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– Es cierto -dijo Susan Radenbaugh-. ¿Cómo lo sabe?

– A través de la señora Baxter, Hannah Baxter, quien me aconsejó que acudiera a visitar a su padre a Lewisburg. Pensaba que tal vez él supiera algo acerca de este asunto. Estuve en Lewisburg hace un par de días y allí mismo me enteré de que su padre había muerto. Entonces me dijeron que usted era la única persona que había permanecido en contacto con su padre y pensé que tal vez él le hubiera hablado del asunto que estoy investigando. Y decidí localizarla para entrevistarme con usted.

– ¿Qué es lo que desea saber?

Collins respiró hondo y le planteó la pregunta.

– ¿Le habló su padre alguna vez de algo llamado Documento R?

– ¿Qué es eso? -preguntó ella sin inmutarse.

– No lo sé -repuso Collins abatido-. Esperaba que usted lo supiera.

– No -dijo la muchacha con firmeza-, jamás he oído una palabra sobre tal cosa.

– Maldita sea -murmuró él por lo bajo-. Perdóneme, pero es que he sufrido una decepción. Usted y su padre representaban la última posibilidad. Bueno, lo he intentado y no ha dado resultado. -Se levantó con aire abatido.- Ya no la molestaré más -dijo vacilando-. Pero permítame decirle una cosa. El coronel Baxter creía en su padre. Es más, antes de sufrir el ataque estaba trabajando con vistas a conseguir la libertad de su padre bajo palabra. Por mi parte, he revisado el caso y estoy de acuerdo con el coronel Baxter. Su padre fue una víctima propiciatoria. Yo también tenía el propósito de obtener su libertad bajo palabra. Le prometí a la señora Baxter que discutiría con su padre la obtención de su libertad bajo palabra cuando acudiera a visitarle en relación con el Documento R. Hannah Baxter me dijo que le escribiría anunciándole mi visita y rogándole que colaborara conmigo. -Se encogió de hombros.- En fin, al parecer siempre llego demasiado tarde.

Vio entonces que la muchacha abría mucho los ojos y se llevaba las manos a la boca mirando hacia más allá de donde él se encontraba, y súbitamente se escuchó una tercera voz en la estancia.

– Esta vez no llega usted demasiado tarde -dijo alguien a sus espaldas.

Collins giró sobre sus talones y se encantró ante un desconocido que se encontraba de pie bajo el arco que daba acceso al comedor.

Aquel hombre le resultaba vagamente familiar, aunque desde luego no lo conocía.

El desconocido avanzó unos pasos y se detuvo frente a él.

– Soy Donald Radenbaugh -dijo despacio-. ¿Deseaba saber algo acerca del Documento R? ¿Qué es lo que deseaba usted saber?

Transcurrió más de media hora antes de que el Documento R volviera a mencionarse significativamente.

Ante todo, había habido que vencer la incredulidad de Collins. Radenbaugh se había ocupado de ello rápidamente.

– Radenbaugh resucitado de entre los muertos -había dicho-. Estoy muerto pero sólo de nombre. Por lo demás, estoy tan vivo como usted. Ya volveremos a hablar de mí cuando averigüe algo más acerca de usted y sepa cómo ha llegado hasta mí.

Después, había habido que hacer frente a la incredulidad de Susan. Su padre lo había hecho en seguida.

– ¿No puedes comprender que haya corrido el riesgo de dejarme ver, Susie? ¿Nada menos que ante alguien perteneciente al Departamento de Justicia? Hay una razón. Lo he hecho porque necesito a alguien, aparte de ti, en quien pueda confiar. Creo que puedo confiar en el señor Collins. Me ha parecido comprensivo incluso cuando no sabía que yo estaba aquí. Necesito ayuda, Susie. Tal vez si yo le ayudo a él, él me ayude a mí.

Y, finalmente, había habido que resolver la cuestión de la incredulidad del propio Radenbaugh. Él mismo se había encargado de ello preguntándole a Collins cómo era posible que supiera algo acerca del Documento R y cómo había llegado a suponer que él, Radenbaugh, pudiera saber algo acerca del mismo.

