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– Ojalá resulte interesante -dijo Pierce-. Porque es nuestra última esperanza antes de mañana. De ello depende nuestro éxito. -Miró a su alrededor al tiempo que se guardaba el libro en el bolsillo.- Bueno, yo me iré primero. Nos veremos esta tarde.

– Hasta entonces.

Eran las ocho y media de la noche cuando Chris Collins, lleno de inquietud, abandonó el taxi junto a la confluencia de las calles E y Doce. Tres puertas más allá de la esquina descubrió el rótulo de neón rojo y blanco en el que podía leerse: «Café hasta el borde».

La barra estaba llena, pero sólo algunas de las mesas de formica blanca se hallaban ocupadas. En la situada en el rincón más alejado pudo ver a Tony Pierce.

Collins se acercó y se acomodó al lado de éste, que se estaba terminando muy tranquilo un bocadillo de hamburguesa.

– Llega usted muy puntual -le dijo Pierce entre bocado y bocado.

– Estoy hecho un manojo de nervios -reconoció Collins.

– ¿Y por qué va a estar nervioso? -le preguntó Pierce secándose la boca con una servilleta-. Acudirá simplemente a visitar el despacho del director del FBI. Ya ha estado allí otras veces.

– Pero no en su ausencia.

– Tiene razón -dijo Pierce riéndose-. Ahora vamos a estudiar los planes. ¿Qué va usted a hacer cuando tenga el material?

– Bueno, pues, la cinta de Rick tal vez nos diga dónde está el Documento R.

– Es posible. ¿Qué hará cuando tenga la cinta?

– Si se trata de algo tan terrible y perjudicial como Noah dio a entender, llamaré a Sacramento inmediatamente. Localizaré al vicegobernador, dado que es el presidente del Senado del estado de California. Le diré que dispongo de importantes pruebas relacionadas con la votación final sobre la Enmienda XXXV y le rogaré que me permita comparecer ante el Comité Judicial por la mañana, inmediatamente después de que Tynan haya pronunciado su discurso. Abrigo la esperanza de que consigamos alzarnos con el triunfo.

– Perfecto -dijo Pierce-. Es posible que mañana a estas horas podamos celebrarlo en un buen restaurante.

– Falta mucho para mañana por la noche -dijo Collins.

– Tal vez. Ande, tómese un café conmigo. Disponemos todavía de unos minutos.

Les habían servido el café y estaban empezando a bebérselo cuando Pierce señaló hacia la puerta, situada a la espalda de Collins.

– Ahí viene.

Collins volvió la cabeza.

Van Allen se estaba acercando entre las mesas y la barra. Al llegar junto a la mesa, se inclinó y dijo en un susurro:

– Vía libre. Tynan ha salido hacia el aeropuerto hace diez minutos.

Pierce dejó la taza, depositó una propina en la mesa y se levantó.

– Andando.

Una vez Pierce hubo pagado la cuenta, los tres salieron a la calle E y echaron a andar en silencio para recorrer las dos manzanas que les separaban de su destino. No hablaron hasta llegar a la confluencia de la calle E con la calle Diez, en cuya acera de enfrente se levantaba la impresionante estructura color beige del edificio del FBI con sus adornos de columnas.

– Yo les dejo aquí -dijo Van Allen-. Aguardaré al otro lado de la rampa del estacionamiento. Si ocurriera algo y Tynan regresara, conseguiré llegar hasta ustedes antes que él. Buena suerte.

Observaron cómo se alejaba. Pierce tomó a Collins del brazo y le dijo:

– Ahora actuemos con rapidez.

Cruzaron la calle y echaron a andar de prisa por la acera de la calle Diez, junto a la que se levantaba el edificio J. Edgar Hoover. Pierce subió los empinados peldaños de dos en dos, mientras Collins trataba de no quedar rezagado. Junto a la puerta de cristal no se veía a nadie, pero muy pronto apareció una figura entre las sombras del interior. El hombre abrió la puerta.

Pierce le cedió el paso a Collins y ambos penetraron en el vestíbulo. Collins apenas pudo ver al agente que les había abierto la puerta. Era un joven de rostro enjuto, enfundado en un traje oscuro, que le susurró algo a Pierce. Éste asintió con la cabeza, le saludó brevemente y alcanzó a Collins, que se había adelantado unos pasos.

