel.

– «… se refiere a la Enmienda XXXV…» Habló unos instantes en forma inconexa y después añadió: «… el Documento R… peligro… peligroso… tiene que darse a conocer inmediatamente… el Documento R es…». Sus palabras se perdieron, y después volvió a intentar decir algo. Resultaba muy difícil entender lo que estaba diciendo, pero estoy casi seguro de que dijo: «Vi… una trampa… acuda a ver…». A continuación se escuchó un estertor de muerte, se quedó inmóvil e instantes después expiró.

Collins se quedó helado. Acababa de escuchar una voz de ultratumba.

– ¿El Documento R? -preguntó confuso y turbado-. ¿A eso fue a lo que se refirió?

– Dos veces. Es evidente que deseaba decir algo acerca del mismo. Pero no pudo.

– ¿Está seguro de que no dijo nada más?

– Ésas fueron las únicas palabras inteligibles que pronunció. Dijo otras, pero no pude entenderlas.

– Padre, ¿tiene usted alguna idea de lo que puede ser el Documento R?

– Abrigaba la esperanza de que usted lo supiera.

– Jamás había oído hablar de ello -dijo Collins. Pensó en las últimas palabras del coronel Baxter, en lo que probablemente había sido el urgente mensaje transmitido al nuevo secretario de Justicia-. Dijo que había pecado porque había intervenido en eso… que no sabemos lo que es. Le habían obligado a intervenir. Se trataba de algo relacionado con la Enmienda XXXV, algo llamado el Documento R, una trampa peligrosa que era necesario dar a conocer inmediatamente. Me mandó llamar para decírmelo.

– Su legado a los vivos, un deseo de enmendar un yerro.

– Su legado a mí, su sucesor -dijo Collins como hablando para sí mismo-. ¿Por qué no al presidente? ¿O a Tynan? ¿O incluso a su mujer? Sólo a mí. Pero, ¿por qué a mí?

– Tal vez porque confiaba en usted más que en el presidente o el director. Posiblemente porque consideró que usted le comprendería mejor que su esposa.

– Es que no lo entiendo -dijo Collins con desesperación-. El Documento R. -Se sintió como perdido, tratando de alcanzar algo sin conseguirlo.- ¿Qué podrá ser?

El padre Dubinski se levantó.

– Será mejor que lo averigüe, y que lo averigüe cuanto antes. -Le entregó a Collins la hoja de papel.- Ahora sabe usted todo lo que yo sé, todo lo que Noah Baxter deseaba decirle en su última agonía. Lo demás está en sus manos. -Contuvo el aliento.- Aquí se encierra un peligro. Rezaré por su éxito y por su seguridad. Que Dios le acompañe.

3

A la mañana siguiente Collins se levantó temprano. Se duchó, se vistió y abandonó su residencia de nueve habitaciones de McLean, Virginia, para recorrer los doce kilómetros que le separaban de su lugar de trabajo, sin haberle revelado a su mujer ningún detalle acerca de lo ocurrido la noche anterior en la iglesia de la Santísima Trinidad.

Durante la cena y en el transcurso de toda la noche, experimentó el deseo de contarle a Karen todo el episodio del padre Dubinski. Pero una especie de instinto de protección hacia aquel ser querido le había impedido revelar nada acerca de aquel encuentro. Sabía que el asunto hubiera inquietado y preocupado a Karen porque también a él le había inquietado y preocupado.

Le habló, en su lugar, de la llamada del presidente confirmándole su viaje a California. Sus únicas misiones consistirían en pronunciar un discurso en la Asociación Norteamericana de Abogacía, aparecer en un programa de televisión y, de ser posible, realizar alguna labor informal de cabildeo entre los legisladores del estado. Por lo demás, estaría libre y podría disfrutar del sol de California durante unos días. Le había pedido a Karen que le acompañara. Ella se había resistido alegando como excusa su embarazo y su estado general de agotamiento. Había insistido en que aprovecharía mejor el tiempo viendo a Josh, su hijo, y visitando a algunos de sus viejos amigos. Collins no había insistido. Sabía que podría aprovechar el tiempo viendo no sólo a Josh sino también a la persona que Paul Hilliard tenía interés en que viera, es decir, al miembro de la Asamblea Olin Keefe, el hombre según el cual el FBI estaba falseando las estadísticas criminales referentes a California. A raíz de su encuentro con el sacerdote, Collins había empezado a experimentar ciertos recelos en relación con el FBI.