– Deje ahí mismo lo que lleva. Regrese por el mismo camino por el que ha venido, regrese a la embarcación.
– Está bien -dijo él dejando la maleta en el suelo-, ya me voy.
Dio media vuelta rápidamente y buscó a toda prisa el camino. En la oscuridad y sin la linterna encendida, estaba desorientado y tropezó cayendo. Se levantó y siguió caminando más despacio.
Al cabo de unos minutos se detuvo para recuperar el aliento. Entonces percibió algo. Un rumor de voces, dos voces hablando alegremente tras unos árboles.
No había vuelto a pensar en el dinero desde que lo había desenterrado del cenagoso manglar. Ahora que casi por primera vez era un hombre libre, se permitió el lujo de pensar en él. Se preguntó para qué querría Tynan semejante suma sin ningún tipo de trabas. Tal vez dificultades económicas de tipo personal. Se preguntó por qué se habría confiado el dinero a los que, al parecer, eran dos personas, al menos una de las cuales era de origen hispánico. Se preguntó también quiénes serían aquellas personas. Posiblemente agentes del FBI. Experimentó la tentación de echar un vistazo. Donald Radenbaugh no hubiera cedido a semejante tentación. Pero Herbert Miller sí.
En lugar de regresar al camino, atravesó en diagonal un pequeño pinar. Caminaba despacio y con cuidado para no volver a tropezar. Cuando llevaba andando unos cinco minutos, distinguió una luz.
Se fue acercando sigilosamente, ocultándose tras los árboles, hasta encontrarse a unos diez metros. Entonces se detuvo y observó y escuchó conteniendo la respiración.
En efecto, eran dos personas. Dos hombres.
Uno de ellos, iluminado por la linterna del otro, estaba arrodillado junto a la maleta abierta, contando o tal vez examinando el dinero. Su compañero, que permanecía de pie sosteniendo la linterna, no resultaba claramente visible.
El individuo más alto, el que sostenía la linterna, preguntó en un inglés sin acento:
– ¿Está todo?
– Sí, está todo -contestó el que se encontraba de rodillas. -Ah, vas a ser muy rico -dijo el de la linterna-, el acaudalado don Ramón Escobar.
– Maldita sea, ¿quieres callarte, Fernández? -dijo irritado el que estaba de rodillas; luego, mirando directamente hacia la luz de la linterna, farfulló algo en español. Radenbaugh pudo verle ahora con claridad: cabello negro corto y rizado, largas patillas, rostro de mejillas profundamente hundidas con una lívida cicatriz que le cruzaba la mandíbula.
Mientras el llamado Escobar seguía examinando el contenido de la maleta, ambos individuos siguieron conversando, pero ahora únicamente en español.
Era inútil seguir observándoles, y Radenbaugh empezó a retroceder despacio en dirección al camino. Su curiosidad no había quedado satisfecha. No podía creer que aquel par de sujetos, Escobar y Fernández, fueran realmente agentes del FBI. ¿Quiénes eran entonces? ¿Qué demonios tenían que ver con el director Tynan?
Encontró el camino y bajó hacia el embarcadero, sin pensar ya en lo que acababa de ver. Le preocupaba más su propia persona y su propio futuro.
La travesía de regreso a Miami le resultó más rápida e infinitamente más tranquila.
Una vez en tierra, y ya libre del peso de la maleta, se sintió por fin completamente dueño de sí mismo.
Pero después comprendió que todavía no lo era. Aquella mañana había acordado -por cortesía de Vernon T. Tynan, a través de la agente de la propiedad inmobiliaria apellidada Remos- reunirse en su habitación del hotel con un especialista en cirugía estética sin la documentación en regla llamado García.
