Ella señaló la coletilla de cigarrillos que había sobre la mesa.
– ¿Puedo coger uno, Christopher? -Collins sacó apresuradamente un cigarrillo, se lo entregó y se lo encendió.- Empecé a fumar de nuevo al día siguiente del entierro. -Hannah inhaló profundamente y permaneció pensativa unos instantes.- Noah no tenía muchos amigos íntimos. Era una persona muy reservada, como seguramente sabes. Pasaba mucho tiempo en el despacho con algunas personas, como Vernon Tynan y Adcock, pero era más bien una relación de tipo laboral. Desde el punto de vista personal… ¿un amigo íntimo? -Se interrumpió perdida en sus pensamientos.- Bueno, supongo que si a alguien hubiera que calificar así sería a Donald… Donald Radenbaugh. Él y Noah eran muy amigos, hasta que el pobre Donald se vio envuelto en todas aquellas dificultades.
En un principio aquel nombre no le sonó a Collins, pero después ordenó sus pensamientos y recordó los titulares de los periódicos.
– Tras el juicio, la sentencia y el ingreso de Donald en la penitenciaría federal de Lewisburg -prosiguió Hannah Baxter-, Noah ya no pudo verle, claro. Teniendo en cuenta el cargo que ocupaba Noah, no hubiera sido correcto. Fue lo mismo que ocurrió cuando Robert Kennedy era secretario de Justicia y su amigo James Landis se vio envuelto en aquel caso de evasión de impuestos. Kennedy se negó a entender en el asunto. No podía intervenir. Lo mismo le ocurrió a Noah en el caso de Donald Radenbaugh. Pero Noah siempre creyó en la inocencia de Donald y pensaba que se había cometido con él una injusticia. Sea como fuere, lo cierto es que Donald había sido uno de los mejores amigos de Noah.
– Donald Radenbaugh -dijo Collins-. Recuerdo su nombre. Se oyó mucho entonces… hace dos o tres años… No sé qué escándalo económico, ¿no? No recuerdo los detalles.
– Fue un caso muy enrevesado. Yo tampoco recuerdo los detalles con exactitud. Donald ejercía la abogacía aquí en Washington cuando se convirtió en asesor presidencial de la anterior administración. Fue acusado de complicidad en la defraudación o extorsión, no recuerdo muy bien, de un millón de dólares a unas grandes empresas que habían suscrito contratos con el gobierno. En realidad, el dinero procedía de aportaciones ilegales a la campaña. Al acorralar el FBI a un hombre llamado Hyland, este Hyland aportó unas pruebas con el fin de que se le rebajara la pena y le echó toda la culpa a Donald Radenbaugh. Afirmó que Donald se encontraba de camino hacia Miami Beach para entregar el dinero a un tercer cómplice. El FBI detuvo a Donald en Miami, pero éste no tenía consigo el dinero e insistió en que jamás lo había tenido. A pesar de ello, y sobre la base de la declaración de Hyland, Donald fue juzgado y declarado culpable.
– Sí, lo voy recordando -dijo Collins. Creo que la sentencia fue dura, ¿verdad?
– Quince años -repuso Hannah-. Noah se disgustó mucho. Siempre dijo que Donald había sido utilizado por los ayudantes del presidente como víctima propiciatoria con el fin de conservar limpia la imagen de la administración. Noah no pudo intervenir en el juicio. Intentó rebajar la pena, pero no lo consiguió. Sé que esperaba conseguir la libertad bajo palabra una vez Donald hubiera cumplido cinco años de condena, pero Noah ya no está aquí para ayudarle. En cualquier caso, creo que Donald Radenbaugh es la única persona que podría serte útil… aparte de Vernon Tynan.
– ¿Me está usted sugiriendo que es posible que Radenbaugh sepa algo acerca del Documento R?
– No puedo decirlo, Christopher. Sinceramente, no lo sé. Pero, si ese documento fuera algún trabajo o proyecto en el que Noah se hallaba ocupado, cabe la posibilidad de que lo hubiera comentado con Donald Radenbaugh. En cuestiones difíciles solía pedir consejo a Donald. -Hannah apagó la colilla del cigarrillo.- Podrías visitar Lewisburg oficialmente y entrevistarte con Donald, decir que deseas ayudarle tal como Noah quería hacer. Tal vez colabore contigo y te facilite la información que necesitas. Yo podría escribirle diciéndole que puede confiar en ti, que eras el protegido y el amigo de Noah.
