Puesto que se tardaría un rato y puesto que se sentía cansado, Collins decidió apartar la vista de la pantalla. Se puso a observar a Tynan, que se hallaba de pie con su rostro de bulldog arrebolado por la ansiedad y los ojos clavados en la pantalla siguiendo las votaciones. Volvió la cabeza y miró al presidente, que aparecía inmóvil, granítico, impasible, contemplando la pantalla como si estuviera posando para una de las colosales efigies del Mount Rushmore de Dakota del Sur.
Hombres honrados y entregados a su misión, pensó Collins. Por mucho que dijeran los de fuera -los criticones como Young e incluso los recelosos como Karen-, aquellos hombres eran unos seres humanos responsables. Inmediatamente se sintió a sus anchas en aquel círculo de poder. Experimentó la sensación de pertenecer al mismo. La sensación resultaba maravillosa. Pensó que ojalá pudiera agradecérselo a la persona que le había colocado en aquel lugar, al coronel Baxter, que se hallaba ausente, tendido en estado de coma en un lecho del hospital de Bethesda.
Collins había creído que se lo debía todo al coronel Baxter, pero en realidad, si lo examinaba bien, había sido toda una serie de accidentes y errores lo que le había elevado al cargo de secretario de Justicia. Ante todo, estaba el hecho de que su difunto padre hubiera sido compañero de estudios del coronel Baxter en la Universidad de Stanford, así como su mejor amigo en aquellos primeros y difíciles años que siguieron a la graduación de ambos. El padre de Collins, que había tenido intención de ejercer la abogacía, había acabado dedicándose a los negocios y se había convertido en un acaudalado fabricante de componentes electrónicos. Collins recordaba lo mucho que se enorgullecía su padre de él, de su hijo el abogado. Su padre siempre había mantenido al coronel Baxter y a otros amigos al corriente de los progresos y de la creciente reputación legal de su hijo.
Dos hechos distintos, separados entre sí por algunos años, habían atraído ulteriormente sobre él la atención del coronel Baxter. Uno de ellos había sido su breve pero ampliamente divulgada pertenencia a la Unión Norteamericana de Derechos Civiles en su calidad de abogado en San Francisco. Había defendido con éxito los derechos civiles de una organización norteamericana de extrema derecha, de carácter acusadamente fascista, porque creía en la libertad de expresión para todos. Lo había hecho por principios, no por la filiación de sus clientes. El hecho había causado una honda impresión en el coronel Baxter, que era fuertemente conservador, al equivocarse en cuanto a la motivación de Collins. Poco después, cuando ocupaba el cargo de fiscal de distrito en Oakland, Collins había alcanzado renombre nacional por haber encausado a tres asesinos negros que habían cometido unos crímenes especialmente horrendos. Ello había impresionado aún más al coronel Baxter, al demostrarle que Collins no era en modo alguno de ese tipo de personas imprescindibles más inclinadas a mostrarse compasivas con los negros que con los blancos. Lo que no pasó jamás a la letra impresa fue la verdadera opinión de Collins en el sentido de que aquellos pobres negros, que en tan malas condiciones se habían criado y que tan erróneamente habían sido utilizados, eran las verdaderas víctimas, las víctimas de la sociedad. La ley, por desgracia, no tenía previsto ningún atenuante para la desgracia de poseer unos genes equivocados.
Sí, al coronel Baxter le habían causado favorable impresión los éxitos que habían saltado a los titulares de la prensa. El hecho de que Collins, en el ejercicio privado de la abogacía en Los Angeles, hubiera defendido con análogo éxito los derechos y las vidas de distintas organizaciones de negros y chicanos, y de varias docenas de disidentes blancos, había sido considerado por Baxter como una aberración juvenil destinada a acallar la conciencia de un joven abogado. Y así, respaldado por estas credenciales y por la antigua amistad de su padre, Collins había sido llamado a Washington, convirtiéndose más adelante en secretario de Justicia adjunto del coronel Baxter y, por un azar, debido a un fallo en las arterias del coronel, pasando después a ser secretario de Justicia de los Estados Unidos y miembro de aquella élite.
