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– Basta con que lo dé durante cuatro horas. Intentar convertirse en un habitante de Argo City, ¿se da cuenta? Eso nos permitirá averiguar un montón de cosas.

– Tal vez.

A Collins se le había ocurrido otra cosa.

– ¿Cree usted posible que alguien de aquí, no sé, el administrador de la ciudad, el director del periódico, el jefe de policía… quien sea, haya oído hablar del Documento R?

– Nadie. Ni siquiera la junta directiva de la Argo. Nadie sabe que son unos conejillos de Indias en el magistral plan que Tynan ha urdido para el próximo año y los años venideros en los Estados Unidos. El Documento R sólo puede conocerlo Vernon Tynan, y posiblemente su ayudante… nunca recuerdo cómo se llama…

– Harry Adcock.

– Sí, Adcock… Y, también, como es lógico, el difunto Noah Baxter. Después estamos mi hija, el sacerdote que le habló a usted de ello, usted y yo mismo. Dudo que haya alguna otra persona que lo haya oído nombrar.

– Usted me dijo que Argo City no era más que una parte del Documento R. Quiero conocer el resto. Abrigo la esperanza de que aquí podamos descubrir alguna pista.

– Es posible. Pero yo de usted no contaría demasiado con ello.

– Bueno, supongo que lo que importa es lo que hoy podamos averiguar aquí -dijo Collins.

– ¿Con vistas a la derrota de la Enmienda XXXV en California quiere usted decir?

– Sí. Caso de que no averigüemos nada…

– O de que seamos descubiertos y apresados…

– …me temo que tendré que arrojar la toalla. Ésa es la cuestión, Donald. Vamos a vivir una tarde de mucha tensión.

– Lo sé.

Collins se miró el reloj.

– John Maynard ya debería estar aquí.

Diez minutos más tarde Maynard llamaba a la puerta y entraba en la habitación de Collins. Lo parecía todo menos el digno e impresionante presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Con su sombrero marrón de ala ancha, sus gafas de sol, su camisa con los botones desabrochados, sus arrugados pantalones de color caqui y sus botas de media caña, parecía un viejo explorador que acabara de llegar a la ciudad tras pasarse dos semanas bajo el cegador sol del desierto.

– Ya estamos todos reunidos en este lugar dejado de la mano de Dios -dijo. El trayecto en taxi desde Phoenix hasta aquí ha resultado francamente molesto. He despedido el taxi. He hecho bien, ¿verdad?

– Sí -dijo Collins-. Regresaremos juntos.

Maynard arrojó el sombrero sobre la cama y se sentó.

– Pero ahora tenemos que empezar. No disponemos de mucho tiempo. -Miró a Radenbaugh.- Supongo que es usted Donald Radenbaugh.

– Perdónenme -se apresuró a decir Collins procediendo a presentarles formalmente.

Maynard miró fijamente a Radenbaugh.

– Espero que no nos estará haciendo usted perder el tiempo. Su información acerca de Argo City resultaba escalofriante, por decir algo suave. Espero que sea exacta.

– Me limité a informar de lo que le había oído decir al coronel Baxter -dijo Radenbaugh a la defensiva-. El Documento de la Reconstrucción estaba basado en el estudio que el director Tynan había realizado sobre Argo City.

– Mmmm… O sea que vamos a ver los Estados Unidos del futuro en microcosmos, vamos a ver cómo será nuestro país una vez sea ratificada e invocada la Enmienda XXXV. Mire, señor Radenbaugh, se lo diré con toda franqueza, me resulta difícil creer que se estén registrando aquí actualmente las condiciones de que le habló a usted el coronel Baxter. No creo que pueda haber una sola población de los Estados Unidos en la que pudieran darse esas condiciones durante mucho tiempo.

– Pues hay varias donde se dan, al menos hasta cierto punto -dijo Collins-. He llevado a cabo un estudio acerca de las ciudades de empresa. Si bien no hay ninguna tan totalitaria como al parecer es ésta, se registran en ellas terribles prácticas y limitaciones.

