Collins estaba intentado reflexionar y aclarar sus ideas.
– No necesito ninguna otra prueba, Donald -dijo-. Le creo a usted. Pero, ¿qué otra persona iba a creerle?
– Puedo acudir a la policía. Puedo revelar lo que ocurrió. Puedo decir que entregué dinero a ese asesino en nombre de Tynan.
– No daría resultado -dijo Collins sacudiendo la cabeza.
– ¿Y por qué no iba a darlo? Harry Adcock conoce la verdad. El director Jenkins conoce la verdad…
– Pero no hablarán.
Radenbaugh agarró a Collins por las solapas de la chaqueta.
– Óigame, Chris. La policía me creerá. Soy yo mismo. Estuve allí, en aquella isla. Podemos librarnos de Tynan. Puedo revelar toda la verdad.
Collins apartó las manos de Radenbaugh de su chaqueta.
– No -dijo-. Donald Radenbaugh podría revelar la verdad.
– Pero Donald Radenbaugh no existe… el testigo no existe…
– ¡Pero si estoy aquí!
– Lo lamento. El que está aquí es Dorian Schiller. Donald Radenbaugh ha muerto. No existe la menor prueba de que viva. No existe.
Radenbaugh se abatió súbitamente. Por fin lo había comprendido.
– Creo… creo que tiene usted razón -dijo mirando a Collins con desamparo.
Como si hubiera experimentado una transformación que le hubiera infundido nuevos bríos, Collins dijo:
– Pero yo sí existo. Acudiré directamente al presidente. Con pruebas o sin ellas, creo en lo que usted me ha revelado y en todo lo que he podido averiguar y voy a exponérselo todo al presidente. Han sucedido demasiadas cosas para que puedan pasarse por alto. Es necesario que el presidente se entere de lo que está ocurriendo, de que la ilegalidad y los crímenes de este país los está cometiendo Vernon T. Tynan. Es imposible que el presidente evite enfrentarse con la verdad. En cuanto lo sepa, hará lo que el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, quería hacer, es decir, efectuar una pública declaración, repudiar a Tynan, denunciar la Enmienda XXXV y lograr su derrota de una vez por todas. Anímese, Donald. Nuestra pesadilla está a punto de terminar.
8
El presidente de los Estados Unidos se hallaba sentado muy erguido en el negro sillón giratorio de cuero tras el escritorio Buchanan del Despacho Ovalado de la Casa Blanca.
– ¿Destituirle? -repitió elevando ligeramente el tono de su voz-. ¿Quiere usted que despida al director del FBI?
El presidente Wadsworth, sentado tras el escritorio, y Chris Collins, acomodado en una silla de madera negra que había arrimado a éste, llevaban unos veinte minutos hablando. Mejor dicho, Collins había estado hablando y el presidente le había estado escuchando.
Al solicitar Collins aquella mañana ser recibido, le indicaron que el programa del presidente estaba completo. Collins había señalado que se trataba de una cuestión de «emergencia» y el presidente había accedido a concederle media hora después del almuerzo, a las dos de la tarde.
Al entrar en el Despacho Ovalado, Collins había prescindido de los habituales preámbulos, se había plantado ante el presidente y había comenzado una apasionada explicación.
– Creo que debe usted conocer ciertas cosas que están ocurriendo a espaldas suyas, señor presidente, cosas horrendas -había empezado a decir Collins-. Y, puesto que no va a haber nadie que le hable de ellas, creo que voy a tener que hacerlo yo. No será fácil, pero allá va.
Después, casi como en un monólogo, Collins había relatado los incidentes y situaciones que se habían producido desde la advertencia del coronel Baxter en relación con el Documento R hasta la identificación por parte de Donald Radenbaugh del asesino del presidente del Tribunal Supremo. Lo había revelado de carrerilla, con la claridad de un abogado, sin omitir el menor detalle.
