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Chris Collins había estado pensado en todo ello mientras leía su discurso tratando de infundirle significado.

Había llegado a la última página. Trató de entregarse por entero y de infundirle emoción.

«Así pues, amigos míos, hemos llegado a una encrucijada -prosiguió Collins-. Nos encontramos en el umbral de un dramático cambio en la Constitución del país en nuestro afán de restablecer la ley y el orden. Sin embargo, para preservar una pacífica sociedad de seres humanos, se necesitan otras muchas cosas. He esbozado aquí algunas de esas necesidades. Permítame resumírselas en las palabras de un antiguo secretario de Justicia de los Estados Unidos. -Collins se detuvo, estudió las hileras de rostros que tenía delante y se dispuso a citar las palabras de uno de los secretarios de Justicia que le habían precedido en el cargo.- Nos instó enérgicamente a que recordáramos lo siguiente: ‘Si queremos abordar eficazmente el crimen, es necesario que hagamos frente a los deshumanizadores efectos que ejercen sobre el individuo los barrios bajos, el racismo, la ignorancia y la violencia, la corrupción y la imposibilidad de hacer valer los propios derechos, la pobreza, el desempleo, el ocio, las generaciones de desnutrición, los daños cerebrales congénitos, la desatención prenatal, las enfermedades, la contaminación, las viviendas ruinosas, insalubres y sucias, los hacinamientos de individuos, el alcoholismo y las drogas, la avaricia, la inquietud, el temor, el odio, la impotencia y la injusticia. Ésos son los orígenes del crimen, y pueden ser controlados.’ Es hora va de que actuemos en ese sentido. Nada más. Gracias por su atención.»

No les había dicho el nombre del secretario de Justicia cuyas palabras había citado. No les había dicho que las palabras pertenecían a Ramsey Clark.

Escuchó unos tibios aplausos y finalizó su agonía.

Regresó aliviado a su asiento, estrechó sin fuerza algunas manos y se dispuso a escuchar a los últimos oradores, con cuyas intervenciones finalizarían los actos oficiales de la convención.

Medía hora más tarde se vio libre. Abandonó el salón de baile Guildhall y se reunió con su guardaespaldas Hogan, que le acompañó en el ascensor hasta la suite 1700-01 situada en la esquina del pasillo de la decimoséptima planta. Ya junto a la puerta, le dijo a Hogan que permanecería en la suite toda la tarde. Le sugirió que bajara al Greenery, el café del hotel, y aprovechara para tomar un bocado. El guardaespaldas accedió de muy buen grado.

Una vez en la suite, Collins esperó un poco y después abrió la puerta y echó un vistazo al pasillo. No había nadie. Abandonó rápidamente sus habitaciones, se dirigió hacia la escalera, descendió hasta la decimoquinta planta y se encaminó hacia la habitación desocupada 1531. Cerciorándose de que nadie le hubiera seguido, penetró en la misma dejando la puerta entornada.

Empezó a pasar revista a la habitación. Una cama de matrimonio. Un sillón. Dos sillas. Una mesita de tocador. Un aparato de televisión. Poco adecuado para un miembro del gabinete del presidente, pero le bastaría.

Estuvo tentado de llamar a Karen a Washington aunque no fuera más que para tranquilizarla de nuevo. Pensaba en ello cuando, antes de que pudiera decidirse, escuchó llamar suavemente a la puerta. Giró sobre sus talones dispuesto a recibir a Tony Pierce, pero, para asombro suyo, observó que éste iba acompañado de otros dos hombres.

Collins no había vuelto a ver a Pierce desde que ambos habían sido adversarios en el programa de televisión «En busca de la verdad». Sintió un estremecimiento al recordar su papel y su actuación en aquel programa y se preguntó qué estaría pensando Pierce de él en aquellos momentos.

Exteriormente, no daba la impresión de que Pierce estuviera resentido o no sintiera deseos de celebrar aquel segundo encuentro. Su rostro pecoso y simpático bajo el cabello color arena ofrecía la misma expresión amable y entusiasta de siempre.

– Volvemos a vernos -dijo Pierce estrechando la mano de Collins.

– Me alegro de que haya podido venir -dijo Collins-. No estaba seguro de que lo hiciera.

– Por favor, estoy encantado -replicó Pierce-. Además, quería que conociera a dos de mis colegas. Le presento al señor Van Allen y al señor Ingstrup. Trabajábamos juntos en el FBI y dimitimos de nuestros puestos con un año de diferencia.

Collins les estrechó la mano. Van Allen era rubio y poseía una pronunciada mandíbula y unos ojos inquietos. Ingstrup tenía el cabello castaño y un rostro curtido adornado por un descuidado bigote oscuro.

– Siéntense -dijo Collins. Mientras los demás tomaban asiento en la cama y en las dos sillas, él permaneció de pie-. Estará usted preguntándose por qué le he rogado que se reuniera aquí conmigo -le dijo a Pierce-. Debe de preguntarse qué tenemos en común para poder hablar. A sus ojos, soy el superior del director del FBI Tynan, un miembro del gabinete de la administración del presidente Wadsworth y un intrigante que está defendiendo la aprobación de la Enmienda XXXV. A mis ojos, es usted un duro adversario de la enmienda. ¿No le resulta sorprendente que haya querido verle?

– En absoluto -contestó Pierce sacándose la pipa del bolsillo-. Le hemos estado siguiendo de cerca hasta primeras horas de la tarde de ayer y tenemos conocimiento de que se proponía trasladarse a California con el fin de declarar en contra de la Enmienda XXXV. Sabemos cuál es su postura actual.

– ¿Como lo han podido saber? -preguntó Collins sinceramente sorprendido.

– Puesto que ahora confiamos en usted, se lo podemos decir -repuso Pierce alegremente. Se llenó la pipa de tabaco y prosiguió-: Al abandonar el FBI, cada uno de nosotros siguió su propio camino. Yo monté un bufete jurídico. Van Allen es propietario de una agencia de investigaciones privada. Ingstrup es escritor y tiene en su haber dos comprometedoras revelaciones acerca del FBI. Todos compartíamos una misma creencia. La de que Vernon T. Tynan, a cuyas órdenes habíamos trabajado tanto tiempo, era un hombre peligroso, peligroso para el país. Le vimos convertirse en una amenaza cada vez mayor a cada año que pasaba. Encontramos por todos los Estados Unidos a otros antiguos agentes del FBI que opinaban lo mismo que nosotros. Todos seguíamos poseyendo la disciplina, el buen hacer y la habilidad que habíamos aprendido y practicado en el FBI, y nos preguntamos: ¿por qué no aprovechar en la práctica todos estos conocimientos? ¿Por qué no trabajamos para protegernos unos a otros, para librar al FBI de ese megalómano y para defender la democracia? A instancias mías, organizamos una asociación de ex agentes del FBI capaces de convertirse en investigadores y descubridores de hechos con el fin de hacer frente a quien se dedicaba a vigilar todos nuestros movimientos. No poseemos ningún nombre oficial, pero nosotros nos llamamos el IFBI: los Investigadores del FBI. Disponemos en todas partes de confidentes que simpatizan con nosotros. Hay seis de ellos en el Departamento de Justicia, incluidos dos que trabajan en el propio edificio J. Edgar Hoover. Así es como pudimos ir averiguando su defección en nuestro favor. Ayer supimos que se disponía usted a trasladarse a Sacramento. Basándonos en el expediente que habíamos elaborado acerca de usted, llegamos a la conclusión de que el viaje lo efectuaba con el propósito de romper con el presidente y con Tynan y denunciar públicamente la Enmienda XXXV.