– Mmmm… Supongo que todo es posible. Si ello fuera cierto aquí en Argo City… -Maynard se perdió en sus pensamientos.- Bien, creo que eso arrojaría una nueva luz sobre todo este asunto. Tendremos que averiguar de primera mano y rápidamente lo que está ocurriendo. Señor Collins, ¿por dónde empezamos?

Collins ya estaba dispuesto y tomó sus notas.

– Yo sugeriría que usted, señor Maynard, empezara efectuando una visita a la agencia inmobiliaria. Al fin y al cabo, se supone que está usted considerando la posibilidad de trasladarse a vivir aquí. Después, en su calidad de abogado retirado, tal vez pueda entrevistarse con el juez local y, a través de éste, llegar hasta el sheriff. Visite también alguno de los almacenes, por ejemplo un supermercado, y procure entablar conversación con algunos de los clientes.

– No tan deprisa -dijo Maynard, que estaba garabateando sus cometidos en un trozo de papel que mantenía apoyado sobre sus rodillas.

Collins esperó un poco y después prosiguió:

– Si le da tiempo, eche un vistazo al Bugle de Argo City. Repase algún ejemplar atrasado. No dispondrá de mucho tiempo, pero tal vez ello le ofrezca la oportunidad de charlar un poco con algún periodista o con el director.

– Voy a tener que emplear mucha imaginación -dijo Maynard.

– Nos marcharemos de aquí antes de que empiecen a sospechar -dijo Collins-. En cuanto a Donald y a mí, visitaremos la biblioteca y la oficina de Correos e intentaremos hablar con el administrador de la ciudad. Llegaremos hasta donde podamos. Es necesario que los tres hablemos con la mayor cantidad de ciudadanos posible. Por ejemplo, a la hora de almorzar, dirijámosles algunas preguntas a las camareras. O abordemos a la gente por la calle para que nos facilite alguna indicación y procuremos entablar conversación. Vamos a ver… -Se miró el reloj.- Ahora es la una y catorce minutos. Tendríamos que reunirnos de nuevo aquí en mi habitación a las cinco de la tarde y cotejar nuestros hallazgos; es posible que para entonces ya hayamos conseguido averiguar la verdad. ¿Vamos pues? Salga usted primero, señor Maynard.

– Maynard se levantó, se puso el sombrero y abandonó la estancia. Cinco minutos más tarde, Collins hizo un gesto a Radenbaugh y ambos salieron juntos de la habitación y se dirigieron al ascensor. Iban a empezar la inspección de Argo City.

El administrador de la ciudad se ajustó las gafas de montura dorada sobre el caballete de la nariz y les miró desde el otro lado del escritorio vacío de papeles. Había una radiante expresión en su redondo y rosado rostro, por encima de su corbata de pajarita.

– Me temo que no puedo dedicarles más tiempo, caballeros -dijo señalando el reloj eléctrico que había sobre el escritorio-. Las cuatro y cuarto. Tengo otra visita esperando.

Se levantó de su asiento, rodeó el escritorio y acompañó a Collins y a Radenbaugh hasta la puerta.

– Me alegro de que hayan venido por aquí, señores -dijo el administrador de la ciudad-. Espero haberles podido ser de utilidad. Y recuérdenlo, una comunidad atractiva hace atractivas a las personas y promueve la paz. Tal como ya les he dicho, y el sheriff se lo podrá confirmar, en Argo City se produce anualmente un puñado de delitos de menor cuantía pero ningún delito grave. Llevamos cinco años sin que hayan ocurrido desórdenes, justamente desde que las fuerzas del orden locales prohibieron las reuniones públicas. Nuestros funcionarios civiles se muestran satisfechos y resultan eficientes. Siempre hay alguna que otra manzana podrida, como la profesora de historia de quien les he hablado, pero nos libraremos rápidamente de ella y no se producirá ningún daño. Bien, les deseo mucha suerte en su labor de reforma y reconstrucción de Bisbee. Con sólo que consigan la mitad de lo que nosotros hemos logrado, podrán sentirse orgullosos de los resultados. Cuando vean al señor Pitman de las Industrias Phillips salúdenle de mi, parte.

El administrador esperó a que Collins y Radenbaugh se hubieran marchado y después entró de nuevo en su despacho. Entonces observó que su secretaria le había seguido.