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Y entonces se le ocurrió telefonear al asambleísta Olin Keefe, que se puso inmediatamente al aparato.

– Llegaré a Sacramento a la una en punto del mediodía -le dijo Collins a Keefe-. Tengo unas pruebas trascendentales contra la Enmienda XXXV que deben ser examinadas antes de que se inicie la votación. ¿Podría usted localizarme al vicegobernador Duffield y al senador Glass? He estado intentando hablar con ellos toda la noche, pero no lo he conseguido. Necesito verlos urgentemente.

– A esa hora estarán almorzando en el Derby Club, en la parte de atrás del Posey’s Cottage. Estarán allí hasta las dos menos cuarto. Les diré que le esperen. Es más, yo le estaré aguardando también.

– Dígale, sobre todo, que se trata de algo muy urgente -señaló Collins.

– Me encargaré de ello. Procure llegar a tiempo. Cuando se dirijan a la cámara y se inicie la votación, ya no podrá usted hablar con ellos.

– Allí estaré -prometió Collins.

Una vez resuelto el problema, Collins se tranquilizó un poco.

Se tendió en el sofá de su despacho y durmió por espacio de dos horas, hasta que Pierce y Van Allen le despertaron para comunicarle que ya había llegado la hora de trasladarse al Aeropuerto Nacional.

Hasta determinado momento, todo se desarrolló según el horario previamente establecido. Collins abandonó Washington a la hora prevista. Llegó a Chicago a la hora prevista. Salió de Chicago a la hora prevista y lo más probable era que llegara a Sacramento a la hora prevista.

Pero, cuando faltaba una hora para llegar a Sacramento, el piloto del 727 anunció que una inesperada y densa niebla cubría el aeropuerto de Sacramento, por lo que el vuelo tendría que desviarse a San Francisco. Rogando a los pasajeros que disculparan las molestias, añadió que tomarían tierra en San Francisco a las doce y media. Un autobús especial les conduciría a Sacramento, tras haber recorrido los ciento treinta kilómetros de distancia que separaban San Francisco de aquella ciudad.

Por primera vez durante el viaje, Collins empezó a preocuparse. Había recorrido las suficientes veces la distancia que mediaba entre San Francisco y Sacramento como para saber que aquel contratiempo significaba una hora y media más de viaje. Aunque alquilara un automóvil y el chófer condujera a la máxima velocidad, no conseguiría llegar al Pose’s Cottage mucho antes de que Duffield y Glass lo abandonaran.

En el aeropuerto de San Francisco, mientras un mozo corría a buscarle un automóvil particular, Collins se dirigió a una cabina telefónica para tratar de localizar a Olin Keefe. Pero Keefe no se hallaba ni en su despacho ni en el restaurante. Sin desear perder ni un minuto más en su intento de localizarle -o bien a Duffield o a Glass-, Collins abandonó la cabina telefónica y se dirigió hacia el lugar desde donde el mozo le estaba haciendo señas.

Todo ello lo estaba recordando ahora mientras el automóvil cruzaba el centro de Sacramento, desde el que podía distinguirse la dorada cúspide del Capitolio del estado.

– ¿Dónde me ha dicho que era, señor? -preguntó el chófer.

– Es un restaurante que se encuentra a una manzana de distancia al sur del paseo del Capitolio. Se llama Posey’s Cottage o Posey’s Restaurant. Está en la confluencia de las calles Once y O.

– Llegaremos en un minuto, señor.

A su izquierda, Collins pudo ver la vasta extensión del parque del Capitolio: veinte hectáreas que albergaban por lo menos mil variedades de árboles, arbustos y flores, y después, en lo alto de la suave ladera, el edificio del Capitolio, con su deslumbrante cúpula y sus cuatro plantas rodeadas de columnas y pilastras corintias.

El automóvil, que avanzaba lentamente entre el tráfico de la calle N, de dirección única, giró a la izquierda enfilando la calle Once, y al final llegó a la confluencia entre las calle Once y O.

– Busque un sitio donde estacionarse -dijo Collins apresuradamente-. No creo que tarde demasiado. Espéreme frente al restaurante.

