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– Prefiero la desaparición de nuestro país a que éste se convierta en un país sin libertad -replicó Pierce-. Pero existirá el país mientras existan las personas, personas libres y no esclavas. Hay medios mejores que la dictadura para controlar la delincuencia. Podríamos empezar por ofrecer al pueblo comida, trabajo, vivienda, justicia, comprensión e igualdad.

– Yo también creo en todas esas cosas, señor Pierce. Pero en primer lugar es necesario impedir los asesinatos. La Enmienda XXXV lo conseguirá. Después, una vez restablecido el orden, podremos empezar a atender nuestras restantes prioridades.

Pierce sacudió la cabeza.

– No podremos intentar nada una vez hayamos perdido nuestros derechos humanos. Y, no lo dude, bajo la Enmienda XXXV perderemos nuestros derechos. Anoche justamente estaba volviendo a leer un libro -dijo Pierce tomando un libro en edición de bolsillo que había encima de la mesa y abriéndolo-, un libro titulado Sus libertades: la Ley de Derechos, escrito por Frank K. Kelly, vicepresidente del Fondo para la República. Escuche lo que éste nos dice: «Si perdiéramos nuestra Ley de Derechos, ¿qué le ocurriría a nuestra forma de vida? He aquí algunas de las cosas que le ocurrirían: el gobierno podría prolongar indefinidamente el servicio militar de los jóvenes sin necesidad de explicar o justificar tal medida; los jóvenes y las jóvenes, al finalizar sus estudios, podrían ser enviados a trabajar a las industrias en las que, según el gobierno, hicieran falta obreros; podrían ser obligados a aceptar esos puestos; los estudiantes que protestaran contra la política gubernamental… podrían terminar en las prisiones federales por orden del presidente; los norteamericanos, jóvenes y adultos, podrían ver expropiadas sus propiedades para uso público sin la menor indemnización… los nombres de las personas que escribieran a sus congresistas cartas de crítica podrían ser facilitados a la policía, y tales personas podrían ser detenidas y enviadas a prisión… los directores de periódicos que permitieran la publicación de artículos de crítica al gobierno podrían ser arrestados a cualquier hora del día o de la noche».

Pierce seguía hablando, y Collins empezó a encogerse instintivamente en su asiento. La lucha que había intentado simular se le había escapado de las manos. No estaba en el lugar que le correspondía, no estaba del lado del que aparentemente estaba, y aborrecía con toda el alma al otro hombre que se albergaba en su interior, al monstruo de ambición que le había conducido hasta allí.

Esperó. Siguió escuchando. Intentó a regañadientes defender débilmente su posición. Cumplió con su deber. Pasaron los minutos, los interminables treinta minutos, y, por fin, terminó la tortura.

Se desprendió torpemente del micrófono mientras Vanbrugh y Pierce se levantaban, ambos con los rostros animados de una expresión cordial, dispuestos a seguir charlando un rato.

Collins no les hizo el menor caso.

– Perdone -le dijo a Vanbrugh-, ¿dónde están los lavabos?

– Al otro lado del pasillo, a la izquierda.

Collins giró sobre sus talones, cruzó apresuradamente la sala, salió al pasillo y torció a la izquierda.

Encontró los lavabos y entró apresuradamente. Afortunadamente, no había nadie más. Llegó junto a la taza del retrete justo a tiempo.

Se inclinó sobre la misma con el rostro ceniciento.

Y vomitó.

Al cabo de un rato, se lavó el rostro y las manos y trató de recuperar la compostura. Se miró al espejo.

Si en aquellos momentos se hubiera preguntado cuál era su postura en relación con la Ley de Derechos, lo hubiera sabido. Y lo más curioso era que no se lo había dicho su conciencia. Se lohabía dicho su estómago.

Había transcurrido una hora, y Collins ya había decidido lo que iba a hacer. No era todo lo que deseaba hacer, pero constituía un comienzo… un buen comienzo.