– ¿Lo haría usted? -preguntó Collins vehementemente-. Desde luego yo trataré de ayudarle.
– Pues claro que lo haré. De todos modos, tenía intención de escribirle unas líneas acerca de lo que ha ocurrido. No creo que reciba mucha correspondencia aparte de la de su hija. Tiene una hija encantadora llamada Susie, que ahora vive en Filadelfia. Le diré a Donald que irás a visitarle. ¿Sabes cuándo vas a hacerlo?
Collins repasó mentalmente su calendario.
– Tengo que ir a California a finales de semana para pronunciar un discurso. Regresaré seguramente algunos días después. Bien, puede decirle al señor Radenbaugh que acudiré a visitarle dentro de una semana. No más tarde, con toda seguridad. Me ha facilitado usted una buena pista, Hannah, y se lo agradezco mucho. Se levantó, se acercó a ella y le besó en la mejilla.- Gracias por todo. Cuídese y distráigase mucho. Si hay alguna cosa que Karen o yo podamos hacer, llámenos, por favor.
Mientras salía y se dirigía hacia su automóvil, empezó a sentirse mucho mejor. Radenbaugh constituía una auténtica posibilidad. Pero inmediatamente después empezó a preocuparse. Primero tendría que plantearle a Vernon T. Tynan el misterio del Documento R. No sabía cómo, pero tendría que hacerlo más tarde o más temprano. Lo decidió en el momento en que subía al automóvil. Cuando antes, mejor.
A las diez y media de la mañana siguiente, Chris Collins se reunió con Vernon T. Tynan en la sala de conferencias contigua al despacho del director, en la séptima planta del edificio J. Edgar Hoover.
Collins había abrigado la esperanza de que la entrevista tuviera lugar en el propio despacho de Tynan. Deseaba ver si el archivador particular de Noah Baxter se encontraba en aquel despacho. Pero, cuando Collins llegó a la séptima planta, Tynan le estaba aguardando en el pasillo y le acompañó a la sala de conferencias. Una vez allí, Tynan había insistido en que Collins tomara asiento en el sillón de la cabecera de la mesa, mientras él ocupaba una silla a la derecha del secretario de Justicia.
Mientras Collins extraía de su cartera de documentos la carpeta que contenía las más recientes estadísticas criminales relativas a California, observó al director y le vio bromear con su secretaria, que estaba sirviéndoles té y café. Desde su encuentro con el padre Dubinski en la rectoría de la iglesia de la Santísima Trinidad, Collins abrigaba crecientes recelos en relación con el director del FBI. Pero ahora, mientras contemplaba a Tynan bromeando con su secretaria, sus recelos se le antojaron irreales y fueron esfumándose poco a poco. El agresivo rostro de Tynan aparecía suavizado por una sonrisa. Poseía una franqueza y una sinceridad que desarmaban. ¿Cómo era posible que inspirara recelos el principal encargado de velar por el cumplimiento de la ley en el país? Tal vez el sacerdote hubiera interpretado erróneamente o bien exagerado las amenazas del emisario de Tynan.
– No lo olvide, Beth -le dijo el director a su secretaria mientras ésta se disponía a abandonar la estancia-, nada de interrupciones. -La puerta se cerró, y Tynan se dedicó por entero a su visitante.- Bien, Chris, ¿en qué puedo servirle?
– Es sólo unos minutos -dijo Collins rebuscando entre sus papeles-. Estoy revisando el discurso que voy a pronunciar en Los Angeles. Voy a incluir las más recientes estadísticas criminales del FBI relativas a California…
– Sí, las hemos preparado especialmente para California. Allí es donde tenemos que trabajar. ¿Las ha recibido? Se las envié ayer.
– Las tengo aquí -repuso Collins-. Quiero cerciorarme de que son las estadísticas más recientes. Si se ha producido alguna novedad…
– Está usted completamente al día -dijo Tynan-. Las más graves hasta ahora. Resultarán muy efectivas en su discurso. Hágales usted comprender que son ellos, más que los ciudadanos de cualquier otro estado, quienes precisan de la ayuda constitucional.