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– Se lo explicaré -repuso Collins apresurándose a presentarle a sus amigos-. Hemos venido porque quizá pueda usted ayudarnos. Se trata de algo muy importante.

– Pasen -dijo Young.

– Gracias -dijo Collins-. No tenemos un minuto que perder.

Una vez los cuatro se hubieron reunido en el salón, Young se quitó la chaqueta de pana y les miró inquisitivamente.

– Parece muy urgente. No sé qué podré hacer por ustedes.

– Muchas cosas -dijo Collins-. ¿Desea usted que no salga adelante la Enmienda XXXV?

– ¿Que si lo deseo? Haría cualquier cosa con tal de que no se apruebe. Pero no existe ninguna posibilidad, señor Collins. Cuando mañana por la tarde se efectúe la votación en California…

– Existe una posibilidad. Y depende de usted. ¿Dónde conserva el material de investigación para el libro de Tynan?

– En la habitación de al lado, en el comedor. Lo he convertido en estudio. ¿Desean verlo?

Perplejo, Young les acompañó a la pequeña estancia con apariencia de despacho improvisado. Junto a una ventana que daba a la calle había un viejo escritorio atestado de papeles. A su lado, sobre una sólida mesita, descansaba una máquina de escribir eléctrica IBM. Adosada a la pared del otro lado se encontraba la mesa del comedor, llena también de papeles, carpetas y material de oficina. A un lado se observaba un magnetófono Wollensak. Encima de una silla que había junto a la mesa podían verse otros dos magnetófonos, un Norelco de siete pulgadas y un Sony portátil. Dos archivadores de pequeño tamaño aparecían adosados a una tercera pared.

– Está todo muy desordenado -dijo Ishmael Young disculpándose-, pero así es como suelo trabajar. Oiga, señor Collins, espero que recibiera usted la nota que le envié dándole las gracias. Le agradezco muchísimo que me resolviera el problema de inmigración. Emmy y yo estamos en deuda con usted.

– No me deben ustedes nada. Pero sí puede ayudarnos a todos nosotros ahora mismo. ¿Dice que tiene usted aquí el material de investigación? Bien, pues hay una cosa que desearía ver, si es que la tiene.

Young se pasó la mano por la calva con gesto preocupado.

– Quiero ayudarle en todo lo que pueda, claro… pero, como usted sabe, buena parte de este material es de carácter confidencial. Le juré por mi honor a Vernon Tynan que nadie lo vería jamás… Si llegara a descubrir que le he mostrado a usted algo de todo esto… -Se interrumpió.- Al diablo con él. Usted me sacó de un apuro y yo debo hacer ahora lo mismo. ¿Qué desea?

– ¿Recuerda la vez que cenamos en el Jockey Club? Dijo usted de pasada que Tynan le había confiado parte o todo el archivo privado del coronel Baxter para que sacara copias, copias de las cartas y las cintas de Baxter, con vistas a la preparación del libro. ¿Efectuó usted copias de todo lo que había en el archivo de Baxter?

– Prácticamente de todo -repuso Ishmael Young asintiendo-. De todo lo que hacía referencia a Tynan, desde luego. A excepción de las cintas… -A Collins le dio un vuelco el corazón.-Ya está todo hecho -siguió diciendo Young-. He duplicado también las cintas. Por eso tengo dos magnetófonos, porque tuve que alquilar uno. Pero todavía no he terminado de transcribir las. Es una labor muy pesada. Tengo que hacerlo yo personalmente, porque Tynan no desea que utilice los servicios de una secretaria. Hace tres días empecé a transcribirlas.

– Pero, ¿ha duplicado o copiado todas las cintas del archive de Baxter? -preguntó Collins un polo más animado.

– Todo el material que Tynan me confió, y creo que me lo confió todo.

– ¿Cómo copió usted las cintas? -preguntó Collins rápidamente.

– Bueno, como las había de dos tamaños tuve que utilizar do aparatos distintos para poderlas grabar en mi magnetófono Wollensak, que es más grande.

– Exactamente -dijo Collins-. Dos tamaños. Cassettes miniatura Norelco y cassettes normales Memorex. ¿Oyó usted el contenido mientras las grababa?

– Pues no, me hubiera llevado demasiado tiempo. Hay un mecanismo que permite grabar en silencio de un aparato al otro.

