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– Y no lo creo, ya te lo he dicho.

– Te lo juro por la vida del niño que vamos a tener…

– Sé que no es cierto, cariño. Pero hay una testigo que declarará bajo juramento que sí lo es, eso y el asesinato…

– ¿Quién es esa testigo? -preguntó Karen pareciendo recuperarse.

– No lo sé. Tynan no ha querido decírmelo. Pero es la amenaza que sostiene sobre nuestras cabezas. Me ha amenazado con abrir de nuevo el caso a no ser que acceda a seguir el juego. Y he cedido permanecer en el equipo.

– Oh, Chris, no. -Karen se arrojó en sus brazos y le estrechó con fuerza.- ¿Qué te he hecho?

– No tiene importancia, Karen, cariño -dijo él tratando de calmarla-. Lo importante eres tú. Creo en ti, y jamás volveremos a hablar de ello. Olvidémonos de Tynan…

– No, Chris, tienes que luchar contra él. No puedes permitir que haga eso. No tenemos nada que temer. Soy inocente. Dejémosle que abra de nuevo el caso. A la larga, no podrá causarnos daño. Lo que no debes permitir es que te someta a un chantaje y te obligue a guardar silencio. Tienes que luchar contra él, hazlo por mí.

– No voy a luchar contra él, no lo voy a hacer precisamente por ti -dijo Collins apartándose-. No quiero que vuelvas a pasar por ese suplicio. Vamos a olvidarlo todo y a seguir viviendo nuestra vida como si nada hubiera ocurrido.

Collins fue a alejarse pero ella le siguió cruzando la estancia.

– No podremos seguir viviendo como antes. Chris, si temes enfrentarte con él, es que te crees su versión de los hechos y no la mía…

– ¡No es cierto! Es que no quiero verte padecer de nuevo ese calvario.

– ¿Vas a darte por vencido, vas a guardar silencio mientras la Asamblea de California ratifique mañana la Enmienda XXXV y el Senado haga lo propio tres días más tarde? Chris, por favor, no permitas que eso ocurra.

Collins se miró el reloj de pulsera.

– Mira, Karen, dispongo de veinte minutos para cambiarme, cenar, terminar de hacer el equipaje y llamar a Tony Pierce a Sacramento, antes de que llegue el chófer para llevarme al aeropuerto. Mañana pronunciaré un discurso en la convención de ex agentes del FBI en Chicago. Tengo que ir. Tengo que darme prisa. -Estrechó a Karen en sus brazos y la besó.- Te quiero. Si hay algo más de que hablar, hablaremos de ello mañana por la noche.

– Sí -dijo ella casi hablando para sus adentros-. Si es que hay un mañana por la noche.

9

De pie en la tribuna, ante los seiscientos invitados reunidos en el salón de baile color dorado pálido Guildhall del hotel East Ambassador de Chicago, Chris Collins pasó otra página del discurso que estaba leyendo en la reunión anual de la Sociedad de Antiguos Agentes Especiales del FBI. Observó que sólo le quedaba por leer una página y respiró aliviado.

Su discurso estaba resultando soso y, hasta aquellos momentos, estaba siendo acogido con cierta frialdad.

Collins no se sorprendía lo más mínimo. Existían demasiados factores que habían contribuido a debilitar tanto el contenido como la lectura del discurso. Había hablado sin concentrarse, con desaliento y excesiva cautela.

No había logrado concentrarse porque sus pensamientos estaban en otro lugar. En la sala de conferencias de su despacho del Departamento de Justicia, allá donde Vernon T. Tynan le había acosado y le había sometido a chantaje obligándole a guardar silencio a propósito de lo que realmente pensaba. En el dormitorio de su casa, donde tanto él como Karen habían sufrido la revelación del asesinato y del juicio. En su California natal, donde eran las primeras horas de la tarde en Sacramento y donde antes de sesenta minutos la Asamblea del estado se reuniría convirtiéndose en la primera de las dos cámaras del estado en la que se sometería a votación la ratificación de la Enmienda XXXV.