Y había concluido diciendo:
– No puede haber ningún motivo que justifique la transgresión de la ley para preservar la ley. El director ha sido el principal impulsor de todo este asunto. Basándome en las pruebas que acabo de exponerle, señor presidente, creo que no le queda a usted más alternativa que destituirle.
– ¿Destituirle? -repitió el presidente-. ¿Quiere usted que despida al director del FBI?
– Sí, señor presidente. Tiene usted que librarse de Vernon T. Tynan. Si no para castigarle por sus acciones criminales, para restablecer el liderazgo de la presidencia y salvaguardar el sistema democrático. Ello le costará a usted la Enmienda XXXV pero preservará la Constitución. Y después podremos elaborar un plan mejor encaminado a garantizar la ley y el orden en este país, basándonos no en la represión y la tiranía potencial, sino en el mejoramiento de las estructuras sociales y económicas de nuestra sociedad. No obstante, nada de todo ello será posible mientras Tynan permanezca en su cargo.
El presidente había escuchado todo el relato de Collins con extraordinaria impasibilidad. Si se exceptuaban los gestos de alisarse el cabello entrecano, frotarse la nariz aguileña o cubrirse la huidiza mandíbula con una mano, había escuchado en silencio y sin dar muestras de la menor emoción.
Su expresión seguía siendo ahora impasible. Su único movimiento consistió en tomar un artístico abrecartas, sopesarlo en una mano y volverlo a dejar después sobre el escritorio.
– ¿Así es que cree usted realmente que el director Tynan merece ser destituido? -preguntó.
Collins no podía estar seguro de si el presidente estaba de su parte o bien se estaba limitando simplemente a analizar la situación más a fondo.
Probaría una vez más con un argumento decisivo.
– Sin la menor duda -contestó enérgicamente-. Los motivos para su destitución son innumerables. Tynan debiera ser destituido por conspiración, por abuso de las atribuciones de su cargo en el intento de conseguir la aprobación de una ley que le investiría de un poder extraordinario. Debiera ser destituido por chantaje e ingerencia en procedimientos legales. De lo único de lo que no le acuso es de asesinato, y eso porque no puedo demostrarlo. Lo demás está muy claro. Con su destitución, sobre la base de lo que usted pueda elegir de entre las distintas pruebas que mi oficina someterá en cuanto antes a su consideración, la Enmienda XXXV se hundirá por su propio peso. Pero, en realidad, podría usted deshacer todo el mal que Tynan ha cometido hasta la fecha emprendiendo personalmente la acción que el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, deseaba llevar a cabo, es decir, manifestándose públicamente en contra de la enmienda de tal forma que California la rechace. No creo que ello fuera necesario una vez se hubiera usted librado de Tynan, pero constituiría una medida muy prudente que le granjearía un mayor respeto.
El presidente permaneció en silencio unos instantes como si reflexionara acerca de lo que acababa de escuchar. Inesperadamente, se levantó del sillón de cuero negro, se volvió de espaldas a Collins, se dirigió muy erguido hacia la ventana de la izquierda enmarcada por unos verdes cortinajes y se quedó de pie contemplando el césped de la Casa Blanca y la Rosaleda.
Collins permaneció sentado aguardando en tensión. Cruzó mentalmente los dedos. El jurado del caso Tynan se había retirado a deliberar. Pronto se anunciaría el veredicto. Un veredicto adecuado lo resolvería todo. Collins aguardó esperanzado.
Tras lo que pareció un inacabable intervalo, el presidente se apartó de la ventana y regresó de nuevo a su sillón. Se detuvo detrás de éste, apoyó ligeramente los brazos sobre el respaldo, entrelazó los dedos y dirigió su mirada hacia Collins.
– Bueno, pues… -empezó a decir, y continuó-: He estado considerando todo lo que usted me ha dicho. Lo he estado examinando con mucho cuidado. Permítame decirle lo mucho que me ha dolido. Permítame ser con usted tan sincero como usted lo ha sido conmigo.