Tras almorzar en su comedor privado en compañía de tres fiscales y atender otras llamadas telefónicas, Collins se dispuso a dar comienzo a sus investigaciones privadas en relación con el Documento R.
En su automóvil, conducido por Pagano y acompañado por Hogan, llegó a la conocida casa de tres plantas, construida en ladrillo blanco a principios del siglo XIX, cuando faltaban cinco minutos para las dos. Dejando al chófer y al guardaespaldas en el automóvil, Collins subió la majestuosa escalinata de barandillas de hierro forjado y llamó al timbre. Le abrió la puerta la jovial sirvienta negra.
– Voy a llamar a la señora Baxter -dijo la sirvienta-. ¿Quiere usted esperar en el patio? Hace un día tan bonito…
Collins accedió, la siguió hasta las puertas correderas de cristal y salió al patio embaldosado. Contempló su imagen reflejada en la piscina y luego se acomodó en un sillón de hierro forjado con un cojín sobre el asiento que se encontraba junto a una mesa de superficie de cerámica y encendió un cigarrillo.
– Hola, señor Collins -escuchó que le decía una joven voz.
Volvió la cabeza y vio a Rick Baxter, el nieto de Hannah Baxter, arrodillado sobre las baldosas y accionando los mandos de un cassette.
– Hola, Rick. ¿Cómo, no has ido hoy a la escuela?
– El chófer se ha puesto enfermo y la abuela me ha dejado quedarme en casa.
– ¿Se encuentran tus padres todavía en África?
– Sí. No pudieron llegar a tiempo para el entierro del abuelo y se van a quedar allí otro mes.
– Parece que tienes dificultades con ese chisme. ¿Le ocurre algo?
– No puedo conseguir que funcione -repuso Rick-. Estoy intentando arreglarlo para esta noche porque quisiera grabar el programa especial de la televisión sobre «La historia del cómic enAmérica»… pero no puedo…
– Déjame ver, Rick. No soy mecánico, pero tal vez pueda ayudarte.
Rick le pasó el aparato a Collins. Era un muchacho de cabello castaño y expresivos ojos con las típicas abrazaderas en los dientes. Collins recordaba que, para tener solamente doce años, era muy inteligente y maduro.
Collins tomó el magnetófono, examinó todos los botones para cerciorarse de que estuvieran en la posición correcta y después abrió el aparato. Descubrió inmediatamente dónde estaba el fallo, efectuó un pequeño ajuste y puso en marcha el aparato. Funcionaba.
– ¡Gracias! -exclamó Rick-. Ahora podré grabar el programa de esta noche. Debiera usted ver mi colección. Grabo todas las mejores entrevistas y programas de radio y televisión. Tengo la mejor colección de toda la escuela. Es mi afición preferida.
– Algún día todo eso tendrá mucho valor -dijo Collins.
La era del cassette, pensó Collins. Se preguntó si alguno de aquellos muchachos, incluso de los más listos como Rick, sería capaz de escribir. Comprendió que la situación se agravaría aún más una vez se aprobara la Enmienda XXXV. La grabación de conversaciones telefónicas, la instalación de aparatos de escucha, los artificios electrónicos gozarían de la pública aprobación.
– Hola, abuela -le oyó decir a Rick.
Collins se levantó inmediatamente y giró sobre sus talones para saludar a Hannah Baxter. Al acercarse ésta, Collins la abrazó y la besó afectuosamente en la mejilla. Era una mujer regordeta y de baja estatura, con un rostro lustroso y cálido de generosas facciones.
– Lo lamento -le dijo Collins-, lo lamento de veras.
– Gracias, Christopher. Pero me alegro de que todo haya terminado. No podía soportar verle sufrir o simplemente vegetar, él que era un hombre todo vitalidad. Le echo de menos. No te imaginas cuánto echo de menos a Noah. Pero así es la vida. Todos tenemos que pasar por lo mismo. -La señora Baxter se volvió un instante.- Rick, entra en la casa y déjanos solos. Nada de televisión ni de magnetófono hasta la noche. Abre tus libros. No quiero que te retrases en los estudios porque de otro modo tu padre se va a enojar conmigo.
