Las dos fuerzas se habían lanzado inmediatamente a investigar acerca de Collins. Habían realizado su labor en silencio y con la mayor discreción -en la medida de lo posible-, y, en el transcurso de los días que llevaban trabajando, habían conseguido obtener una enorme cantidad de material. La vida de Collins había sido examinada minuciosamente, al igual que las de todos sus parientes, conocidos y amigos.
Hasta la fecha, por lo menos hasta el día anterior, los resultados habían constituido para Adcock una triste decepción. Todo lo que se había averiguado acerca de Collins y sus allegados había resultado legal, correcto, honrado y decente, confirmando los hallazgos de la primera investigación realizada por el FBI. Se habían abierto casi todas las puertas de los armarios. En ninguno de ellos se había descubierto ningún esqueleto. Resultaba asquerosamente ilógico y Adcock no acertaba a creerlo. Llevaba mucho tiempo en aquel trabajo, había podido ver lo peor de los seres humanos, para creer en la pureza. Si se escarbaba lo suficientemente hondo y durante el tiempo suficiente, se descubría alguna suciedad… más tarde o más temprano se descubría alguna suciedad.
Como es natural, había mantenido a Tynan al corriente de los progresos de la investigación. Puesto que a Tynan jamás le interesaban los detalles sino únicamente los resultados finales, Adcock no le había hablado a su jefe de sus fracasos diarios en su intento de descubrir algo que poseyera cierto valor de carácter práctico. Sólo le había revelado las cosas que marchaban por buen camino, las pistas que se habían estado siguiendo desde Albany a Oakland.
Esperaba que hoy tuviera mejor día y que descubriera algo satisfactorio y útil, algo de interés para su jefe.
Al llegar al primer piso, Adcock salió del ascensor y pasó frente a la fuente ornamental en dirección al complejo de computadoras del FBI.
Una vez dentro, leyó el rótulo que decía Centro Nacional de Información Criminal y se tranquilizó inmediatamente. Al pasar la mirada por los aparatos electrónicos que llenaban la vasta sala -el teclado de introducción de datos, el tablero de control, las unidades de cinta magnética, la impresora de mil cien líneas por minuto- su sensación de seguridad se hizo total. No había impureza humana que pudiera escapar a la detección por parte de aquellos aparatos, del mismo modo que no existía debilidad humana que pudiera escapar al olfato de los persistentes sabuesos del exterior.
Adcock empezó a buscar por la sala a Mary Lampert. Era la funcionaria de comunicaciones de mayor categoría y su principal contacto allí abajo. Al no verla, se detuvo para preguntarle a otra empleada dónde estaba. Le dijeron que acababa de salir y que regresaría en seguida.
Adcock se acomodó en una silla, dispuesto a esperarla.
Mientras contemplaba una vez más las cadenas de computadoras, recordaba la División de Identificación de arriba y pensaba en los agentes del exterior, no le cupo a Adcock la menor duda de que más tarde o más temprano dispondría de alguna buena noticia para su jefe. No era más que una cuestión de tiempo.
El lenguaje de la cabeza de Adcock era el lenguaje de las implacables estadísticas. Para animarse un poco, empezó a pasarles revista.
Cadena de computadoras. El sistema se alimentaba a través de las cuarenta mil agencias federales, estatales y locales de cincuenta estados. Se recogían y almacenaban datos no sólo acerca de personas con antecedentes penales y delincuentes o alborotadores en potencia, sino también acerca de disidentes en general, de congresistas, de funcionarios gubernamentales, de elementos que se hubieran destacado en su crítica a las instituciones de los Estados Unidos… prácticamente de cualquier persona de más de diez años de edad. Bastaba pensar en los archivos de detenciones. Aproximadamente un cuarenta y nueve por ciento de la población era detenido una vez en su vida, contando ciertas infracciones de tráfico. En el transcurso de su vida, un noventa por ciento de los varones negros eran detenidos por lo menos una vez, y un sesenta por ciento de los varones blancos lo era también. Todas estas detenciones figuraban en el banco de datos. Dado el índice de criminalidad, y aun pasando por alto las infracciones de tráfico, aproximadamente unos nueve millones de personas serían detenidas aquel año. Aproximadamente la mitad de ellas no serían procesadas o bien su juicio sería sobreseído o bien serían juzgadas y absueltas; pero todas ellas acabarían figurando también en el banco de datos. Aparte de los datos procedentes de doscientos setenta y cinco millones de expedientes policiales, estaban también los datos procedentes de trescientos cincuenta millones de historiales clínicos, de doscientos noventa millones de historiales psiquiátricos y de ciento veinticinco millones de expedientes comerciales.
División de Identificación. Cada día, todos y cada uno de los días, llegaban al FBI treinta y cuatro mil nuevas huellas dactilares, quince mil de las cuales procedían de los organismos policiales y unas diecinueve mil de los organismos gubernamentales, de los bancos, de las compañías de seguros, de las oficinas de concesión de permisos de conducir y de otras fuentes. Todos, absolutamente todos los días. En 1975, el FBI disponía de dos-cientos millones de huellas dactilares en sus archivos. En la actualidad tal vez fueran doscientos cincuenta millones. Un tercio de las fichas figuraba en los archivos criminales y los dos tercios restantes en los archivos civiles.
Agentes exteriores del FBI. Había más de diez mil, incluidas las fuerzas de choque que estaban trabajando en aquella investigación. Las fuerzas de choque habían estado entrevistando a los amigos, parientes, conocidos y personas relacionadas con el objetivo, y habían visitado escuelas, clubs, comercios, bancos, médicos y abogados. Habían intervenido teléfonos e instalado aparatos de escucha, habían seguido a los interesados, habían colocado confidentes y habían sacado fotografías. Penetraban en los apartamentos y viviendas cuando no había nadie, revolvían los cubos de la basura e inspeccionaban y volvían a cerrar la correspondencia.
Maravilloso. ¿Quién podría escapar al ejército de Tynan? Las impurezas que hubiera se descubrirían, vaya si se descubrirían.
Harry Adcock se alegraba de haber efectuado aquel inventario mental. Se estaba sintiendo mejor por momentos.
Sus ensoñaciones fueron interrumpidas por un rostro femenino muy cerca del suyo. Aspiró el perfume y oyó que le decían en un susurro:
– Hola, Harry.
Levantó la cabeza. Mary Lampert había regresado.
– ¿Lleva mucho rato esperando? -preguntó ella.
– No, no. ¿Qué es lo que tenemos hoy?
– Venga al despacho.
En el austero despacho, Adcock se acomodó frente al escritorio. La vio acercarse al archivador a prueba de incendios y abrirlo. Le gustaba observarla, y no tuvo más remedio que admirar una vez más el buen gusto de su jefe. No parecía una funcionaria de comunicaciones. Aunque tampoco es que tuviera que parecerlo, puesto que éste no era más que uno de sus trabajos, recordó Adcock. Siguió observándola mientras abría un cajón del archivador. Mary Lampert tenía treinta y dos años y medía un metro setenta de estatura. Lucía un peinado ahuecado y poseía unos fríos ojos verdes, una corta nariz de caballete ancho y unos húmedos labios sensuales. El vestido se ajustaba a su busto, que era alto y firme, y a sus generosos muslos revelando la línea de las bragas.
El acneico rostro de Adcock adoptó una expresión complacida. Ella se le estaba acercando.