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– Señor Pierce -dijo Collins-, habla usted de nuestra Constitución como si ésta hubiera sido grabada en piedra o nos hubiera caído llovida del cielo… como algo inflexible y no susceptible de modificación. En realidad, nuestra Constitución actual no es más que el producto de una solución de compromiso. Antes de que fuera firmada, hubo muchas versiones de la misma, fue muchas cosas, y puede ser todavía muchas cosas…

– No se trata de eso, señor Collins -le interrumpió Pierce-. Se trata…

Vanbrugh intervino rápidamente.

– Un momento, señores. Me gustaría que el secretario de Justicia Collins explicara lo que estaba a punto de decir. Estaba usted diciendo, señor Collins, que hubo muchas versiones de la Constitución…

– Y también de la Ley de Derechos -añadió Collins.

– … antes de que se firmara la versión definitiva. Lo considero muy interesante. Es posible que muchos de nuestros espectadores no se hayan dado cuenta. ¿Nos lo quiere usted explicar?

– Con mucho gusto. Lo único que pretendo es demostrar que no estropeamos nuestra Constitución por el mero hecho de intentar modificarla. Digo que ésta fue muchas cosas antes de entrar en vigor y que puede seguir siendo otras muchas cosas. Es por eso por lo que disponemos de las enmiendas. La palabra enmienda procede del latín emendare, que significa corregir un defecto o bien modificar algo para mejorarlo.

– Pero, ¿qué nos dice de aquellas distintas versiones de la Constitución y de la Ley de Derechos? -le aguijoneó Vanbrugh.

– Sí. Bien, tal como ustedes saben, un grupo de cincuenta y cinco personas pertenecientes a doce estados se reunieron de mayo a septiembre de 1787 en la Casa del Estado de Pennsylvania, actualmente Edificio de la Independencia, con el fin de redactar una Constitución que uniera a trece estados individuales en una sola nación. El promedio de edad de aquellos hombres era de cuarenta y tres años. Tal vez patriotismo y supervivencia no fueran los únicos móviles de aquellos delegados. La mitad de ellos eran propietarios de efectos públicos. Caso de que lograran redactar una Constitución por medio de la cual se creara un nuevo gobierno, dichos efectos aumentarían de valor. Y, en todo caso, si consideran ustedes que la presidencia, tal y como la conocemos hoy en día, es sagrada, recuerden que Alexander Hamilton propugnaba una presidencia vitalicia mientras que Edmund Randolph y George Mason deseaban que la presidencia la ocuparan tres hombres al mismo tiempo y Benjamin Franklin se mostraba partidario de que el gobierno de los Estados Unidos lo ejerciera un consejo. La Convención votó cinco veces en favor de un presidente nombrado por el Congreso. Fue la delegación de Virginia la que primero apuntó la idea de un solo «ejecutivo nacional». Ni siquiera le llamaron presidente. El mismo Randolph se opuso a este cargo ocupado por un solo hombre describiéndolo como «el feto de la monarquía». -Collins miró al moderador.- ¿Dispongo de tiempo para seguir?

– Siga usted, por favor -le instó Vanbrugh.

– Tal vez muchas personas piensen que la creación del Senado, tal y como aparece en la Constitución, es también sagrada. Sin embargo, no fue así al principio. Algunos miembros de la Convención se mostraban partidarios de que las legislaturas de los distintos estados nombraran a los senadores. Hamilton deseaba que el cargo de senador revistiera carácter vitalicio. James Madison se mostraba partidario de que los senadores ocuparan el cargo durante nueve años. Al llegarse al acuerdo de que los senadores deberían ser elegidos por el pueblo, algunos delegados se referían a cierto tipo de pueblo, al pueblo entendido como conjunto de personas propietarias de bienes y, por consiguiente, estables. Fue John Jay quien dijo: «El pueblo que posee el país es el que debe gobernarlo». Al final, se llegó a una solución de compromiso. Las legislaturas de los estados podrían elegir a los senadores y éstos ocuparían el cargo durante seis años. Esta situación no se modificaría hasta el año 1913, cuando la Enmienda XVII concedió a todos los ciudadanos el derecho a elegir a los senadores. En cuanto a la Ley de Derechos, no existía en absoluto, ni nada que se le pareciera, cuando se firmó la Constitución. La mayoría de los padres de la patria consideraban que la Constitución ya era en sí misma una Ley de Derechos, al igual que pensaban que no era necesario añadir enmiendas. Lo repito, los hombres más prudentes de la Norteamérica de aquel entonces consideraban que no hacía falta ninguna Ley de Derechos. A la luz de nuestro pasado, no veo qué daño puede causársele a nuestra Constitución en el siglo actual añadiéndole una Enmienda XXXV que sólo suspendería temporalmente la Ley de Derechos en caso de que ello fuera necesario para preservar a nuestro país.