Abrió la portezuela del automóvil y, con la maleta de ejecutivo en la que guardaba el magnetófono portátil, descendió rápidamente.

Se detuvo un instante para mirar el reloj. Las dos menos nueve minutos. Llegaba con cincuenta y un minutos de retraso. Se preguntó si Keefe habría conseguido retener a Duffield y a Glass.

Collins penetró en el restaurante y preguntó dónde se encontraba el Derby Club. Le indicaron un salón del fondo en el que había una barra. Al llegar al Derby Club fue presa del desaliento. El salón aparecía vacío, a excepción de una solitaria y melancólica figura sentada junto a la barra.

Olin Keefe le vio desde la barra y descendió del taburete. Sus mofletudas facciones, normalmente afables, mostraban ahora una mueca de preocupación.

Casi pensaba que no vendría -dijo-. ¿Qué ha ocurrido?

– Niebla. Hemos tenido que aterrizar en San Francisco. He tardado una hora y media en llegar. -Collins miró de nuevo a su alrededor.- ¿Duffield y Glass…?

– Han estado aquí. No he podido retenerlos por más tiempo. Han regresado al Senado para preparar la votación. Faltan todavía siete minutos para la lectura final y la votación. No sé… pero podríamos intentar sacarles de la cámara.

– Tenemos que hacerlo -insistió Collins desesperado.

Abandonaron rápidamente el restaurante y a paso rápido empujando a los peatones, bajaron por la calle Once en dirección al edificio del Capitolio.

– La cámara del Senado se encuentra en la parte sur de la segunda planta. Es posible que lleguemos poco antes de que se cierren las puertas.

Llegaron al Capitolio, subieron unos peldaños de piedra y pisaron el mosaico multicolor del gran escudo de California que había a la entrada.

– La escalera está por allí -le indicó Keefe a Collins. Mientras subían, añadió:- ¿Sabía usted que el director Tynan hablaría aquí esta semana?

– Lo sabía. ¿Qué tal lo ha hecho?

– Me temo que demasiado bien. Ha conseguido ganarse a los miembros del Comité Judicial. El comité ha votado por una mayoría abrumadora en favor de la ratificación de la Enmienda XXXV. Y lo mismo ocurrirá en el Senado, a menos que pueda usted superar a Tynan.

– Podré superarle… si tengo la oportunidad -dijo Collins levantando la maleta de ejecutivo-. Aquí dentro traigo al único testigo que puede destruir a Tynan.

– ¿Quién es?

– El propio Tynan -repuso Collins crípticamente.

Habían llegado junto a la entrada de la cámara del Senado.

La mayoría de los cuarenta senadores ya se hallaban acomodados en sus sólidos sillones giratorios de color azul, pero algunos todavía permanecían de pie en los pasillos. El vicegobernador Duffield, con un elegante traje azul rayado, estaba de pie tras la tribuna elevada y el micrófono contemplando a los distintos senadores a través de sus gafas sin montura.

– Vaya -dijo Keefe-, el oficial ya está empezando a cerrar las puertas.

– ¿Puede usted hablar con Duffield?

– Lo intentaré -repuso Keefe.

Keefe se abrió paso a toda prisa, le explicó algo a un guardia que se interpuso en su camino, y siguió avanzando, rodeó los peldaños alfombrados y, desde abajo, se dirigió al presidente del Senado que se encontraba en la tribuna.

Presa de la angustia, Collins observaba lo que estaba ocurriendo al otro lado de la cámara. Duffield se había inclinado hacia un lado para escuchar lo que Keefe le estaba diciendo. Después levantó las manos e hizo un gesto en dirección a la cámara, totalmente llena. Keefe volvió a hablar. Al final, Duffield accedió, sacudiendo la cabeza, a reunirse con él. Keefe seguía hablando y ahora estaba indicando el lugar en el que Collins se encontraba. Durante una fracción de segundo pareció como si Duffield vacilara. Finalmente, decidió a regañadientes seguir a Keefe hasta el lugar en que Collins aguardaba de pie.

Se reunieron junto a la entrada de la cámara y Keefe procedió a presentarle a Collins al presidente del Senado.