Una vez el muchacho se hubo marchado, Hannah Baxter se acomodó junto a la mesa y Collins volvió a sentarse.
Hannah siguió hablando nostálgicamente de Noah Baxter, de cuando éste gozaba de buena salud y de los buenos tiempos que habían disfrutado juntos, pero al final su voz se perdió.
– No me dejes seguir hablando -dijo lanzando un suspiro-. ¿Qué tal te va el trabajo?
– No me resulta fácil. Ahora comprendo las dificultades por las que Noah tuvo que pasar.
– Solía decir que era como tener instalado el despacho sobre arenas movedizas. Por mucho que uno se esforzara, cada vez se iba hundiendo más. No obstante, si hay alguien que pueda afrontar todo eso ése eres tú, Christopher. Sé que Noah siempre confió mucho en ti.
– ¿Es por eso por lo que me mandó llamar la última noche, Hannah?
– Pues, claro.
– ¿Qué le dijo a usted?
– Me encontraba a su lado cuando salió del estado de coma. Estaba terriblemente débil y no articulaba muy bien. Me reconoció, murmuró unas palabras de cariño y después me pidió que le hiciera un favor. «Trae a Chris Collins aquí. Debo verle. Algo urgente. Importante. Tengo que hablar con él», me dijo. Desde luego no hablaba con la misma claridad con que te lo estoy diciendo, pero fue eso lo que intentó decir. Y te mandé llamar. Siento que no pudieras llegar a tiempo.
– Hannah, ¿por qué no le dijo a usted lo que deseaba decirme a mí?
A Hannah jamás se le hubiera podido pasar por la cabeza semejante idea.
– Él no hubiera hecho nunca tal cosa. Estoy segura de que debía de ser un asunto de trabajo. Raras veces comentaba ese tipo de asuntos conmigo. Siempre hablaba directamente con la persona interesada. En este caso, tenía algo que decirte a ti. Lástima que no pudiera hacerlo.
Collins hubiera deseado decirle que sí lo había hecho, por mediación del padre Dubinski, pero, dado que ella no lo sabía, decidió instintivamente no comunicárselo.
– Ojalá hubiera podido hablar con él dijo Collins-. Me hubiera podido aclarar un montón de cosas. Me refiero a mi trabajo. Hay, por ejemplo, unos documentos que no logro encontrar. Hemos buscado en los archivadores que tenemos en el despacho. Mi secretaria dice que un archivador, el archivador personal de Noah, fue trasladado a esta casa cuando él cayó enfermo.
– Es cierto. Lo mandé colocar en su estudio.
– ¿Me permitiría que dedicara unos minutos a repasarlo, Hannah?
– Ya no lo tengo. El archivador ya no está aquí. Se lo llevaron al día siguiente de la muerte de Noah. Me llamó Vernon Tynan. Me lo pidió prestado para uno o dos meses. Me dijo que deseaba examinarlo para cerciorarse de que no contuviera ningún documento de alta seguridad. Yo se lo entregué con mucho gusto. Todo ese material de alta seguridad que Noah andaba siempre manejando me ponía muy nerviosa. Por consiguiente, si necesitas algo, tendrás que acudir a Vernon. Estoy segura de que te ayudará.
Curioso, pensó Collins. ¿Qué buscaría Vernon T. Tynan en los documentos privados del coronel Baxter? Pero no había tiempo para pensar en ello en aquellos momentos.
– En realidad, Hannah, lo que yo ando buscando es un documento del Departamento de Justicia relacionado con la Enmienda XXXV. Tiene un nombre. Se llama Documento R… el Documento R. ¿Lo vio usted, por casualidad, en el archivador?
– Jamás examiné el archivador. No había motivo para que lo hiciera.
– Bien, pues ¿recuerda si Noah le habló alguna vez de algo llamado Documento R?
– No, no recuerdo nada de todo eso -repuso ella sacudiendo la cabeza-. Como ya te he dicho, raras veces me hablaba de asuntos relacionados con su trabajo.
– ¿Se le ocurre alguien, algún amigo tal vez, con quien él hubiera podido comentarlo? -prosiguió Collins, ya decepcionado.