– Es posible que se lo haya usted explicado a mi hija. Al principio, no he podido escuchar lo que estaban hablando. Me hallaba oculto en la cocina. Más tarde me he acercado para escuchar. Antes de que prosigamos, será mejor que me diga cómo ha llegado hasta aquí.

Ambos se habían acomodado en el sofá cama reclinándose sobre los cojines que descansaban contra la pared del salón de Susan.

Collins había hablado amplia, clara y detalladamente de los acontecimientos que habían tenido lugar a partir de la muerte del coronel Baxter. Al final, había relatado su visita a Hannah Baxter y cómo ésta había afirmado no saber nada acerca del Documento R, si bien pensaba que, caso de que Noah le hubiera revelado a alguien el contenido del mismo, ese alguien no hubiera tenido más remedio que ser Donald Radenbaugh.

– Sí, me escribió diciéndome que recibiría su visita -había comentado Radenbaugh.

Y acudí a visitarle -había dicho Collins-. El director de la penitenciaría me dijo que usted había muerto. Pero aquí le tenemos.

Ahora ya sé cómo ha llegado hasta aquí -había dicho Radenbaugh-. Permítame que le cuente cómo he llegado yo. Para que vea la suerte que he tenido. Es toda una odisea. Tendrá que desprenderse por completo de la incredulidad.

Collins había escuchado boquiabierto, incapaz a menudo de librarse de la incredulidad. El secreto encuentro nocturno de Vernon T. Tynan con Radenbaugh y el ofrecimiento de la libertad a cambio de tres cuartos de millón de dólares había constituido toda una sorpresa y había suscitado la cuestión del motivo por el cual Tynan se había atrevido a correr semejante riesgo a cambio de aquella suma. No obstante, Collins no había interrumpido el relato con ninguna pregunta. Había seguido escuchando mientras Radenbaugh le contaba toda la historia hasta el momento de la destrucción de su habitación del hotel en la que se había eliminado pulcramente a Herbert Miller, su otro yo.

Al término del relato de Radenbaugh, a Collins ya no le había cabido la menor duda acerca de lo que había estado ocurriendo en California.

– Tynan -había dicho en voz alta.

– Él es quien se oculta detrás de todo esto -había dicho Radenbaugh conviniendo con él-. Y resulta fácil comprender el motivo. He leído la Enmienda XXXV. Le convertirá en el hombre más poderoso de Norteamérica. Más poderoso que el presidente. Y, sin embargo, apuesto a que no existe la menor prueba contra él.

– Que yo sepa, no -había dicho Collins reflexionando-A no ser… a no ser que tenga algo que ver con el Documento R. ¿Podemos hablar de ello ahora?

– Sí, desde luego. Pero, antes de que lo hagamos, quiero pedirle tres cosas…

– Dígame de qué se trata.

– Primero, quiero que me sometan el rostro a una operación de cirugía estética. Por lo menos, los ojos. Me parece que sería suficiente. No creo que hoy pudiera reconocerme nadie, pero, en caso de que ello ocurriera, sería hombre muerto. Ya se encargaría Tynan de que así fuera.

– No hay problema. Tenemos un cirujano en Carson City, Nevada, de quien el FBI no tiene conocimiento. Por si le hace gracia, le diré que lo utilizan tanto la Cosa Nostra como la CIA. ¿Cuándo desearía usted que se lo hicieran?

– Inmediatamente. Mañana mismo.

– Hecho.

– En segundo lugar, necesito una nueva identidad. Donald Radenbaugh murió en Lewisburg. Herbert Miller murió en Miami. -Se había sacado la cartera del bolsillo y había extraído tres carnés entregándoselos a Collins.- Un permiso de conducir, una tarjeta de crédito para el alquiler de automóviles y una tarjeta de la Seguridad Social… eso es todo lo que ha quedado de Herbert Miller. De nada me sirven ahora. Necesito nuevos documentos. Necesito ser alguien.

– Los tendrán que preparar en Denver -había dicho Collins-. Dispondrá usted de ellos dentro de cinco días. ¿Qué más? Había otra cosa.

– Sí. Una solemne promesa suya.

– Dígame usted.