Tuvo la impresión de haber expresado sus pensamientos en voz alta, pero comprendió que ello se debía a que en la Sala del Gabinete reinaba un insólito silencio. Empezaba a mirar a su alrededor cuando de repente observó que el presidente se levantaba de su sillón al tiempo que se escuchaban unos atronadores vítores.
Perplejo, miró hacia la pantalla y después a Karen, que no gritaba, y ésta le susurró:
– Acaba de ser aprobada. La Asamblea del estado de Nueva York la ha ratificado. ¿Es que no oyes al locutor? Está diciendo que sólo falta un estado para que la Enmienda XXXV sea aprobada. Conectarán con Columbus tras una pausa y un resumen efectuado en los estudios de la cadena.
Todo el mundo se había puesto jubilosamente en píe, y Steedman, que se estaba dirigiendo al presidente, le ocultó momentáneamente la pantalla.
– ¡Felicidades, señor presidente! -estaba diciendo el encuestador-. Reconozco que ha sido una auténtica sorpresa. Nuestros porcentajes permitían entrever el resultado, pero no había indicios que hicieran esperar una mayoría tan abrumadora.
El director Tynan asió a Collins por el hombro hasta producirle dolor.
– Gran noticia, muchacho, ¿verdad? ¡Gran noticia! -gritó Tynan con aire triunfal.
– Vernon… -empezó a decir el presidente dirigiéndose a Tynan.
– ¿Sí, señor presidente?
– …¿sabe usted a qué se ha debido? ¿Sabe usted qué es lo que ha inclinado a Nueva York de nuestra parte? Ha sido ese último discurso, el que ha pronunciado ese tal Smith. Ese discurso ha sido perfecto. Parecía que lo hubiera escrito usted mismo.
– Bueno, tal vez lo escribí yo mismo -dijo el director Tynan esbozando una ancha sonrisa.
Todos los que le escuchaban se echaron a reír como si compartieran un secreto. Collins también se rió, porque aunque no lo entendía del todo deseaba seguir formando parte de aquel grupo.
– ¡La cena fría está dispuesta! -gritó una voz estridente. Era la señorita Ledger, la secretaria personal del presidente, que estaba dirigiendo a los invitados hacia el extremo más alejado de la mesa del gabinete-. Preparada especialmente para que puedan apoyar los platos sobre sus rodillas. Nada de cuchillos, sólo tenedores. Será mejor que recojan sus platos antes de que se inicien las votaciones de Ohio.
Collins tomó a Karen del brazo y ambos se pusieron en pie y se encaminaron hacia el extremo de la mesa del gabinete que había sido convertido en «buffet». Eran casi los últimos de la cola, y antes de que pudieran recoger su plato los demás invitados ya corrían a ocupar de nuevo sus puestos. Al parecer, la votación de Ohio, retransmitida en directo, estaba a punto de empezar.
Poco después, con el plato lleno de pechuga de pollo troceada, salmón frío con salsa de pepinos, ensalada variada y fruta fresca -pero sin pan-, Collins siguió a Karen en dirección al semicírculo de invitados que rodeaban el televisor. Vio que el presidente Wadsworth había ocupado su sillón, de modo que guió a Karen hacia dos asientos vacíos que había en la parte de atrás y, una vez sentados, empezó a tratar de ver entre los invitados que tenía delante.
Desde el estrado de la Cámara de Representantes del estado de Ohio alguien estaba leyendo la resolución. Collins desistió de ver y se reclinó en su asiento dispuesto a escuchar mientras consumía la pechuga de pollo.
Una voz estaba tronando desde el televisor:
«Propuesta de una enmienda a la Constitución de los Estados Unidos relativa a la seguridad interna.
»Por resolución del Senado y de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de Norteamérica reunidos en el Congreso, y con la aprobación explícita de dos tercios de cada cámara, se propone una enmienda a la Constitución de los Estados Unidos que será válida a todos los efectos entrando a formar parte de la Constitución caso de que sea aprobada por tres cuartos de las legislaturas de los distintos estados. Dicha enmienda es la siguiente: