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Al regresar a su despacho, lo primero que hizo Chris Collins fue llamar a su esposa.

Hasta aquella mañana no había mantenido a Karen al corriente de los acontecimientos que habían estado teniendo lugar en su vida en el transcurso de las últimas semanas. Desde la noche en que había sabido de la existencia del Documento R, le había revelado algún que otro detalle de vez en cuando. Pero aquella mañana, tras contemplar por televisión los reportajes relativos al asesinato de Maynard, y una vez Donald Radenbaugh hubo regresado finalmente a su hotel, Collins se había dirigido a la cocina y se lo había referido todo.

Karen se había quedado de una pieza.

– ¿Qué vas a hacer, Chris?

– Voy a entrevistarme con el presidente a la mayor brevedad posible. Se lo voy a revelar todo. Le pediré que destituya a Tynan. Karen se habla atemorizado de inmediato,

– ¿No te parece peligroso? -le preguntó.

– No, si el presidente se muestra de acuerdo conmigo.

Al salir hacia su trabajo, Collins había dejado a Karen convencida de que el presidente Wadsworth se mostraría de acuerdo con él.

Ahora, cuatro horas más tarde, comprendía que se había equivocado de medio a medio.

Karen contestó al teléfono con voz muy nerviosa.

– ¿Qué ha sucedido, Chris?

El presidente no ha estado de acuerdo conmigo.

– Pero, ¿cómo es posible? -dijo ella en tono de incredulidad.

Ha dicho que no podía demostrarle nada. Me ha dado a entender que me consideraba un idiota paranoico. Ha respaldado a Tynan de un modo total.

– Es terrible. ¿Qué vas a hacer ahora?

– Voy a dimitir, ya se lo he dicho. He pensado que sería mejor que lo supieras.

– Gracias a Dios -dijo ella suspirando aliviada.

– Terminaré rápidamente mi trabajo, escribiré mi carta de dimisión y la enviaré. Iré un poco tarde a cenar.

– No pareces muy satisfecho, Chris.

– Es que no lo estoy. Tynan sale bien librado. La Enmienda XXXV se convierte en ley. Está por resolver la cuestión del Documento R. Y yo me veo impotente y me quedo sin trabajo.

– Saldrás adelante, Chris -le aseguró ella-. Se pueden hacer muchas cosas. Venderemos la casa. Regresaremos a California… quizás el mes que viene…

– Esta noche, Karen. Regresaremos a California esta noche. Tomaremos el último avión. Quiero estar en Sacramento mañana por la mañana. Quiero desarrollar un poco de labor de cabildeo. La Enmienda XXXV se someterá a votación por la tarde en la Asamblea. Si caigo, por lo menos caeré combatiendo.

– Lo que tú digas, cariño.

– Hasta luego. Tengo muchas cosas que hacer.

Tras colgar el aparato, Collins pensó en el trabajo que tenía acumulado sobre el escritorio. Antes de poner manos a la obra, tenía que hacer otra cosa. Llamó a su secretaria.

– Marion, a propósito de mi programa de citas, anula todas las que tenga para hoy, las que tenga para el resto de la semana y las que se hayan concertado para las semanas venideras. -Observó que ella arqueaba las cejas.- Se lo explicaré más tarde. Se lo explicaré antes de que salgamos esta tarde. Ahora diga a todo el mundo que estaré ausente de la ciudad. Ya nos pondremos en contacto con ellos. Otra cosa, Marion, reserve plaza para mi esposa y para mí en el último vuelo a California de esta noche… en el último vuelo a Sacramento. Ya buscaré yo mismo el hotel.

– Pero, señor Collins, esta noche iba usted a Chicago.

– ¿A Chicago? -repitió él sorprendido.

– ¿Lo ha olvidado usted? Mañana tiene que pronunciar un discurso en la convención de la Sociedad de Antiguos Agentes Especiales del FBI. Será usted el principal orador. Una vez acabado el discurso, va usted a reunirse con Tony Pierce.

Lo había olvidado por completo. En el transcurso de su primera semana en el cargo había accedido a pronunciar un discurso en la convención de la Sociedad de Antiguos Agentes Especiales del FBI. Tras su decisión de oponerse a la Enmienda XXXV, había decidido también reunirse con Pierce, su antagonista en el programa de televisión y dirigente de la Organización de Defensores de la Ley de Derechos. A través de su hijo Josh, había localizado a Pierce, el cual había accedido a reunirse con él en la convención de ex agentes del FBI:

– Me temo que tendré que cancelar el viaje a Chicago, Marion. Tengo que ir a Sacramento.

