Sacó la pluma y buscó rápidamente las tres citas de las primeras páginas.
Examinó la primera:
Tal como afirmó el presidente George Washington en su discurso de despedida a la nación en septiembre de 1796, «la base de nuestro sistema político es el derecho del pueblo a forjar y modificar sus constituciones de gobierno»
Collins tachó el párrafo y examinó el siguiente:
Y, tal como Alexander Hamilton dijo doce años más tarde en un discurso dirigido al Senado de los Estados Unidos, «las Constituciones deberían estar integradas únicamente por disposiciones generales; ello se debe a su necesidad de ser permanentes y al hecho de que no puedan prever los posibles cambios de circunstancias». Es precisamente el carácter general de los artículos lo que permite que las enmiendas puedan enfrentarse a las emergencias de la historia. Y es el carácter general de nuestra Ley de Derechos lo que puede permitirle incorporar la Enmienda XXXV, de tal forma que puedan resolverse los problemas de esta generación, sin alterar la integridad del documento en su conjunto.
Collins recorrió rápidamente este párrafo con su pluma, tachándolo también.
Pasó a la tercera página.
En 1816, Thomas Jefferson le escribió a un amigo lo siguiente: «Algunos hombres contemplan las constituciones con santurrona reverencia y, al igual que el Arca de la Alianza, las consideran algo demasiado sagrado como para que pueda tocarse. Atribuyen a los hombres de épocas precedentes una sabiduría sobrehumana y creen que lo que ellos hicieron no es susceptible de reforma». Jefferson opinaba que nuestra Constitución era susceptible de revisión…
Mediante rápidos trazos, Collins eliminó también este párrafo.
Tras estas supresiones, lo que quedaba seguía siendo una defensa de la flexibilidad, de la posibilidad de considerar nuevas leyes con las que poder abordar los nuevos problemas, pero la defensa resultaba ahora más suave, más diluida… era, sobre todo,una sugerencia susceptible de discusión.
Oyó que Maynard le susurraba al oído:
– A eso se le llama escribir hasta el último momento.
Se me han ocurrido unas ideas a última hora -repuso Collins mirando a Maynard.
Después escuchó que el presidente de la Asociación Norteamericana de Abogacía decía desde la tribuna:
Señoras y señores, ¡tengo el placer de presentarles al secretario de Justicia de los Estados Unidos, Christopher Collins!
Mientras le aplaudían, Collins se levantó disponiéndose a hablar.
Dos horas más tarde, habiendo dejado a sus espaldas su ampuloso discurso, y mientras todavía resonaba en sus oídos la brillante alocución del presidente del Tribunal Supremo, Collins se encontraba sentado en el borde de una silla en la silenciosa suite de Maynard tratando de expresar con las palabras más adecuadas las ideas que habían estado hirviendo en su cerebro durante toda la tarde.
– Señor Maynard -empezó a decir Collins-, voy a decirle por qué he querido hablar con usted a solas. Iré directamente al grano. Me gustaría conocer su opinión acerca de la Enmienda XXXV. ¿Qué piensa usted de ella?
El presidente del Tribunal Supremo se reclinó en el sofá mientras se llenaba la pipa con tabaco procedente de una petaca de cuero y levantó la cabeza frunciendo el ceño.
– Su pregunta… ¿se la ha inspirado la rama ejecutiva o es de su propia cosecha?
– No me la ha inspirado nadie. Es de mi propia cosecha y arranca de una preocupación de carácter personal.
– Comprendo.
– Yo respeto mucho su opinión -prosiguió Collins-. Estoy deseoso de conocer su punto de vista acerca de lo que posiblemente sea la más controvertida y decisiva ley jamás presentada ante el pueblo norteamericano.