Se había sentido desalentado en el transcurso de su vuelo a Chicago de la noche anterior, durante toda la mañana y en el almuerzo al que había asistido en compañía de sus anfitriones. Todo su discurso había dejado traslucir su derrotado y pesimista estado de ánimo. Se habían desvanecido todas sus esperanzas de derrotar la Enmienda XXXV en California, ya fuera en la Asamblea o bien más tarde en el Senado. La muerte del presidente del Tribunal Supremo, Maynard, había constituido el más duro de los golpes. Maynard por sí solo hubiera podido invertir el curso de los acontecimientos. Pero había sido despiadadamente eliminado en el último momento. Después, la negativa del presidente a destituir a Tynan, con la consiguiente revelación de las actividades de éste y el consiguiente perjuicio para la enmienda, había sido otro golpe fatal. Su decisión de luchar en solitario contra la enmienda había sido motivo de un cierto optimismo que Tynan había logrado ahogar con gran eficacia. Sólo quedaba el Documento R, y hasta entonces se le había escapado, lejos de su vista y de su alcance. Pero, por encima de todo, la flojedad del discurso se había debido a su cautela. 0 tal vez la palabra más adecuada fuera temor… Sí, la causa de aquella flojedad había sido el temor. Los miembros de la Sociedad de Antiguos Agentes del FBI, a quienes iba dirigido el discurso, eran en su mayoría hombres de Tynan. Bajo J. Edgar Hoover, la sociedad de ex agentes del FBI había contado con diez mil miembros. Muchos de ellos, tras abandonar el FBI, habían iniciado prósperas carreras en la abogacía, la industria y el sector bancario gracias al apoyo y la ayuda de Hoover. Ahora, bajo el mandato de Vernon T. Tynan, la sociedad de ex agentes del FBI contaba con catorce mil hombres y mujeres -pocas mujeres-, la mayoría de los cuales se hallaban todavía sometidas a la disciplina del FBI y le agradecían a Tynan el sello de aprobación que había contribuido al progreso de sus carreras. Para Collins, se trataba de un auditorio hostil. No sabían que él discrepaba de sus opiniones. El único que lo sabía era él, pero este hecho bastaba para inquietarle.

El discurso que había preparado junto con Radenbaugh había sido cuidadosamente endulzado con el fin de complacer al auditorio. Puesto que le constaba que no podría atacar a la Enmienda XXXV, Collins había procurado evitar hacer la menor referencia a la misma. Había hablado dando por sentado que la enmienda se convertiría en ley y se había extendido especialmente en el hecho de que eran necesarias ulteriores medidas encaminadas a poner un freno al crimen y la ilegalidad en los Estados Unidos. Se había referido en amplios términos a las demás reformas que era necesario introducir en el país. Se había referido al crimen y a sus causas. Se había referido a las raíces sociales del crimen. Había comprendido desde un principio que ello no conseguiría hacer vibrar a su auditorio pro-Tynan. Aquellos ex agentes del FBI deseaban que se elogiara con vehemencia la Enmienda XXXV forjada por su director. Deseaban que se proclamara a bombo y platillo la muerte de la obstruccionista Ley de Derechos y el nacimiento del nuevo Comité de Seguridad Nacional, encabezado por Tynan. Pero, en su lugar, les habían arrojado el jarro de agua fría de las reformas sociales. Estaban decepcionados y aburridos.

Collins era también consciente de que el auditorio estaba repleto de espías y confidentes de Tynan dispuestos a informar a su amo de cualquier desviación suya. Anticipándose a ello y tras su confrontación del día anterior con Tynan, Collins había corregido varias veces el discurso durante el vuelo y aquella mañana en su suite de Chicago, aguándolo constantemente hasta dejarlo convertido en un charco. Sabía que el menor asomo de disensión se traduciría en una desgracia para Karen.

Sabía también, como es lógico, que se encontraba entre el auditorio una reducida minoría de personas contrarias a Tynan y contrarias a la Enmienda XXXV. No sabía quiénes eran pero sabía que Anthony Pierce era su dirigente. Hasta había temido ponerse en contacto con Pierce a última hora de la noche anterior y aquella misma mañana. Resultaría muy peligroso para Karen que Tynan se enterara de que había mandado llamar a Pierce y tenía el propósito de reunirse con él en secreto una vez finalizado el discurso, Aquella mañana Collins se había dirigido a una anónima cabina telefónica de la calle con el fin de llamar a Pierce. Había acordado reunirse con éste no en su suite sino en una habitación desocupada del mismo hotel Ambassador -reservada bajo otro nombre.- una vez hubiera finalizado su discurso y abandonado el salón de baile. Habían acordado ver juntos desde aquella habitación la retransmisión en directo de la votación en la Asamblea de California, y, en caso necesario, Collins se arriesgaría a revelarle a Pierce su defección de la postura de la administración en relación con la enmienda y a ayudarle en toda clase de estrategias susceptibles de derrotarla en la votación a que fuera sometida tres días más tarde en el Senado.