La luz roja sobre la cámara central empezó a brillar.
Sintiéndose medio enfermo y aturdido, Collins apenas pudo escuchar las observaciones iniciales de Vanbrugh. Escuchó su nombre y comprendió que estaba siendo presentado. Esbozó una débil sonrisa mirando hacia la cámara.
A continuación escuchó nombrar a Tony Pierce. Miró hacia el otro lado del moderador. El pecoso y abierto rostro de Pierce mostraba una grave expresión.
Volvió a escuchar su nombre e inmediatamente después la pregunta.
– Se oyó hablar a sí mismo como desde muy lejos.
– En ningún momento desde que finalizó la guerra civil han estado nuestras instituciones democráticas tan amenazadas como en los tiempos actuales. La violencia se ha convertido en un lugar común. En 1975, diez de cada cien mil norteamericanos murieron asesinados. En la actualidad, mueren asesinados veintidós de cada cien mil estadounidenses. Hace unos años, tres matemáticos del Instituto de Tecnología de Massachusetts, tras realizar un estudio acerca del creciente índice de criminalidad, llegaron a la conclusión de que, y son palabras textuales, «un muchacho de una ciudad norteamericana nacido en 1974 tiene más probabilidades de morir asesinado que las que tenía de morir en combate un soldado norteamericano en la segunda guerra mundial». Hoy en día esta cruel posibilidad se ha duplicado. Precisamente de la necesidad de poner freno a esta espiral de violencia que estamos viviendo, en la que se incluye el asesinato, ha surgido la idea de la Enmienda XXXV.
Siguió hablando trabajosamente hasta ver la tarjeta de los quince segundos y, aliviado, puso término a su declaración inicial.
Ahora oía hablar a Tony Pierce. Cada una de sus frases era como un golpe contundente y Collins decidió cerrarse en sí mismo procurando no escucharle.
Tras dos largos minutos, comprendió que se había iniciado el debate.
Escuchó hablar a Pierce una vez más.
– Los seres humanos llevan luchando por la libertad, por la libertad de la tiranía, desde hace al menos dos mil quinientos años. Y ahora, de la noche a la mañana, si la Enmienda XXXV es ratificada, en Norteamérica finalizará esta lucha. De la noche a la mañana, y por capricho del director del FBI y de su Comité de Seguridad Nacional, podría suspenderse indefinidamente la Ley de Derechos…
– Indefinidamente, no -le interrumpió Collins-. Sólo en caso de emergencia, y sólo durante un breve período, tal vez de unos cuantos meses.
– Eso dijeron en la India en 1962 -señaló Pierce-. Se produjo una situación de emergencia y suspendieron la Ley de Derechos. La suspensión se prolongó por espacio de seis años. Y después volvieron a suspenderla en 1975. ¿Quién nos puede garantizar que tal cosa no vaya a ocurrir aquí? Y, si ocurre, significará el final de nuestra libre forma de vivir. Disponemos de pruebas. Tal cosa ya ha ocurrido con anterioridad en los Estados Unidos, y siempre ha significado un desastre.
– ¿Qué está usted diciendo, señor Pierce? -terció Vanbrugh-. ¿Está usted diciendo que ya en otras épocas de nuestra historia se ha suspendido la Ley de Derechos?
– Con carácter oficioso, sí. Nuestra Ley de Derechos ha sido suspendida, pasada por alto o ignorada, con carácter oficioso, numerosas veces en nuestro pasado, y, cuando ello ha ocurrido, hemos tenido que sufrir profundamente.
– ¿Puede usted citarnos algún ejemplo concreto? -preguntó el moderador.
– Ciertamente -repuso Pierce-. En 1798, tras la Revolución Francesa, los Estados Unidos temieron una infiltración de conspiradores radicales franceses que pudieran intentar derrocar nuestro gobierno. En una atmósfera de histerismo, el Congreso hizo caso omiso de la Ley de Derechos y aprobó las leyes de Extranjería y Sedición. Cientos de personas fueron detenidas. Los periodistas que escribieron en contra de tales leyes fueron enviados a la cárcel. Los ciudadanos normales y corrientes que se manifestaron en contra del presidente John Adams fueron igualmente enviados a la cárcel. Y gracias a que Thomas Jefferson organizó una campaña contra esta locura, contra esta suspensión de la Ley de Derechos, y la gente recapacitó y le eligió presidente.
»Abundan los ejemplos. En el transcurso de la guerra de secesión se hizo caso omiso del habeas corpus y los juicios civiles cedieron el lugar a los juicios militares. Tras la primera guerra mundial, el secretario de Justicia A. Mitchell Palmer evocó la «amenaza roja» y llevó a la práctica una caza de brujas que condujo a la detención sin el uso de órdenes judiciales de tres mil quinientas personas y a la deportación de setecientos extranjeros. El presidente del Tibunal Supremo Charles Evans Hughes calificó dichas detenciones de «una de las peores prácticas de la tiranía». A comienzos de la segunda guerra mundial, los ciudadanos norteamericanos de ascendencia japonesa fueron privados de sus propiedades y confinados en campos de internamiento. No mucho tiempo después, en 1954 para ser más preciso, el senador Joseph R. McCarthy acusó temerariamente a doscientos cinco funcionarios del Departamento de Estado de ser miembros del partido comunista, fomentando de este modo otro «pánico rojo». McCarthy, que era un implacable demagogo ávido de publicidad y un alcoholizado sin remedio, difamó y destruyó a incontables norteamericanos inocentes calificando a la disensión y a la no conformidad de traición. Al final, y como consecuencia de sus excesos, se destruyó a sí mismo ante la nación durante los treinta y seis días que duró la vista Ejército-McCarthy.
»Más recientemente, el Decreto de Control del Crimen Organizado, el sueño dorado del presidente Richard M. Nixon y del secretario de Justicia John N. Mitchell, suspendió prácticamente la Ley de Derechos al contemplar el arresto preventivo de los presuntos delincuentes, la entrada sin mandamiento judicial en los domicilios privados, la limitación de los derechos de los acusados a examinar las pruebas ilegalmente obtenidas contra ellos y la instalación de aparatos electrónicos de escucha durante cuarenta y ocho horas sin mandamiento judicial y durante un período más largo con éste. Al comentar este Decreto de Control del Crimen Organizado, el senador Sam J. Ervin, de Carolina del Norte, lo calificó de «cubo de la basura de la más represiva, miope, intolerante, injusta y vengativa legislación con que el Senado haya tropezado jamás… Mejor sería calificar a este decreto de ‘ley destinada a derogar las enmiendas IV, V, VI y VIII de la Constitución’.»
– Y, sin embargo, la democracia ha sobrevivido -dijo Collins.
– Por los pelos, señor Collins. Es posible que algún día no consiga sobrevivir a semejantes ataques contra nuestra libertad. Como Charles Péguy señaló en cierta ocasión, la tiranía siempre está mejor organizada que la libertad. Si todos los horrores a que he hecho referencia se cometieron estando en vigor la Ley de Derechos, imagínese lo que puede ocurrir sin ella, una vez la Enmienda XXXV sea ratificada. Señor Collins, nuestra Constitución, con su Ley de Derechos, ha sobrevivido durante mucho más tiempo que cualquier otra Constitución escrita de la Tierra. No vayamos a destruirla con nuestras propias manos.