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– Yo podría estar dispuesto a ello -dijo Collins-, pero me temo que el director Tynan se mostraría bastante menos inclinado a aceptar unas pruebas de oídas. Supongo que comprenden mi situación. No puedo ir al director Tynan y contradecirle, enfrentándome a él y a todo el FBI, sin disponer de pruebas escritas susceptibles de confirmar las acusaciones que acaban ustedes de formular. Ahora bien, si lograran ustedes que estos policías accedieran a firmar una declaración…

– No es posible -dijo Keefe en tono abatido-. Lo he intentado, pero ha sido inútil.

– Tal vez lo pudiera intentar yo. Es posible que estén dispuestos a presentar una demanda a través mío, en mi calidad de secretario de Justicia, aunque no se atrevieran a hacer tal cosa con usted. ¿Tiene los nombres de los jefes de policía a los que ha entrevistado?

– Aquí los tengo -dijo Keefe levantándose y dirigiéndose hacia la mesa sobre la cual aparecía abierta una cartera de color marrón.

En aquellos momentos llamaron a la puerta. Keefe fue a abrir e hizo pasar al camarero del servicio de habitaciones, que traía una bandeja con el bocadillo de Collins. Tras firmar el vale y esperar a que se fuera, Keefe se dirigió hacia el lugar en que se encontraba la cartera.

Collins había perdido el apetito, pero sabía que si no comía más tarde se sentiría hambriento. Abrió el bocadillo de jamón y queso, extendió un poco de mostaza en su interior y se esforzó en tomar un bocado. Estaba ingiriendo un sorbo de té en el momento en que Keefe regresó con un cuaderno de notas.

Keefe arrancó tres páginas y se las entregó a Collins.

Los jefes de policía que no quisieron hablar están tachados. Los ocho restantes sí lo hicieron. Ahí encontrará usted sus direcciones y números de teléfono. Espero que tenga suerte. Aunque la verdad es que dudo que lo consiga.

Lo intentaré dijo Collins doblando las hojas y guardándoselas en el bolsillo de la chaqueta.

– La cuestión es que alguna persona o personas no identificadas de su Departamento están organizando una deliberada campaña de terror aquí en California -dijo Keefe volviendo a acomodarse en su asiento-. Al parecer, están decididos a hacernos tragar la Enmienda XXXV a toda costa… a costa de la honradez y a costa de la decencia.

– Si se refiere usted a la manipulación de las estadísticas…

– Me refiero a otras muchas cosas -dijo Keefe.

– Cuénteselo -le instó Yurkovich desde el sofá-, cuénteselo todo.

– Pienso hacerlo -le aseguró Keefe. Esperó a que Collins se tragara lo que tenía en la boca y se terminara lo que le quedaba del bocadillo y añadió-: No es muy bonito lo que vamos a decirle. La manipulación de las estadísticas, señor Collins, es lo de menos. Alguien de Washington está manipulando nuestras propias vidas.

Collins descruzó las piernas y se irguió en su asiento.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Quiero decir que el FBI ha organizado una campaña de intimidación contra ciertos miembros de la Asamblea, asustándonos mediante chantaje…

La palabra chantaje le recordó a Collins su encuentro con el padre Dubinski en la iglesia de la Santísima Trinidad. El sacerdotehabía hablado de chantaje. Ahora aquel legislador de California estaba haciendo lo mismo. Collins se dispuso a seguir escuchándole.

– … un chantaje sutil -estaba diciendo Keefe-, pero un chantaje de la peor especie. Y dirigido sobre todo contra los legisladores indecisos, contra los que todavía no han adoptado una postura en relación con la Enmienda XXXV. El ataque ha estado dirigido especialmente contra los legisladores que… bueno, que son vulnerables.

– ¿Vulnerables?

– Me refiero a aquellos cuyas vidas privadas no son precisamente un libro abierto. Aquellos legisladores en cuyo pasado puede haber algo que no desean que se divulgue. La mayoría de ellos no se han atrevido a protestar. Pero el asambleísta Yurkovich y el asambleísta Tobias… a pesar de no considerar oportuno denunciar al FEI…

– Porque el chantaje es demasiado sutil -terció Yurkovich interrumpiendo a Keefe-. No es claro y directo. Nuestras denuncias hubieran sido rechazadas incluso tal vez refutadas.

– En efecto -dijo Keefe conviniendo con él-. En cualquier caso, y puesto que no podían protestar eficazmente en público, mis dos colegas se han mostrado dispuestos a acudir aquí con el fin de expresarle a usted personalmente sus protestas. Al principio temieron que usted pudiera formar parte del complot. Pero, antes de que lo haya hecho usted, el senador Hilliard me convenció, y yo les convencí a ellos, de que era usted un hombre honrado y digno de confianza, tal vez demasiado nuevo en este cargo para saber lo que alguien se está llevando entre manos a espaldas suyas. -Keefe se detuvo.- Confío en que esta valoración de su persona sea correcta.

Collins buscó un cigarrillo y se lo acercó a los labios. No le sorprendió observar que le estaba temblando la mano.

– Honrado y digno de confianza, sí. Pero, ¿qué es lo que se están llevando entre manos a espaldas mías? Prosiga, facilíteme más detalles.

– Permítame contarle lo que me ha ocurrido a mí -dijo Yurkovich-. Señor Collins, yo era un alcoholizado. Lo fui hasta hace ocho años. Al final, ingresé en un sanatorio y me sometieron a tratamiento. Conseguí curarme por completo y no he vuelto a beber desde entonces. Nadie lo ha sabido a excepción de los miembros de mi familia. Sin embargo, hace una semana dos agentes del FBI, uno de ellos llamado Parkhill y el otro Naughton, me visitaron en mi despacho de Sacramento. Dijeron que necesitaban mi ayuda en una investigación que estaban realizando. Se trataba de una investigación muy difícil. Semejantes investigaciones en relación con la infracción de las leyes federales resultarían considerablemente más fáciles una vez se aprobara la Enmienda XXXV. Pero, de momento, no tenían más remedio que actuar despacio. Precisaban de información acerca de un determinado centro, un centro de rehabilitación de alcoholizados, en el que habían averiguado que un legislador de California había permanecido internado durante cinco meses. Tal vez yo pudiera facilitarles más detalles acerca de los propietarios de dicho centro. -Yurkovitch se interrumpió brevemente, sacudiendo la cabeza con gesto de incredulidad.- Fue una forma diabólica de comunicarme que lo sabían. Mi secreto se hallaba en sus manos. Su comportamiento me resultó repugnante.

Por un momento Collins experimentó también repugnancia.

– ¿Y qué les dijo usted? -preguntó.

– ¿Qué podía decirles? Reconocí que había sido un paciente de aquel sanatorio. Les seguí la corriente en lo de la investigación que estaban llevando a cabo acerca de los propietarios de una cadena nacional de sanatorios que, al mismo tiempo, estaban envueltos en el tráfico de drogas. Yo les referí lo que había visto y oído en el transcurso de mi permanencia en el centro. Cuando todo terminó, me dieron las gracias. Les pregunté si toda aquella información permanecería en secreto. Uno de ellos contestó: «Podría ser llamado a prestar testimonio ante un tribunal.» Yo les dije que no podría hacer tal cosa. El agente replicó: «Eso no está en nuestras manos. Puede usted hablar con el director, si lo desea. Tal vez él pueda llegar a un entendimiento con usted.» Tras lo cual se marcharon. Yo ya tenía el mensaje. La Enmienda XXXV es beneficiosa para el país. Vota en favor de la Enmienda XXXV y el director no divulgará tu hospitalización. Si no colaboras, la divulgará.