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Collins apartó la vista del televisor y miró a Radenbaugh. -Creo que es también nuestro funeral, Donald -dijo. Radenbaugh asintió con aire fatigado.

Collins lanzó un suspiro. Había superado el anonadamiento inicial y ahora se sentía abrumado por la depresión.

– Mire, creo que es lo peor que me ha ocurrido en toda mi vida. -Señaló hacia la pantalla.- Ahora el país es de ellos.

– Me temo que sí -dijo Radenbaugh.

Ambos guardaron silencio concentrándose en la pantalla.

El secretario de prensa de la Casa Blanca estaba terminando de leer el panegírico y las condolencias del presidente. La atención de Collins disminuyó.

La declaración del presidente contenía las habituales observaciones ampulosas, triviales y a menudo falsas: «Cuando muere un gran hombre, muere con él una parte de la humanidad. Que nadie se llame a engaño en relación con la grandeza de John G. Maynard, que ahora se incorpora al panteón de los inmortales que trataron de hacer triunfar la justicia en este país. Allí están Marshall, Brandeis, Holmes, Warren… y, junto a ellos, está con iguales merecimientos John G. Maynard, que ahora ya ha pasado verdaderamente a formar parte de la historia.»

Y junto con Maynard, pensó Collins, la democracia ha pasado también a formar parte de la historia. Muerta. Una reliquia del pasado. Sin Maynard, el futuro iba a ser la Enmienda XXXV -y Vernon T. Tynan-, y la nación tendría que ajustarse a este molde.

Mientras pensaba en Tynan, escuchó pronunciar el nombre de éste por el corresponsal de la cadena destacado en la Casa Blanca.

«… Vernon T. Tynan. Nos encontramos ahora en el despacho del director de la Oficina Federal de Investigación.»

Inmediatamente apareció en la pantalla la pequeña y conocida cabeza de Tynan sobre sus anchas espaldas. Su curtido rostro ofrecía una adecuada expresión de pesar y tristeza. Tynan empezó a leer una hoja de papel que sostenía en la mano:

«El brutal y absurdo asesinato de una de las más humanitarias y destacadas personalidades del país ha significado una pérdida que no puede expresarse con simples palabras. El presidente del Tribunal Supremo, Maynard, era amigo de la nación, amigo personal mío y amigo de la verdad y de la libertad. Su pérdida ha herido a Norteamérica, pero, gracias a él, Norteamérica se fortalecerá lo suficiente como para poder sobrevivir y sobrevivirá a todos los delitos, a todas las ilegalidades y a todas las violencias. No me cabe la menor duda de que, si el presidente del Tribunal Supremo estuviera vivo, desearía que analizáramos esta tragedia desde una perspectiva más amplia. Esta sistemática eliminación de nuestros dirigentes y de nuestros ciudadanos tiene que impedirse de tal forma que los norteamericanos puedan pasear por sus calles y dormir en sus lechos en el pleno convencimiento de que son libres y están a salvo. -Tynan miró a la pantalla y pareció como si sus ojos se cruzaran con los de Collins, que le estaba mirando enfurecido. Carraspeó y siguió hablando.- Afortunadamente, el malvado asesino del presidente del Tribunal Supremo, Maynard, no ha conseguido escapar. Ha muerto también de manera violenta. Me acaban de comunicar que el asesino ha sido plenamente identificado. Su identidad será revelada en breve por el FBI. Baste decir, de momento, que era un antiguo delincuente, un hombre con un largo historial delictivo que había sido autorizado a vagar libremente por las calles bajo el amparo de las ambiguas y confusas disposiciones de la Ley de Derechos. Si hace un mes se hubiera introducido una enmienda a la Ley de Derechos, tal vez se hubiera podido evitar este terrible asesinato. A pesar de que la Enmienda XXXV no entraría en vigor más que en el caso de conspiración y rebelión, el simple hecho de que fuera aprobada bastaría por sí solo para generar una atmósfera positiva susceptible de relegar al pasado este tipo de asesinatos. Señoras y señores, hoy, en este día de dolor, hemos aprendido una lección. Trabajemos juntos, codo con codo, para hacer entre todos una Norteamérica fuerte y segura.»

El rostro de Tynan desapareció de la pantalla y fue sustituido por el de un reportero de los estudios de la cadena de televisión.

