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– ¿Y qué va usted a hacer? -preguntó Collins.

– He luchado mucho por llegar hasta donde he llegado -repuso Yurkovich con sencillez-. Me gusta el puesto que ocupo. Procedo de un distrito conservador. Fui elegido por unos electores que sólo confían en los funcionarios que no beben. No tengo alternativa. Tendré que votar en favor de la Enmienda XXXV.

– ¿Está usted seguro de que la investigación no era auténtica? -preguntó Collins-. ¿No podría ser que usted hubiera interpretado erróneamente sus observaciones?

– No es probable pero es posible. Juzgue usted por sí mismo. En cuanto a mí, no quiero correr ningún riesgo.

El orondo individuo sentado en el sofá al lado de Yurkovich levantó un brazo.

– Ni yo tampoco -dijo el asambleísta Tobias.

– ¿Quiere usted decir que también le ha ocurrido lo mismo? -le preguntó Collins.

– Casi -contestó Tobias-. Sucedió un día más tarde. Sólo que el FBI no acudió a visitarme a mí. Fueron a… bueno, tengo una amiga y la visitaron a ella. -Lanzó un suspiro.- Soy un buen padre de familia con hijos. Al menos, eso es lo que parece por fuera. En realidad, mi esposa y yo terminamos hace mucho tiempo. Pero, por el bien de nuestros hijos, permanecimos casados, y, una vez nuestros hijos hubieron crecido, decidimos seguir conservando las apariencias. De este modo mi mujer podría disfrutar de una vida social y yo podría conservar mi puesto en el Gobierno. Durante buena parte de estos años yo he mantenido relaciones con otra mujer en una residencia aparte. No lo sabía nadie más que nosotros tres. Y hace una semana el FBI visitó a mi amiga. Recuerdo que el nombre de uno de los agentes era Lindenmeyer. Se mostraron muy amables con ella, al observar lo mucho que la habían asustado. Intentaron tranquilizarla. Se pasaron un rato hablándole de otras cosas, cosas que no revestían carácter personal. Y hasta le hablaron de la Enmienda XXXV… así como el que no quiere la cosa. Al final, fueron al grano. Yo pertenecía a un comité que se ocupaba de contratos suscritos con el gobierno. Estaban realizando una investigación acerca de un miembro sospechoso del comité. Estaban realizando también otras investigaciones de carácter rutinario acerca de otros miembros. Deseaban saber si yo le había hablado alguna vez de los contratos suscritos con el gobierno. Ella intentó decirles que no me conocía demasiado bien, pero ellos hicieron caso omiso de sus protestas. Conocían ciertos hechos. Sabían cuántos días a la semana había pasado con ella a lo largo de un determinado número de años. Al marcharse le dijeron que, en caso necesario… sí, subrayaron lo de «en caso necesario», tal vez tuvieran que llamarla a declarar.

– No puedo creerlo -dijo Collins respirando hondo.

– Yo sí lo creo -dijo Tobias-. No puedo demostrar que lo hicieran con el propósito de obligarme a modificar mi voto. Pero tengo que proteger a mi esposa y a esa mujer. Y supongo que también a mí mismo. Por consiguiente, modificaré mi voto. Me desagrada la Enmienda XXXV. Pero, cuando me toque el turno de votar, diré un «sí» muy alto y muy claro, para que se entere todo el mundo. Eso es, señor Collins, ya lo sabe usted todo.

Collins guardó silencio y experimentó una sensación de repugnancia.

– ¿Le ha ocurrido eso a otros legisladores? -preguntó sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo.

– No lo sé -repuso Tobias-. Se trata de algo de lo que no deseamos hablar unos con otros. Todos tenemos nuestras vidas privadas y deseamos que sigan siendo privadas.

– ¿Y a usted, señor Keefe? -preguntó Collins mirando a su anfitrión.

– A mí no me ha visitado nadie, porque saben cuál es mi postura y saben que les echaría de un puntapié. Yo tengo también mi vida privada y me imagino que podrían sacar algo. Pero no me importaría lo más mínimo. No me juego tantas cosas como mis amigos. Preferiría que descubrieran lo que fuera a dejarme vencer por estos bastardos, quienesquiera que sean.

– ¿Quiénes cree usted que son? -preguntó Collins.

– No lo sé.

– Yo tampoco -dijo Collins-. Pueden estar seguros de que la cosa no procede de mi oficina. Si se trata de una campaña deliberada, podría haberla ordenado cualquier persona, desde el presidente hasta el director del FBI o cualquier funcionario a sus órdenes.

