– Y se le recordará, jefe -dijo Adcock fervorosamente.
– ¿Sí? Bueno, pues quiero asegurarme de que el señor Collins también lo comprenda. Creo que sería mejor que empezáramos a vigilarle. No sólo aquí… sino también en California. -Se detuvo y su pausa fue casi una amenaza.- Sobre todo en California. Sí. Vamos a hablar un poco de todo eso, Harry, del señor Collins y de California. Se me han ocurrido unas cuantas ideas. Vamos a estudiarlas.
4
A pesar del discurso que tendría que pronunciar y del maldito programa de televisión, Chris Collins había estado deseando efectuar aquel viaje a California. Se había organizado deliberadamente unos planes muy agradables. Llegaría a San Francisco el jueves por la tarde, se hospedaría en su suite preferida del hotel St. Francis y se reuniría a tomar una copa con dos de los cuatro fiscales encargados de los cuatro distritos judiciales de California. Después esperaría a que Josh, su hijo de diecinueve años, llegara de Berkeley. Llevaba ocho meses sin ver al muchacho. A continuación, se dirigirían juntos al restaurante Erni’s y disfrutarían de una larga y tranquila cena, en cuyo transcurso podrían hablar de sus cosas.
Pero sus planes no habían resultado ni mucho menos así. Dos días antes de su partida, Collins había telefoneado a Josh para quedar con él.
La conversación había comenzado con las obligadas preguntas y las abreviadas respuestas.
– ¿Qué tal estás, Josh?
– Muy ocupado. Mucho trabajo en casa y mucho trabajo fuera.
– ¿Y qué tal los estudios?
– Ya puedes imaginarte. Como de costumbre.
– ¿Sigue interesándote Políticas?
– Sí, pero resulta algo muy aburrido.
– ¿Has visto a tu madre últimamente?
– No la he visto desde el día de su cumpleaños. Estuve dos días en Santa Bárbara. Helen está bien. Pero no me la puedo quitar de encima.
– ¿Qué tal su marido?
– Supongo que van tirando. Yo no le soporto. ¿De qué se puede hablar con un ex profesional del tenis que padece artritis? Y lo peor es que insiste en llamarme «hijo», cosa que no me hace ninguna gracia.
Collins no había podido evitar echarse a reír y, al final, Josh no había tenido más remedio que reírse también. Desde luego el muchacho no carecía de sentido del humor; de hecho, sabía ser muy agudo cuando creía que merecía la pena y se preocupaba mucho por el mundo que le rodeaba. Físicamente se parecía mucho a su padre. Era alto y delgado -medía más de metro ochenta- y poseía un rostro enjuto.
Collins le había preguntado si todavía llevaba barba. Él había respondido que se la había recortado a la mitad. Mary había insistido en que lo hiciera. Sí, seguía viviendo con Mary y gozando de la dicha de ser soltero. Recientemente ella había vuelto a decorar el apartamento que ambos compartían en la calle Stuarty había pintado por sí misma las paredes. Josh se había mostrado lo suficientemente considerado como para preguntar por Karen, a la que sólo había visto en dos ocasiones. Collins había dudado acerca de si decirle o no que estaba embarazada y, al final, le había dicho que tendría un hermano o una hermana dentro de cinco meses. Para alivio de Collins, Josh se había mostrado muy contento y le había felicitado.
– ¿Cuándo los vamos a ver por aquí? -había preguntado Josh.
– Por eso precisamente te llamaba -le había contestado Collins-. Me verás esta semana si estás libre. El jueves me trasladaré a San Francisco.
Después Collins le había explicado á su hijo el motivo de su visita a California.
Tras un breve silencio, Josh había preguntado:
– ¿Vas a hacer propaganda de la Enmienda XXXV en ese discurso, papá?
Collins había vacilado, presintiendo la inminencia de una tormenta.
– Sí, en efecto.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque ése es mi trabajo. Formo parte de la administración.