– Señor Vanbrugh. -Era Tony Pierce que intentaba hacerse escuchar.- ¿Puedo responder a la versión de la historia norteamericana que nos ha ofrecido el secretario de Justicia?

– Le corresponde a usted el turno, señor Pierce -dijo el moderador.

– Señor Collins -dijo Pierce-, a pesar de todo lo que usted ha dicho, hoy en día poseemos una Ley de Derechos. ¿Cómo la obtuvimos? Ha omitido usted referirse a este punto. La obtuvimos porque el pueblo la quiso, porque el pueblo consideró que la Convención Constitucional cometió un error al excluirla. Los distintos estados deseaban que se especificaran claramente los derechos del pueblo y los derechos de los estados; deseaban que éstos se especificaran antes de proceder a la ratificación de la Constitución. Patrick Henry, de Virginia, sugirió veinte enmiendas, entre ellas las diez primeras que más tarde se adoptaron. Massachusetts era partidario de las diez enmiendas. Otros estados también lo eran. Cuando se reunió el primer Congreso en 1791, Madison propuso doce enmiendas. El Congreso aceptó diezy las envió a los trece estados con vistas a su ratificación. Fueron ratificadas y la Ley de Derechos entró en vigor en diciembre de 1791.

– Está usted dando a entender que todos los estados se mostraban partidarios de una Ley de Derechos -dijo Collins-, lo cual no es cierto en absoluto. Tres de los trece estados iniciales se negaron a ratificar la Ley de Derechos. De hecho, no lo hicieron hasta el año 1939, es decir, un siglo y medio más tarde.

– Me temo que está usted saliéndose por la tangente, señor Collins -replicó Pierce-. Lo importante aquí es que desde un principio tuvimos una Ley de Derechos que garantizaba a todo nuestro pueblo tres derechos fundamentales: libertad religiosa, libertad de expresión y libertad de juicio. Fue Thomas Jefferson quien insistió diciendo: «Una Ley de Derechos es lo que el pueblo necesita frente a cualquier gobierno de la Tierra, general o particular, y lo que ningún gobierno justo debe rechazar u obstaculizar». Nuestra Ley de Derechos era importante y lo sigue siendo. Sin duda Jefferson se hubiera opuesto a la Enmienda XXXV con la misma vehemencia con que yo me estoy oponiendo a ella. Lo que usted está defendiendo es una enmienda susceptible de anular la Ley de Derechos, y yo le digo que hacer eso equivale a anular la democracia misma.

Collins se sentía acorralado e impotente, y, puesto que se sentía acorralado e impotente, reaccionó por medio de la cólera.

– Señor Pierce, estoy defendiendo la Enmienda XXXV precisamente para preservar la democracia -dijo acaloradamente-. Lo que anulará la democracia es el hecho de seguir permitiendo que siga ascendiendo en espiral nuestra actual plaga de ilegalidad y anarquía hasta que perdamos totalmente su control, el hecho de seguir permitiendo que los asesinatos, los secuestros, la colocación de artefactos explosivos, las conspiraciones, las muertes y las revoluciones nos desborden por completo. Dentro de algunos años no habrá democracia alguna. Ni siquiera habrá país. ¿A quién le va a conceder usted derechos cuando el país haya desaparecido?