Al abandonar el ascensor que le había conducido dos plantas más abajo del vestíbulo principal del hotel Century Plaza, comprendió que ya había adoptado una decisión definitiva sobre los próximos pasos a tomar. Mientras sus guardaespaldas y los agentes de policía locales le ayudaban a abrirse paso entre la muchedumbre de fotógrafos de prensa y espectadores, Collins cruzó el espacioso vestíbulo inferior y penetró en el salón Los Ángeles del hotel.

Escoltado a lo largo de la primera hilera de mesas, se dio cuenta de que no se había preparado para el impacto de todos aquellos cuerpos apretujados en aquel salón iluminado únicamente por la enorme araña central y por un aplique de cuatro brazos situado en el extremo más alejado del mismo. Apretando en su mano izquierda la cartera de cuero que contenía su discurso, avanzando con torpeza, consiguió por fin llegar al estrado, en el que los directivos de la Asociación Norteamericana de Abogacía se levantaron para darle la bienvenida. En la sala todavía no le había reconocido todo el mundo, pero algunos aplausos dispersos le acompañaron hasta su asiento.

Conversación intrascendente y frases amables le siguieron hastasu sitio, al lado del presidente del Tribunal Supremo John G. Maynard.

Mientras estrechaba la mano del presidente del Tribunal Supremo, Collins se sintió una vez más fascinado por el ídolo de su juventud. Maynard era una de las pocas figuras públicas de Norteamérica que parecían hechas ex profeso para desempeñar sus papeles. Su abundante cabello blanco, sus profundos e inquisitivos ojos bajo las pobladas cejas, su nariz aguileña y sus cuadradas mandíbulas le conferían el aspecto de un César honrado. Su erguido porte le confería un aire de vigor y juventud insólito en un hombre de setenta y tantos años.

A Collins iba a resultarle muy difícil el próximo paso. Apenas conocía a Maynard. Le habría visto como unas tres veces, siempre en el transcurso de recepciones ofrecidas por el gobierno, y jamás había mantenido con él una conversación prolongada. En realidad, le había visto una vez más muy recientemente:la vez en que, como presidente del Tribunal Supremo, Maynard le había tomado el juramento de su cargo de secretario de Justicia en la Casa Blanca.

Al percatarse de que el presidente de la Asociación Norteamericana de Abogacía se había acercado a la tribuna y de que los actos estaban a punto de comenzar, Collins experimentó la necesidad de actuar inmediatamente. Buscó la atención de Maynard; observó que éste se hallaba ocupado conversando con la dama que tenía a su izquierda y, atento, se quedó a la espera. A los pocos momentos, Maynard dejó de hablar con la dama y empezó a prestar atención a las frases de presentación.

Collins le rozó la manga y se inclinó hacia éclass="underline"

– Señor Maynard…

– ¿Sí? -repuso Maynard inclinándose a su vez hacia Collins. -… ¿podría hablar con usted cinco minutos en privado cuando salgamos de aquí?

– No faltaba más, señor Collins. Ocupamos unas habitaciones en la tercera planta. No regresamos a Washington hasta esta noche, y mi esposa ha salido de compras; por consiguiente, podremos hablar a solas.

Complacido y tranquilizado, Collins volvió a reclinarse en su asiento. Pero, al escuchar la pomposa presentación que le estaban haciendo en su calidad de primer orador, sus pensamientos volvieron a centrarse en la Enmienda XXXV, y la sensación de opresión volvió a nublarle el cerebro.

Sobre sus rodillas descansaba el discurso que pasaba revista a la aceleración de la criminalidad en los Estados Unidos y a las formas en que la ley y el poder judicial se habían desarrollado y modificado con el fin de hacerle frente. Al comienzo y al término del discurso se abogaba en favor de la necesidad de una revisión constitucional, si las circunstancias lo requerían, haciendo especial hincapié en la importancia y el valor de la Enmienda XXXV. Pensando en las afirmaciones que muy pronto tendría que hacer, Collins se sintió incómodo.