– No me parece una buena razón, papá.
– Bueno, es que hay otras razones. La Enmienda XXXV tiene también sus cualidades.
– Yo no le veo ninguna -había replicado Josh-. Seré sincero contigo. Te he dicho antes que tenía mucho trabajo fuera. Bueno, pues dedico todo el tiempo libre que tengo a luchar en contra de la aprobación de esta enmienda. Será mejor que lo sepas: me he incorporado al grupo de Tony Pierce; soy uno de los investigadores de la Organización de Defensores de la Ley de Derechos. Vamos a organizar la lucha aquí en California.
– Les deseo suerte. Pero me temo que van a perder. El presidente va a poner todo su empeño.
– ¡El presidente! -había dicho Josh en tono despectivo-. Tiene una cabeza más vacía que un balón de fútbol. Si pudiera, barrería a todo el país bajo la alfombra. El que más nos preocupa es Tynan. Es una copia de Hitler…
– Yo no sería tan duro con él, Josh. Es un policía, y con una tarea muy difícil por delante. No se parece nada a Hitler.
– Yo puedo demostrarte que te equivocas -le había replicado Josh.
– ¿Qué quieres decir?
– Los defensores de la Enmienda XXXV están siempre diciendo que ésta no será invocada más que en casos de grave emergencia, como pudiera ser un intento de derribar el gobierno.
– Y es completamente cierto.
– Papá, creo que las personas que respaldan la enmienda… y no me estoy refiriendo a ti, sino a Tynan y a su grupo, pretenden hacer otras muchas cosas una vez se haya aprobado.
– ¿Otras muchas cosas? ¿Como qué?
– No quiero decírtelo por teléfono. Pero te lo puedo demostrar.
– Demostrar, ¿qué? -había preguntado Collins, tratando de contenerse.
– Ya lo verás. Te llevaré a cierto lugar. Lo hemos investigado todo y se te abrirán los ojos. Hay que verlo con los propios ojos para creerlo. Nosotros, me refiero a los de la ODLD, nos lo estábamos reservando entre otras cosas que vamos a dar a conocer algunos días antes de que los legisladores voten sobre la enmienda. Pero mis amigos no se opondrán a que te lo muestre, teniendo en cuenta quién eres. Tal vez esto te haga cambiar de idea.
– Estoy dispuesto a acoger todo lo que sea razonable. Si no quieres decirme por teléfono de qué se trata, tal vez puedas decirme dónde se encuentra. Como comprenderás, no dispondré de mucho tiempo.
– Merecerá la pena. Te acompañaré allí. Hazme un favor, papá. Hazme este favor.
Collins se había sobresaltado un poco. No recordaba que últimamente su hijo le hubiera pedido ningún favor.
– Bueno, tal vez pueda arreglarlo. ¿Qué hacemos?
– Nos reunimos el jueves al mediodía en Sacramento.
– ¿Sacramento?
– Desde allí iremos en coche hasta un lugar llamado Newell…
Y así fue cómo, porque además de secretario de Justicia era padre, y padre que amaba a su hijo, Collins se había trasladado a Sacramento en lugar de a San Francisco, tras haber acordado reunirse con los fiscales en Los Angeles y no en aquella ciudad.
Había llegado a Sacramento poco antes del mediodía. Josh, aseado, muy moreno y con la barba pulcramente recortada; le estaba esperando lleno de emoción contenida. Tras fundirse en un abrazo, ambos se habían dirigido inmediatamente al Mercury alquilado. Con ellos había ido el agente especial Hogan. El agente Oakes había quedado aguardando su regreso por la tarde, pues Collins tenía previsto volar directamente a Los Ángeles.
Ahora, tras llevar por la carretera lo que había parecido una eternidad, Josh le aseguraba que ya se estaban acercando a su lugar de destino. No había querido decirle cuál era éste.
– Tienes que verlo con tus propios ojos -le había repetido varias veces.