– ¿Puede usted hacer algo al respecto? -preguntó Keefe.

– No estoy seguro -contestó Collins levantándose-. Tampoco en este caso disponemos de pruebas que demuestren que esas visitas revistieron carácter intimidatorio. Es posible que se haya tratado de investigaciones auténticas. Y… es posible también que hayan sido una forma de chantaje.

– ¿Cómo averiguará usted de qué se ha tratado? -preguntó Keefe.

– Llevando a cabo una investigación acerca de los investigadores -repuso Collins.

Al regresar al hotel Beverly Hills, el empleado de la recepción le entregó a Collins un mensaje telefónico junto con la llave de su bungalow.

Desdobló la nota. La llamada se había producido hacía una hora, y el texto decía lo siguiente:

El supervisor del lago Tule te ha dicho que las instalaciones no constituían ningún secreto, que se había hablado de ellas en los periódicos. Esta noche nos hemos pasado varias horas tratando de comprobarlo. El Proyecto Sanguine se ha mencionado en la prensa. Pero las supuestas instalaciones de la Marina en el lago Tule jamás han aparecido en la prensa. Jamás se ha publicado una sola palabra acerca de ellas. He pensado que tendrías interés en saberlo. Josh Collins.

Casi lo había olvidado. Le había prometido a su hijo demostrarle que las instalaciones del lago Tule no eran un futuro campo de internamiento. Tenía que encargarse de aquel asunto. Y tenía además que echar un vistazo a aquella cuestión de la manipulación de las estadísticas criminales de California. Y tenía que aclarar también el asunto de los agentes del FBI que habían sometido a investigación a ciertos legisladores de aquel estado. Y, por encima de todo y superando en importancia a los demás asuntos, estaba el Documento R.

Lo primero era lo primero.

Rodeó el mostrador de recepción recordando que las cabinas de teléfono público se hallaban junto a la entrada del Salón Polo. Dio con ellas y descubrió que no estaban ocupadas.

Se encerró en la cabina más próxima y, marcando larga distancia, telefoneó directamente al domicilio de Ed Schrader, el secretario de Justicia adjunto. Sabía que le despertaría -en Virginia serían casi las tres de la madrugada-, pero deseaba conocer los hechos cuanto antes. Al día siguiente estaría demasiado ocupado.

Contestó al teléfono una voz soñolienta.

– ¿Sí? No me diga que se ha equivocado de número…

– No me he equivocado de número, Ed. Soy Chris. Mire, quiero que averigüe unos datos para mañana a primera hora; es decir, para hoy. ¿Tiene un lápiz a mano?

Collins explicó que la Marina poseía un sistema de comunicación con submarinos desde tierra denominado MBF o Proyecto Sanguine. Una de las principales instalaciones del mismo se hallaba en aquellos momentos en avanzada fase de construcción en el norte de California.

– Averigüe todos los datos que pueda a este respecto. No saldré hacia el programa de televisión hasta aproximadamente las doce y cuarto. Por consiguiente, hasta entonces estaré trabajando en mi suite. Llámeme en cuanto disponga de alguna información. Ahora puede darse la vuelta y seguir durmiendo.

Al abandonar la cabina telefónica, se reunió con su guardaespaldas en el vestíbulo, recorrió con él los sinuosos caminos bordeados de follaje que conducían a su bungalow, le dio las buenas noches y entró.

Paseó brevemente por el salón del bungalow quitándose la chaqueta y la corbata; su mente era un hervidero y trató de ordenar los acontecimientos del día, sobre todo su reunión con Keefe, Yurkovich y Tobias. Las acusaciones que éstos habían formulado contra personas desconocidas del FBI, o tal vez contra alguien de más arriba, habían sido muy graves. Trató de determinar la veracidad de los tres legisladores. No podía imaginarse ningún motivo por el cual alguno de ellos tuviera interés en mentir. ¿Con qué propósito se hubieran podido inventar aquellas historias? ¿Con qué objeto? No podía hallar ninguna respuesta. Por consiguiente, debían de haberle dicho la verdad. No obstante, sabía que no podía actuar sobre la base de lo que ellos le habían dicho. Sin una comprobación personal, no podía informar de ello ni al presidente ni a Tynan ni a Adcock. No estaba seguro de por dónde debía empezar. Esperaría al día siguiente, cuando tuviera el cerebro más despejado.