Haciendo caso omiso de la pantalla, Collins volvió su sillón hacia Radenbaugh. Estaba furioso.

– Ese hijo de puta de Tynan, ¿cómo se atreve? ¿Le ha oído usted? Arrimando el ascua a su maldita enmienda con el cadáver de Maynard todavía tibio.

– Y falseando la verdad de tal forma que parezca que Maynard era favorable a la Enmienda XXXV -dijo Radenbaugh señalando hacia la pantalla-. Mire, parece que van a revelar la identidad del asesino.

– ¿Qué más da ya? -dijo Collins.

No obstante, no pudo evitar prestar atención a la pantalla.

«Sí, aquí la tenemos -estaba diciendo el locutor-, la identidad de la persona que ha asesinado al presidente del Tribunal Supremo, Maynard. El asesino ha sido identificado sin lugar a dudas como un tal Ramón Escobar, de treinta y dos años, ciudadano norteamericano de origen cubano, residente en Miami, Florida. He aquí algunas fotografías suyas procedentes de los archivos del FBI…»

Inmediatamente aparecieron en la pantalla dos fotografías, una de cara y la otra de perfil, de Ramón Escobar. Las fotografías mostraban a un joven moreno de rizado cabello negro, largas patillas, mejillas hundidas y una lívida cicatriz que le cruzaba la mandíbula.

– ¡Oh, no! -exclamó Radenbaugh-. ¡No…!

Sorprendido, Collins se volvió en el momento en que Radenbaugh se levantaba tambaleándose. Radenbaugh tenía los ojos muy abiertos, había palidecido y señalaba con el dedo hacia la pantalla como si quisiera decir algo.

Collins se levantó confuso en un intento de calmarle. El dedo con el que Radenbaugh señalaba hacia la pantalla se había convertido en parte de un puño. Radenbaugh estaba agitando ahora el puño en dirección a la pantalla.

Por fin logró articular temblorosamente unas palabras.

– ¡Es él, Chris! -gritó Radenbaugh-. ¡Es él! ¡Es él!

Collins asió a Radenbaugh del brazo.

– Cálmese, Donald -le dijo-. ¿De qué se trata?

– ¡Mírele! ¡El hombre que ha matado a Maynar! Es el que yo vi. ¿Ha oído su nombre? Ramón Escobar. Yo oí ese nombre, lo oí en la isla de Fisher aquella noche. El rostro, es exactamente el mismo rostro, lo reconozco… el hombre de la isla de Fisher, aquel a quien Vernon Tynan me ordenó entregar los setecientos cincuenta mil dólares… el mismo, el que recibió de mí los tres cuartos de millón. Chris, por el amor de Dios, ¿sabe usted lo que eso significa?

El rostro de Ramón Escobar había desaparecido de la pantalla, sustituido por el del locutor de la cadena. Collins cruzó rápidamente el estudio y apagó el aparato. Se volvió aturdido recordando lo que Radenbaugh le había contado de su liberación de Lewisburg, de la recuperación del millón de dólares en los Everglades, de su traslado en una motora con los tres cuartos de millón a la isla de Fisher para entregarlos a los dos hombres que Tynan había designado…

Ahora el asesino de Maynard había resultado ser uno de aquellos hombres.

– Créame, es el mismo hombre, Chris -estaba diciendo Radenbaugh-. Ello significa que Tynan quería el dinero para librarse de Maynard. Significa que me sacó de la prisión con el fin de conseguir el suficiente dinero como para pagar a un asesino a sueldo, un dinero cuyo origen no pudiera establecerse. Tynan ha urdido el asesinato. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de evitar que Maynard destruyera la Enmienda XXXV, estaba dispuesto incluso a asesinar a Maynard…

– Ya basta -dijo Collins con firmeza-. No puede usted demostrarlo.

– Pero, hombre de Dios, ¿qué otra prueba necesita usted? Yo estaba allí con Tynan cuando éste me hizo el ofrecimiento. Me sacó de la cárcel, me facilitó una nueva identidad, me envió a Miami y a la isla de Fisher y me hizo entregar tres cuartos de millón de dólares… ¿a quién? Pues ni más ni menos que al hombre que esta madrugada ha asesinado al presidente del Tribunal Supremo, Maynard. ¿Qué otra prueba le hace falta a usted?