– La Enmienda XXXV -murmuró Maynard encendiéndose la pipa; dio unas chupadas durante unos segundos y después estudió a Collins-. Tal como usted probablemente se imagina, soy contrario a la misma. Soy completamente contrario a una legislación tan drástica. Caso de que se aplicara indebidamente, podría sofocar nuestra Ley de Derechos y convertir nuestra democracia en un estado totalitario. Es indudable que en nuestro país tenemos planteado un grave problema. El crimen y la ilegalidad proliferan como jamás lo habían hecho a lo largo de toda nuestra historia. Pero la restricción de las libertades no conduce a ninguna solución permanente. Es posible que traiga la paz, pero es la paz que sólo lleva consigo la muerte. Sabemos que la pobreza es el origen del delito. Si acabamos con la pobreza, nos acercaremos a la solución del problema del crimen. No hay ningún otro medio. Estoy de acuerdo con Franklin: si te desprendes de la libertad con el fin de alcanzar la seguridad, no te mereces ni la libertad ni la seguridad. La Enmienda XXXV es posible que nos proporcione la seguridad. Pero será a costa de la libertad personal. Es un mal negocio. Yo me opongo rotundamente
– ¿Por qué no lo declara usted públicamente? -preguntó Collins.
El presidente del Tribunal Supremo se reclinó en el sofá dando chupadas a la pipa y mirando a Collins con astucia.
– ¿Por qué no lo hace usted? -replicó-. Es usted el secretario de Justicia. ¿Por qué no se manifiesta en contra de la enmienda?
– Porque dejaría de ser secretario de Justicia.
– ¿Y tanto le importa eso?
– Sí, porque creo que puedo desarrollar una labor mucho más eficaz desde el cargo que ocupo. Además, mi voz no sería tan escuchada como la suya. Excepto por el cargo que ocupo, soy relativamente desconocido. No suscito tanta confianza. Sin duda habrá usted leído la reciente encuesta llevada a cabo en el estado de California acerca de los norteamericanos más admirados. Usted obtuvo el ochenta y siete por ciento. La gente le haría caso, y lo mismo ocurriría con los legisladores del estado.
– Un momento, señor Collins -dijo Maynard dejando la pipa en un cenicero-. Me temo que ha conseguido usted confundirme completamente. Al preguntarme usted que por qué no me manifestaba en contra de la enmienda, yo le he contestado dirigiéndole a usted la misma pregunta. Me parece que esperaba que me respondiera usted que no se expresa en contra de ella porque es partidario de su aprobación. Pero, en lugar de ello, me ha dado usted a entender que está de mi parte. Es más, que quiere que sea yo quien la denuncie públicamente. Sinceramente, no le comprendo. Creía que usted, el presidente, los líderes del Congreso y el director del FBI eran todos partidarios de la aprobación de la enmienda. Incluso en el discurso que hoy ha pronunciado ha insinuado usted la conveniencia de estudiar atentamente la enmienda. Resulta desconcertante.
Collins asintió.
– Tal vez porque yo también estoy desconcertado. El discurso ya estaba escrito, y lo he pronunciado a requerimiento del presidente Wadsworth. Ayer empecé a experimentar crecientes recelos en relación con la enmienda y a temer que ésta pudiera ser aplicada indebidamente. Creo que ahora estoy totalmente de acuerdo con usted a este respecto. Creo que antes dimitiría de mi cargo que volver a defenderla. Pero, de momento, prefiero seguir en mi puesto. Me quedan todavía algunos asuntos por resolver. Quiero resolverlos antes de adoptar una postura definitiva. Entre tanto, se nos está acabando el tiempo aquí en California. Es necesario que se escuche la voz de alguien en quien la gente y los legisladores tengan depositada su confianza. Por eso es por lo que le insto a que exprese su opinión. Sólo usted puede destruir la enmienda.
– Tal vez se destruya sin mi ayuda.
– Lo dudo. No es eso lo que se desprende de las encuestas realizadas para el presidente.
– Está bien, le diré por qué no puedo manifestarme en contra de la enmienda -dijo Maynard-. No sé si usted tiene conocimiento de ello, pero hace año y medio los magistrados del Tribunal Supremo llegamos a un acuerdo ético. Ninguno de nosotros discutiría, de palabra o por escrito, ninguna materia legal que algún día pudiera presentarse ante el Tribunal. Me sería imposible discutir en público una enmienda que tal vez más tarde fuera llamado a interpretar mientras ocupara el cargo.