– Eso no les gustará, señor Collins. No tendrán tiempo de encontrar a otro orador que le sustituya.

– Siempre hay alguien -dijo Collins bruscamente-. Vamos a hacer una cosa… será mejor que hable yo con ellos personalmente. Les llamaré cuando haya adelantado un poco el trabajo que tengo. En cuanto a Tony Pierce, usted misma podrá resolver el asunto. Llame a sus oficinas de la ODLD de Sacramento, localícele, dígale que he anulado mi viaje a Chicago y ruéguele que me espere en Sacramento. Dígale que le veré en Sacramento mañana por la mañana. Le llamaré a primera hora de la mañana para concertar la cita. ¿Lo ha entendido?

– Llamaré al señor Pierce -repuso ella asintiendo con la cabeza. Después preguntó en tono vacilante:- ¿De veras desea usted que anule todas las citas?

– Todo. Ya basta de preguntas. Tengo muchas cosas que hacer.

Una vez Marion se hubo marchado, Collins empezó a abordar el trabajo que tenía acumulado sobre el escritorio: informes y sumarios que tenía que leer y documentos para firmar. Se alegró al comprobar que uno de los memorandos estaba dirigido al Servicio de Inmigración y Naturalización: se trataba de su autorización personal a la entrada en los Estados Unidos, procedente de Francia, de Emmy, la futura esposa de Ishmael Young. Lo firmó y se lo entregó a Marion ordenándole que lo enviara de inmediato y que remitiera una copia a Ishmael Young.

Al regresar a su despacho, se detuvo ante la chimenea pensando en lo que todavía le quedaba por hacer en aquélla su última tarde como secretario de Justicia de los Estados Unidos. A continuación, redactaría la carta de dimisión. Después sacaría todas sus pertenencias de los cajones del escritorio y recogería lo demás que hubiera en el saloncito del otro lado del despacho de Marion. Y, finalmente, llamaría a Chicago y anularía el discurso que hubiera tenido que pronunciar al día siguiente.

Ante todo, la carta de dimisión.

Se acercó al jarro de plata que había sobre la mesita del teléfono al lado de su escritorio, se llenó un vaso de agua y bebió. Contempló las repletas estanterías adosadas a la pared y empezó a pasear por el espacioso despacho tratando de bosquejar la carta. ¿Sencilla o grandilocuente? Ninguna de las dos cosas. ¿Agresiva o defensiva? No, ni lo uno ni lo otro. Al final, consiguió dar con el tono más adecuado. Dimitía de su cargo de secretario de Justicia por apremiantes motivos de conciencia. Tras reflexionar detenidamente, había llegado a la conclusión de que no podía seguir mostrándose de acuerdo con la administración en su apoyo a la Enmienda XXXV. Consideraba que podría servir mejor los intereses de su conciencia y de su país dimitiendo de su cargo con el fin de dedicar, libre de trabas, todos sus esfuerzos a combatir la aprobación de la Enmienda XXXV. El tono adecuado.

Se sentó apresuradamente junto al escritorio, tomó una hoja de papel oficial y puso rápidamente por escrito lo que ya había formulado mentalmente.

Después decidió que, en lugar de enviar la carta manuscrita a la Casa Blanca, la mandaría mecanografiar y la firmaría. Los medios de difusión podrían manejar más fácilmente las copias de una carta mecanografiada que las de una carta manuscrita. Sí, le diría a Marion que la pasara a máquina y mandaría sacar fotocopias.

Volvió a leer la carta de dimisión y después se levantó tratando de hallar algún medio de mejorarla. Empezó a pasear una vez más por el despacho y después se dirigió a la contigua sala de conferencias. Pisando la alfombra roja estampada, se detuvo ante el retrato de Alphonso Taft, secretario de Justicia bajo el presidente Ulysses S. Grant. Se preguntó por qué demonios estaría allí, pensó que al día siguiente ordenaría que lo retiraran y entonces recordó que quien iba a retirarse al día siguiente iba a ser él.