Adcock le había comunicado unas instrucciones verbales. Inmediatamente después de su puesta en libertad, tendría que tomar un vuelo nocturno rumbo a Miami. En el hotel Bayamo de la calle Flagler Oeste habían reservado una habitación a nombre de Herbert Miller. Al día siguiente, por la mañana o por la tarde, podría ir en busca de su millón de dólares. Nadie le seguiría.
A última hora de la mañana del otro día, se reuniría con una agente de la propiedad inmobiliaria apellidada Remos en un barrio residencial de Coconut Grove, y ésta le facilitaría el nombre de un especialista en cirugía estética de la zona que le operaría las bolsas que le rodeaban los ojos antes de que abandonara Miami. Aquella misma noche, se trasladaría a una motora que le estaría aguardando en el embarcadero municipal de Miami Beach y se dirigiría a la isla de Fisher. Allí, en el primer depósito de petróleo, le saludarían como Miller. Él pronunciaría dos veces el santo y seña. El santo y seña sería «Linda». Entregaría el paquete con los tres cuartos de millón de dólares y regresaría a la embarcación. Una vez de regreso en Miami Beach, podría practicarse la operación de cirugía estética. Tras lo cual sería totalmente libre de ir donde quisiera y de hacer lo que gustara.
– Recibirá el nuevo traje poco antes de abandonar la prisión -le había dicho Adcock-. En el bolsillo lateral derecho habrá un sobre. En su interior habrá un pasaje aéreo para Miami, la indicación del lugar de su cita con la motora, un mapa de la isla de Fisher en el que se indica dónde habrá que efectuar la entrega y suficiente dinero para que pueda desenvolverse hasta que entre en posesión de su cuarto de millón de dólares. Haga únicamente lo que se le ha dicho. No se le ocurra ninguna otra idea. Sólo serviría para poner en peligro su salud. ¿Lo ha entendido?
Lo había entendido todo.
Había tomado el vuelo especial nocturno y había llegado al Aeropuerto Internacional de Miami según las instrucciones recibidas.
Se había presentado en el viejo hotel Bayamo tal como se le había dicho.
Había alquilado un automóvil, cerciorándose constantemente de que no le vigilaban ni seguían, y se había dirigido a los Everglades, al oeste de Miami. Allí se había encaminado a pie hasta la orilla del pantanoso manglar en la que tres años antes había ocultado el millón de dólares en una caja de metal. Había vaciado el contenido de la caja en unas bolsas de comestibles que había adquirido, había colocado las bolsas en una maleta que había comprado y había regresado al lugar en que había dejado estacionado el automóvil.
Lo demás se había desarrollado sin contratiempos. En su habitación del hotel, había retirado un cuarto de millón de dólares y lo había guardado en una segunda maleta que tenía al efecto. Por la noche había llevado esta segunda maleta con su parte del dinero al Aeropuerto Internacional de Miami depositándola en una casilla de consigna. Al abandonar el aeropuerto había comprado un ejemplar del Herald de Miami de la mañana siguiente. Le echó un vistazo preguntándose si ya se habría divulgado la noticia del fallecimiento de Donald Radenbaugh. En la sexta página descubrió una poco favorecedora fotografía de tres años de antigüedad el calvo Radenbaugh con gafas junto con la nota necrológica. Había experimentado una extraña sensación al leer la noticia de su propia muerte y ver los escasos éxitos que había alcanzado y lo mucho que éstos habían quedado ahogados por el resumen de su juicio con el correspondiente veredicto de culpabilidad. Era injusto. No decían que era inocente. Y, finalmente, se había entristecido por su querida Susie, a la que había transmitido semejante legado. Se preguntó si alguna vez se atrevería a ponerse en contacto con ella y revelarle la verdad. Sabía que no seatrevería a hacerlo. Las personas capaces de inventarse a un nuevo ser humano no eran personas a las que se pudiera tomar el pelo.