– ¿Dónde están las cassettes Memorex de tamaño más grande?

– Se las devolví a Tynan hace algunos días. Eran los originales. Yo copié o volví a grabar unas seis cassettes en unas cintas más grandes que tenía por aquí.

¿Sabe lo que contienen esas cintas?

– No l0 sabré hasta que las transcriba. Pero he identificada cada una de las cassettes y he anotado su situación en las cintas grandes. Todas las cassettes, grandes o pequeñas, disponían de alguna identificación o fecha. He elaborado una especie de índice. -Young se dirigió al escritorio y tomó varias hojas de papel cosidas entre sí.- Puede verlo.

– Estoy buscando una determinada cassette Memorex. Lleva la identificación «ASJ» y «Enero» en el exterior. ¿Le sirve ese para encontrarla?

– Vamos a ver.

Ishmael Young empezó a pasar las páginas de su índice. Collins le observaba como enfebrecido.

– Pues claro, aquí la tengo -anunció Ishmael Young muy contento-. Esa cassette corresponde a la primera grabación de mi segunda cinta.

– ¿La tiene usted? ¿Está seguro?

– Completamente.

– ¡Dios bendito! -exclamó Collins jubilosamente al tiempo que abrazaba al escritor-. Ishmael, no sabe usted la hazaña que acaba de realizar.

– ¿Qué es lo que he hecho.? -preguntó Young perplejo. -¡Ha descubierto usted el Documento R!

– ¿Cómo dice?

– No se preocupe -dijo Collins emocionado-. Pásela. Busque la maldita cinta en la que la copió… colóquela en el magnetófono y pásela.

Los tres se agruparon alrededor del magnetófono Wollensak que había encima de la mesa, mientras Ishmael Young buscaba la cinta y la traía. A continuación la colocó en el magnetófono, hizo pasar la tira más delgada de la cinta a través del aparato y después la ajustó al cilindro de avance.

Ishmael Young levantó la cabeza y miró a Collins, Pierce y Van Allen diciendo:

– No sé de qué se trata, pero, si ustedes están dispuestos, yo también.

– Estamos dispuestos -dijo Collins inclinándose hacia adelante y apretando el botón de puesta en marcha.

La cinta empezó a girar.

Momentos más tarde, la voz de Vernon T. Tynan llenaba toda la estancia.

11

Acomodado muy nervioso en el asiento trasero del Cadillac que le había conducido desde San Francisco a las afueras de Sacramento, Chris Collins se inclinó una vez más hacia adelante para hablar con el chófer.

– ¿No puede correr un poco más? -le preguntó con voz suplicante.

– Estoy haciendo todo lo que puedo con este tráfico, señor -repuso el chófer.

Collins se esforzó en reprimir su nerviosismo mientras volvía a reclinarse contra el respaldo del asiento. Encendió un nuevo cigarrillo utilizando la colilla. del anterior, miró a través de la ventanilla y observó que se iban acercando a la distante ciudad. Se encontraban en la zona oeste de Sacramento y habían penetrado en el nudo de la gran encrucijada viaria. El chófer enfiló el carril correspondiente y pasó a la autopista 275, que muy pronto les conduciría hasta el paseo del Capitolio.

Muy pronto, Collins lo sabía, pero tal vez no lo suficiente.

Pensó que resultaba una ironía que el éxito de su larga lucha pudiera verse comprometido en su momento culminante por culpa de una conspiración de la naturaleza. Daba la impresión de que la niebla se estuviera disipando, pero el Aeropuerto Metropolitano de Sacramento debía de estar todavía completamente cubierto por ella.

En principio, hubiera debido llegar a Sacramento a las doce y veinticinco minutos, hora de California. Estaba citado a la una en punto con el asambleísta Olin Keefe en el Derby Club de Posey’s Cottage, el restaurante en el que los legisladores y cabilderos se reunían diariamente para almorzar. En el caso de que todo se desarrollara de acuerdo con sus deseos, Keefe tendría a mano al vicegobernador Edward Duffield, presidente del Senado del estado, y al señor Abe Glass, presidente en funciones del mismo organismo. Collins tal vez tuviera tiempo para revelar el contenido del Documento R a los líderes del Senado antes de que éste se reuniera a las dos en punto para efectuar la votación.