– Espero que se encuentre usted en buena forma -dijo Pierce en voz baja-. No podemos utilizar el ascensor y las escaleras mecánicas no funcionan. Subiremos hasta la séptima planta por la escalera de incendios.

Se dirigieron hacia la escalera y empezaron a subir. Collins se esforzaba por no quedar rezagado. Al llegar al tercer rellano, Pierce se detuvo unos instantes para que Collins pudiera recuperar el resuello, y después ambos siguieron subiendo.

Llegaron a la séptima planta sin haberse tropezado con nadie. A excepción de sus pisadas, mientras iban subiendo alrededor del patio central, reinaba un silencio absoluto.

Llegaron junto a una puerta en la que podía leerse: Director de la Oficina Central de Investigación.

Pierce le indicó por señas a Collins una segunda puerta en la que no figuraba ninguna placa. Acercó la mano al picaporte y abrió la puerta sin dificultad. Pierce entró seguido de Collins. Habían penetrado directamente en el despacho privado de Tynan, tenuemente iluminado por una lámpara que había junto al sofá.

Collins permaneció de pie examinando la estancia. El escritorio de Tynan se encontraba a la izquierda, frente a las ventanas que daban a la calle Nueve cara al edificio del Departamento de Justicia. A la derecha había un sofá, una mesita y dos sillones.

No se veía ningún archivador.

– Se encuentra en el vestidor -le dijo Pierce en voz baja señalando hacia una puerta abierta.

Pasaron por entre la mesita y los sillones y cruzaron la puerta que daba acceso al pequeño vestidor. Pierce buscó el interruptor y encendió la luz del techo. Estaban frente al archivador Victor Firemaster de color verde de Noah Baxter.

La cerradura de combinación se encontraba en el tercer cajón empezando por abajo.

Pierce trató de abrir los cajones. Todos estaban perfectamente cerrados.

– Está bien -dijo-, manos a la obra. Creo que resultará fácil.

Con la habilidad de un experto, Pierce giró el mecanismo de la combinación. Collins le miraba, consciente de que el tiempo iba pasando. Sólo habían transcurrido tres minutos, pero a Collins se le antojaban horas y la angustia estaba empezando a resultarle insoportable.

Oyó que Pierce lanzaba un suspiro de alivio y vio que dejaba entreabierto el tercer cajón.

Pierce se incorporó, abrió el cajón de arriba y retrocedió un paso.

– Todo para usted, Chris -dijo.

Con el corazón latiéndole con fuerza, ,Collins avanzó. Examinó la primera mitad del cajón de arriba, donde podían verse varias cassettes Norelco en sus pequeños estuches de plástico y unas seis o siete de mayor tamaño, del tipo de las que utilizaba Rick.

Estaba acercando la mano al cajón cuando, súbitamente, un haz de potente luz iluminó la estancia al tiempo que se escuchaba el sonido de una chirriante voz a su espalda.

– Buenas noches, señor Collins -le saludó la voz-. No se moleste.

Collins se dio rápidamente la vuelta mientras Pierce hacia lo propio.

La puerta del cuarto de baño aparecía abierta y, llenándola totalmente, podía verse la compacta figura de Harry Adcock. En su rostro se dibujaba una horrible sonrisa.

Adcock extendió la manaza y apareció en su palma una cassette Memorex.

– ¿Es esto lo que ustedes andan buscando, caballeros? -les preguntó-. ¿El Documento R? Bueno, pues aquí lo tienen. Permítanme que se lo muestre.

Tomó la cassette por ambos lados y quitó la funda de plástico. Después, sin dejar de mirarles, introdujo un dedo por la parte interior de la cinta, la soltó y empezó a desenrollarla lentamente. Tras arrojar la funda de plástico sobre la alfombra, les mostró la estrecha cinta marrón.

Collins observó con el rabillo del ojo que la mano de Pierce se deslizaba hacia el bolsillo de su chaqueta, pero la mano de Harry Adcock se movió con rapidez hacia la sobaquera que llevaba bajo la americana y en ella apareció un revólver, un mágnum negro de cañón corto y calibre 35.7, con el que apuntó a ambos.