– Santo cielo, es increíble -exclamó Collins-. ¿Quiere usted decir que existe hoy en día una ciudad sin Ley de Derechos?
– Por lo que a mí me consta, existe.
– Pero eso no puede ser en una democracia. Es ilegal.
– Será legal una vez la Enmienda XXXV sea ratificada en California -dijo Radenbaugh-. Sea como fuere, los resultados de ese experimento constituyen la primera mitad del Documento R.
– ¿Y la segunda mitad?
– No la conozco -repuso Radenbaugh levantando las manos.
Collins reflexionó acerca de lo que acababa de escuchar.
– No me cabe en la cabeza que haya podido estar ocurriendo tal cosa. ¿Qué me dice de los resultados? ¿Fueron positivos en Argo City?
Radenbaugh miró fijamente a Collins.
– Debería usted verlo por sí mismo -dijo-. ¿Le gustaría?
– Vaya si me gustaría. Quiero llegar hasta el fondo de esta cuestión. Hay muchas cosas en juego. ¿Se correrá mucho riesgo?
– No acuden muchos visitantes a esa ciudad. Al menos eso me dijeron. Pero, si fuéramos únicamente nosotros dos, no llamaríamos la atención.
– Tal vez seamos tres.
– ¿Tres? -preguntó Radenbaugh-. Eso podría ser peligroso.
– Vale la pena correr el riesgo -dijo Collins.
Nada más llegar a Washington, Chris Collins había ordenado que se llevara a cabo una urgente investigación acerca de las ciudades de empresa de los Estados Unidos en general y de Argo City, Arizona, en particular.
La investigación se había efectuado discreta y rápidamente, y ahora, cuatro días más tarde, sobre el papel secante de su enorme escritorio del Departamento de Justicia tenía ante sí las correspondientes carpetas conteniendo los datos.
Empezó a revisarlos. Observó inmediatamente que la ciudad de empresa norteamericana constituía un natural e inocente fenómeno unido directamente al desarrollo de la nación. Si una empresa abría una mina en algún remoto lugar del país, era necesario que dispusiera de hombres que trabajaran en aquella mina. Para atraer a los trabajadores a semejante lugar, la empresa tenía que fundar una ciudad en la que las familias pudieran vivir. Para fundar esa ciudad, la empresa tenía que edificar casas, establecer negocios, desarrollar instalaciones deportivas y recreativas y organizar centros sanitarios. La compañía tenía que encargarse también del gobierno local y de la protección del orden público. A la larga, la compañía lo hacía todo por la gente y ésta a su vez se sometía al control de la compañía y acababa perteneciendo a la misma.
Collins leyó el informe. Estaba el caso de Pullman, Illinois -a unos dieciséis kilómetros de Chicago-, fundada por George M. Pullman, el millonario que había ostentado el monopolio de los coches cama de ferrocarril. Pullman albergaba a sus doce mil empleados en su propia ciudad. Según la fotocopia que se adjuntaba de un artículo del Harper’s New Monthly Magazine de principios de siglo, «Las compañías Pullman lo dominan todo. Ningún individuo particular es propietario hoy en día de un solo metro cuadrado de terreno o de un solo edificio de la ciudad. Ninguna organización, ni siquiera una iglesia, puede ocupar otra cosa que no sean locales en alquiler. Saltan a la vista inmediatamente ciertos aspectos desagradables de la vida social… mala administración… favoritismo y nepotismo… una sensación generalizada de inseguridad. Nadie ve a Pullman como un verdadero hogar. El poder de Bismarck en Alemania es totalmente insignificante comparado con el poder de la autoridad que gobierna en el Pullman Palace Car Company de la ciudad de Pullman. Todos los hombres, mujeres y niños de la ciudad están enteramente a su merced. He aquí una población en la que ni un solo de sus habitantes se atreve a expresar abiertamente su opinión acerca de la ciudad en la que vive».
Debido a que George M. Pullman agobiaba a sus empleados con unos precios de servicios públicos y unos alquileres mucho más elevados que los que regían en otras comunidades vecinas, los habitantes se rebelaron. Le demandaron y al final acabaron consiguiendo destruir su dominio sobre aquella comunidad de propiedad privada.
Pero lo de Pullman, Illinois, había constituido una excepción. La mayoría de las ciudades de empresa modernas parecían lugares en los que imperaba la honradez. Estaba Scotia, en California, propiedad de la Compañía Maderera del Pacífico; Anaconda, en Montana, propiedad de los Cobres Anaconda; Louviers, en Colorado, propiedad de E. I. du Pont de Nemours y Compañía; Sunnyside, en Utah, propiedad de la Compañía de Combustibles de Utah; Trona, California, propiedad de la Compañía Norteamericana de Potasas y Productos Químicos…
Y finalmente, en la última carpeta, estaba Argo City, en Arizona, propiedad de los Altos Hornos y Refinerías Argo… y de Vernon T. Tynan y el FBI.
El material de que se disponía acerca de Argo City era muy escaso, sospechosamente escaso. La investigación permitía distinguir inmediatamente la diferencia que se daba entre Argo City y las ciudades de empresa corrientes de otros lugares. En las ciudades de empresa corrientes no todo era propiedad de la empresa y no todo el mundo estaba dominado por ella. A veces las personas podían comprar y ser propietarias de sus casas. A veces la gente de fuera podía abrir negocios. Y, por regla general, podían vivir en la ciudad personas que no trabajaran para la empresa. En Argo City no ocurría tal cosa. Al parecer, todo -todas las casas, todos los negocios, todos los servicios públicos y gubernamentales- era propiedad de la empresa y estaba regulado por ella. No había la menor prueba de que ningún forastero -ninguna persona que no trabajara para la empresa- hubiera podido adquirir jamás una casa o abrir una tienda en toda la historia de la ciudad.
En Argo City no se había registrado ningún crimen o disturbio grave durante más de cinco años.
Era demasiado extraordinario -o demasiado horrible- para ser cierto.
Collins cerró la carpeta.
Sólo había un medio de conocer la verdad. Comprobarlo por sí mismo. Y si lo que iba a ver constituía un anticipo de lo que sería Norteamérica bajo la Enmienda XXXV, tendría que haber alguien, aparte de Radenbaugh y de sí mismo, que lo viera también, alguien que pudiera impedir, en caso necesario, la ratificación de la enmienda.
La decisión ya estaba adoptada.
Tomó el teléfono y llamó a su secretaria.
– Marion, ¿ya han retirado hoy los dispositivos de escucha de los teléfonos?
– Ya no es necesario, señor Collins. Esta misma mañana han instalado el equipo de interferencia que usted solicitó.
Collins se tranquilizó. Su teléfono disponía por fin de un aparato de interferencia, lo cual significaba que todas sus llamadas exteriores resultarían ininteligibles hasta que llegaran a su destino, en cuyo momento se eliminaría la interferencia y las conversaciones resultarían nuevamente inteligibles.
Con la seguridad que le proporcionaba esta precaución, tomó el teléfono y se dispuso a dar el siguiente paso.
– Póngame con el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, inmediatamente -dijo-. Si no está, localícele. Tengo que hablar con él ahora mismo.
En una calurosa y reseca mañana de un viernes de primeros de junio, habían convergido en Phoenix, Arizona, por avión, procedentes de tres lugares distintos.
Chris Collins, que había hecho su reserva de pasaje a nombre de C. Cutshaw, había llegado al aeropuerto de Sky Harbor de Phoenix -desde el Aeropuerto de la Amistad de Baltimore, vía Chicago- en un jet 727 de línea regular a las once y diecisiete minutos. Había sido el primero.
Poco después, Donald Radenbaugh, viajando con su nuevo nombre de Donan Schiller, había llegado desde Carson City, vía Reno y Las Vegas, en un DC9. Hubiera tenido que ser el primero y llegar a las diez y doce, pero su vuelo había sufrido un retraso de una hora y cuarto.