– No tendrás que decir maldita la cosa. Todos estaremos mirando la televisión.
– ¿Y por qué tienes tú que ir? ¿Por qué es tan importante que vayas?
– ¿No lo recuerdas? Te lo he dicho esta mañana.
– Lo siento…
– No importa. Te lo volveré a decir. En primer lugar, el presidente quiere que vaya. Es una razón más que suficiente. En segundo lugar, soy el secretario de Justicia y esta noche se va a celebrar una votación relativa a la Enmienda XXXV, lo cual cae más bien dentro de mi jurisdicción. Cabe suponer que tiene que interesarme mucho. Esta noche, las cámaras de Nueva York y Ohio van a celebrar unas sesiones especiales que serán retransmitidas en directo por televisión; y, puesto que dos de los tres estados que no han votado todavía van a hacerlo esta noche y sólo es necesaria la aprobación de otros dos estados para que la Enmienda XXXV entre a formar parte de la Constitución, se trata de un acontecimiento sumamente importante. ¿Está claro?
– Sí, lo comprendo. No te enfades conmigo, Chris. No sabía que fuera tan trascendental lo de esta noche. -Se detuvo.- ¿Queremos nosotros que sea aprobada? He leído ciertos comentarios negativos acerca de ella.
– Y yo también, cariño. No lo sé. Francamente, no sé qué será mejor. La enmienda puede ser buena si el país está gobernado por buenas personas. Y puede ser mala si los gobernantes son mala gente. Lo único que puedo decir es que, en caso de que sea aprobada, esta enmienda me facilitará considerablemente la labor.
– Entonces espero que sea aprobada -dijo ella sin demasiada convicción.
– Bueno, tal como dicen en el misterioso Oriente: lo que tenga que ser será. Nosotros nos limitaremos a dar cuenta de la cena que nos ofrezca el presidente, a mirar y a escuchar. -Se miró el reloj.- Será mejor que te empieces a poner el vestido. El chófer debe de estar al llegar. Te quiero. Hasta luego.
Tras colgar el aparato, colocó uno de los montones de documentos en la bandeja de su escritorio marcada con la inscripción «salida» y guardó los demás en su cartera; luego permaneció sentado pensando en Karen. Lamentaba haberse mostrado algo brusco con ella. Se merecía cosas mejores, lo mejor. Sabía que todo lo que tenían por delante iba a constituir un suplicio para ella. Desde un principio Karen se había mostrado contraria al cambio, contraria al cargo de secretario de Justicia adjunto, contraría al abandono por su parte del ejercicio privado de la abogacía en Los Ángeles con el fin de ocupar un cargo público en Washington y más vehementemente contraria si cabe a su puesto en el gabinete en calidad de secretario de Justicia.
Aunque no solía hablar demasiado y fingía ser apolítica, Collins sabía cuál era la opinión de Karen. Todo ello se había suscitado antes de que él ingresara en el Departamento de Justicia. A Karen no le gustaban ni le inspiraban confianza las personas con quienes tendría que tratar, desde el presidente Wadsworth al director Tynan. Además, había intentado decirle que era un puesto irremisiblemente avocado al fracaso. Por importancia que tuviera, acabaría siendo la víctima propiciatoria. El país estaba rodando rápidamente cuesta abajo y él estaría al volante. Tampoco le gustaba el tipo de asuntos que se trataba en su despacho. Y, por encima de todo, a Karen no le gustaba vivir en una pecera, no le gustaban las amistades forzadas, el trato social, la desnudez ante los medios de difusión que llevaba aparejada el cargo… Eran unos recién casados -ambos por segunda vez-, sólo llevaban dos años de matrimonio, y ahora estaba embarazada de cuatro meses y sólo deseaba gozar de intimidad, unión y dicha, sin tener que compartir a Collins con nadie.
Se hizo el firme propósito de no apartarse de su lado en toda la noche, por difícil que ello resultara, y de mostrarse cariñoso con ella. Levantándose de su asiento, se desperezó en toda la extensión de su fibroso metro ochenta y cinco, hasta oír crujir sus huesos. Se estudió rápidamente en el espejo el cadavérico -pero en modo alguno mal parecido- rostro y el enmarañado cabello oscuro, y se percató de que el automóvil acudiría a recogerle dentro de doce minutos. Se dirigió a su gabinete particular, situado al otro lado del despacho de la secretaria, con el fin de lavarse y cambiarse de ropa, al tiempo que se preguntaba si iba a ser una noche memorable y trascendental.