Al día siguiente, y de acuerdo con las instrucciones recibidas, sólo había acudido a una cita con anterioridad a su crucial misión nocturna. Bien entrada la mañana, se había dirigido en automóvil a Coconut Grove y, en un bungalow de la agente, había mantenido una breve y satisfactoria conversación con la señora Remos, una anciana mulata que le estaba aguardando.
– Ha tenido usted suerte, señor Miller, mucha suerte -le había dicho la señora Remos-. Recientemente perdimos al especialista en cirugía estética que siempre habíamos utilizado, pero hace un par de días encontramos un sustituto. Se trata del doctor García, un especialista muy competente y que, como consecuencia de su situación clandestina, puede considerarse de fiar. Acaba de llegar secretamente de Cuba y, hasta que no le arreglemos los papeles, es un extranjero en situación de ilegalidad. Debemos proceder con mucha cautela. ¿Está usted libre esta noche? Ah, pasadas las diez. Muy bien. El doctor García le esperará en su habitación del hotel a las diez y cuarto. Preferiríamos que no tuviera que preguntar por usted en recepción. ¿Tiene usted la llave? Ah, muy bien, démela. Estoy segura de que en el hotel dispondrán de otra. El doctor García le examinará, le informará de lo que puede hacerse y fijará el lugar y la hora de la operación. ¿A las diez y cuarto entonces? De acuerdo.
Radenbaugh se había pasado parte de la tarde paseando y efectuando algunas compras y después había regresado a su habitación. Al caer la noche, había bajado la pesada maleta al vestíbulo,había salido a la calle y había atravesado en taxi el paseo MacArthur para dirigirse a Miami Beach y al embarcadero municipal. A las ocho había encontrado a su contacto, le había entregado la maleta al flemático cubano propietario de la lancha motora y había subido a bordo le la misma.
Ahora se encontraba de camino, según estaba previsto en los planes. Faltaba menos de media milla para llegar a la isla de Fisher, en la que efectuaría la entrega que constituiría el punto culminante del trato.
Se sacó una vez más del bolsillo de la chaqueta el plano dibujado a mano y lo repasó de memoria.
La isla de Fisher era un pedazo de tierra abandonado de unas cien hectáreas de extensión, totalmente deshabitado, con algunos bosquecillos de casuarinas, una mansión medio derruida que se levantaba sobre unos terrenos que habían sido propiedad del fundador de Miami y dos depósitos de petróleo.
Aquella noche, pensó Radenbaugh, iba a estar habitada al menos por dos personas: el propio Radenbaugh y un desconocido.
La embarcación estaba aminorando la velocidad y el ruido del motor fue bajando hasta detenerse.
Radenbaugh se inclinó hacia adelante y observó que el piloto le hacía señas. Tomó nerviosamente la maleta y, agachándose, salió de la cabina y pisó el desembarcadero de madera. El piloto le llamó y entonces se acordó y extendió la mano para alcanzar la poderosa linterna.
Tras poner pie en la isla, empezó a avanzar por el sendero. Recordaba de memoria todos los detalles. Las únicas dificultades eran la oscuridad, a pesar de la linterna, y la carga de la pesada maleta con sus tres cuartos de millón en efectivo.
Al cabo de un rato -había perdido la noción del tiempo-distinguió el primero de los depósitos de petróleo; iluminó con la linterna el lugar en el que tendría que efectuar la entrega y avanzó hacia el mismo.
Se encontraba a cosa de unos doce metros del depósito, resollando en el silencio a causa de la subida, cuando escuchó un crujido. Se detuvo. Entonces escuchó una voz.
– ¿Es usted el señor Miller?
La voz era estridente y con un marcado acento español.
– Sí.
– Apague la linterna.
Radenbaugh apagó rápidamente la linterna.
La voz de marcado acento volvió a escucharse en la oscuridad. Sonaba más cerca.
– ¿Contraseña?
Casi lo había olvidado. La recordó.
– Linda -dijo en voz alta-. Linda -repitió.
Se escuchó un gruñido.