Mientras se dirigía a la parada de taxis, Radenbaugh recordó que la cita era a las diez y cuarto. Recordó también que llevaba varias horas sin comer y que sentía un terrible apetito y deseaba celebrar su buena suerte. Podía elegir entre regresar a su deprimente habitación todavía muerto de hambre y esperar al doctor García o bien buscar un sitio en el que satisfacer su apetito, lo cual le obligaría a llegar a la cita con cierto retraso. No quería perderse al doctor García. La operación de cirugía estética era de una importancia vital, y Radenbaugh estaba deseoso de saber qué podría hacer el cirujano con la forma de sus ojos y con las bolsas que tenía debajo. Quería saber también cuánto tiempo tendría que esperar para que le efectuaran la operación y lo que tardarían en cerrarse las cicatrices. De todos modos, estaba seguro de que al doctor García no le importaría que llegara un poco tarde y le esperaría, puesto que disponía de la llave de su habitación y podría aguardarle cómodamente sentado. Sí, sin duda el doctor García le esperaría. No estaba en condiciones de obtener un trabajo como aquél todos los días.
Cuando llegó a la parada de taxis, Radenbaugh ya lo tenía decidido.
Subió al primero de los taxis.
– Hay un restaurante en la avenida Collins a cosa de unos dos kilómetros más allá del hotel Fontainbleau… No recuerdo el nombre pero ya se lo indicaré -le dijo al taxista.
Calculó que podría cenar tranquilamente con una buena botella de vino y llegar de todos modos a su cita con el doctor García con no más de media hora de retraso. Lo importante era que aquella noche había cumplido con la parte del trato que le correspondía, que Tynan había cumplido con la suya y que el negocio se había cerrado. Ya era hora de que lo celebrara.
Una hora y cuarto más tarde, con una estupenda cena en el estómago, Radenbaugh se sintió más a gusto y dispuesto a reunirse con el doctor García y colaborar en la transformación final de Radenbaugh en Miller. Consciente de que iba a llegar con tres cuartos de hora de retraso, Radenbaugh se apresuró a tomar otro taxi. Dio la dirección del hotel Bayamo y al momento cruzaban el puente de Miscayne Bay y entraban en la ciudad de Miami propiamente dicha.
Mientras el taxi enfilaba la calle Flager Oeste y se dirigía al hotel Bayamo, Radenbaugh distinguió enfrente un arracimamiento de personas: gente en las aceras y en la calzada un coche de bomberos que se estaba retirando, dos automóviles de la policía…La conmoción se había producido junto a su hotel.
– Puede usted dejarme aquí en la esquina -le dijo al taxista.
Corrió apresuradamente en dirección al escenario de los hechos. Al llegar junto a los grupos de personas allí congregados, observó que toda la atención estaba centrada en el hotel Bayamo Unos bomberos con casco estaban sacando sus mangueras del vestíbulo. El humo seguía saliendo de las destrozadas ventanas del tercer piso. Radenbaugh recordó sobresaltado que su habitación se hallaba situada en el tercer piso.
Se dirigió al espectador que tenía más cerca, un barbudo joven que lucía una camiseta de la Universidad de Miami.
– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó.
– Ha habido una explosión seguida de un incendio en el tercer piso hará cosa de una hora. Han quedado destruidas cuatro o cinco habitaciones. Dicen que ha muerto una persona y que otras dos han resultado heridas.
Radenbaugh miró hacia adelante y vio a tres o cuatro personas-una de ellas con un micrófono, por lo que debía de ser reportero- entrevistando a un bombero, probablemente el jefe. Se abrió paso rápidamente entre la muchedumbre, murmurando que pertenecía a la prensa, hasta que llegó a primera fila. Se encontraba situado directamente a la espalda del portavoz del servicio de extinción de incendios.
Aguzó el oído para escuchar lo que estaban diciendo.
– ¿Dice que ha habido un muerto? -estaba preguntando un reportero.
– Sí, de momento, parece ser que sólo ha habido uno. El ocupante de la habitación en la que se ha producido la explosión. Debió de morir instantáneamente. La habitación se ha incendiado y su cuerpo se ha hallado carbonizado. Su nombre era… déjenme ver… sí, aquí lo tengo… hemos encontrado algunos trozos de documentación… parece ser que se llamaba… Miller, era un tal Herbert Miller. No se dispone de más datos.
Radenbaugh tuvo que cubrirse la boca con la mano para evitar que su jadeo se hiciera audible.