Cuando el Cadillac cruzó la entrada abierta de la verja de hierro de la avenida Pennsylvania y empezó a avanzar por la sinuosa calzada de la Casa Blanca, Collins observó que había gran número de representantes de la prensa en el césped del otro lado de la fachada norte esperando con las cámaras a punto.
Mike Hogan, el agente del FBI que le hacía las veces de guardaespaldas, se dio la vuelta en el asiento frontal y preguntó:
– ¿Desea usted hablar con ellos, señor Collins?
Collins comprimió la mano de Karen y repuso:
– Prefiero no hacerlo, si podemos evitarlo. Entremos directamente.
Tras haber descendido del vehículo frente al pórtico norte, Collins se mostró afablemente vago con la prensa. Tomando a Karen del brazo, siguió apresuradamente a Hogan hacia la entrada de la Casa Blanca. Contestó únicamente a una pregunta antes de entrar.
Un reportero de televisión le gritó:
– Tenemos entendido que esta noche van a ver la televisión. ¿Cuál cree usted que va a ser el resultado?
Collins contestó:
– Vamos a asistir a una proyección de Lo que el viento se llevó. Creo que ganará el Norte.
Una vez dentro, le aguardaban dos sorpresas.
Había supuesto que la reunión tendría lugar en el Salón Rojo o bien en alguno de los pequeños salones del piso de arriba, pero, en su lugar, él y Karen fueron acompañados a la Sala del Gabinete del ala oeste. Se había imaginado que habría unas treinta o cuarenta personas, y se encontró con que sólo había cosa de una docena, aparte de Karen y él.
Junto a la pared que miraba hacia los cortinajes verdes que cubrían las puertas vidrieras que conducían a la rosaleda de la Casa Blanca, al lado de los estantes de libros, se había instalado un gran aparato de televisión en color. Varias personas se encontraban de pie contemplando las imágenes de la pantalla, a pesar de que se había bajado el volumen. La mitad de los negros sillones de cuero que rodeaban la alargada y reluciente mesa oscura del gabinete (que a Collins se le antojó la tapa del féretro del Gigante de Cardiff) se había vuelto de cara al televisor. Al otro lado de la mesa, bajo el emblema de los Estados Unidos situado en la pared este, entre la bandera de la nación y la enseña presidencial, el presidente Andrew Wadsworth mantenía una animada conversación con los líderes de la mayoría en el Senado y la Cámara de representantes y sus esposas.
Aunque Collins había estado en la Sala del Gabinete media docena de veces -cinco veces en su calidad de secretario de Justicia adjunto sustituyendo al enfermo secretario Baxter, y una vez, aquella misma semana, como secretario él mismo- el salón se le antojó súbitamente desconocido. Ello se debía al hecho de que lo habían reorganizado apartando muchos sillones de la mesa del gabinete con el fin de acercarlos al televisor. Al otro extremo de la mesa, ante el retrato de Washington pintado por Gilbert Stuart que colgaba sobre la repisa de la chimenea, unos entremeses se mantenían calientes en unas lustrosas escalfetas de cobre colocadas sobre un mantel de color verde, supervisadas por un chef tocado con un llamativo gorro blanco. El severo salón se había transformado, merced a aquel desorden informal, en un cómodo y espacioso salón de recreo.
Mientras Collins, con Karen aferrada a su brazo, contemplaba la escena, McKnight, el principal ayudante del presidente, se acercó presuroso a darles la bienvenida. Rápidamente fueron conducidos a través del salón con el fin de que saludaran, o bien fueran presentados por primera vez, al vicepresidente Frank Loomis y a su esposa; a la secretaria personal del presidente, señorita Ledger; al encuestador particular del presidente, Ronald Steedman, de la Universidad de Chicago; a Martin, secretario del Interior; después a los líderes del Congreso y a sus esposas, y, finalmente, al propio presidente Wadsworth.