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El severo rostro de Duffield mostraba una expresión de des-agrado.

– Por deferencia a usted, señor secretario de Justicia, he accedido a abandonar la tribuna. El congresista Keefe afirma que dispone usted de nuevas pruebas en relación con nuestra votación sobre la Enmienda XXXV…

– Unas pruebas que es necesario que usted y los demás miembros del Senado puedan escuchar.

– Eso es imposible, señor secretario de Justicia. Ya es demasiado tarde. Durante los últimos cuatro días se ha escuchado a todos los testigos y se han presentado todas las pruebas ante el Comité Judicial. Las vistas han finalizado esta mañana con la intervención del director Tynan. No habrá debate. Por consiguiente, las pruebas que usted aportara no podrían ser debatidas. Estamos a punto de reunirnos, de escuchar la lectura de la Enmienda XXXV y de someterla a votación. No veo la forma de interrumpir este proceso.

– La hay -dijo Collins-. Escuche la prueba fuera de la cámara. Aplace la sesión hasta haberla escuchado.

– Sería algo sin precedentes, perfectamente insólito.

– Lo que yo deseo mostrar a usted y a los miembros de la cámara es también algo sin precedentes e insólito. Le aseguro que, de haberlo tenido antes, ya se lo hubiera mostrado. Pero sólo pude conseguirlo anoche y me he trasladado inmediatamente a California. La prueba reviste la máxima importancia para usted, para el Senado, para el pueblo de California y para toda la nación. No pueden ustedes votar sin haber escuchado lo que traigo en esta maleta.

El tono vehemente de Collins hizo que Duffield vacilara.

– Aunque revistiera la importancia que usted dice… no sé, francamente, cómo podría evitar que se iniciara la votación.

– No se puede votar si no hay quórum, ¿verdad?

– ¿Desea usted pedirles a la mayoría de senadores que se ausenten de la cámara? Eso no daría resultado. Habría una moción para convocar a la cámara. El oficial traería a los que se hubieran ausentado…

– Pero yo habría presentado la prueba antes de que el oficial pudiera hacer tal cosa.

– No sé -dijo Duffield dudando-. ¿Cuánto tiempo le haría falta?

– Diez minutos, no más. El tiempo que tardaran ustedes en escuchar lo que yo les he traído.

– ¿Y cómo iban los senadores a escuchar esta prueba?

– Usted podría llamarles informalmente… Veinte a la vez, dos grupos de veinte… y rogarles que prestaran atención a lo que usted ya hubiera escuchado. Para entonces, no me cabe la menor duda de que desearía que lo escucharan. Cuando lo hubieran hecho, podrían votar.

Duffield seguía vacilando.

– Señor secretario de Justicia, me está usted pidiendo algo extraordinario.

– Es que traigo una prueba extraordinaria -dijo Collins. Sabía que, en su calidad de miembro del Gabinete, hubiera podido insistir aún más de lo que lo había hecho. Pero también sabía lo celosamente que los funcionarios estatales defendían sus derechos. En forma comedida y apremiante a un tiempo, Collins siguió diciendo:- Debe usted encontrar el medio de escuchar esta prueba. Tiene que haber alguno. ¿Acaso no hay nada que pueda aplazar una votación?

– Bueno, quizá ciertos factores… Por ejemplo… no sé, si pudiera usted demostrar que la resolución conjunta que está a punto de someterse a votación es fraudulenta o bien contiene elementos que pueden ser considerados como una conspiración… si pudiera usted demostrar eso…

– ¡Puedo hacerlo! Tengo pruebas de que existía una conspiración nacional. La vida o muerte de nuestra república depende de que ustedes escuchen esta prueba, de que la tengan en cuenta al votar. Si no la escucha, se llevará hasta la tumba el peso de su error. Puede creerme.

Impresionado, el vicegobernador dirigió a Collins una severa mirada.

– Muy bien -dijo súbitamente-. Voy a pedirle al senador Glass que se encargue de que no haya quórum durante diez minutos. Suba a la cuarta planta y diríjase a la primera sala de comités que encuentre al salir del ascensor. Está vacía. El asambleísta Keefe le mostrará el camino. El senador Glass y yo nos reuniremos con ustedes ahora mismo. -Se detuvo y añadió:- Señor secretario de justicia, espero que se trate de algo que valga la pena.

– Valdrá la pena, se lo aseguro -dijo Collins con expresión sombría.

Los cuatro se hallaban sentados alrededor de la mesa de madera clara que había en el centro de la moderna sala de comités.

Chris Collins acababa de explicarles a Duffield y a Glass las circunstancias bajo las cuales se había enterado de la existencia del Documento R, un complemento de la Enmienda XXXV que, en su lecho de muerte, el coronel Noah Baxter había suplicado que se hiciera público.

– No les cansaré a ustedes con los detalles de mi larga búsqueda del Documento R -dijo Collins-. Baste decir que he conseguido localizarlo esta madrugada y que ha resultado ser no un documento sino un plan verbal que fue grabado accidentalmente en un magnetófono por el nieto del coronel Baxter, un muchacho de doce años. Había tres personas presentes cuando se grabó la cinta en enero pasado. Una de ellas era el director del BBI, Vernon T. Tynan. La segunda, su director adjunto, Harry Adcock. Y la tercera, el secretario de justicia, Noah Baxter. Sólo se escucharán las voces de Tynan y de Baxter en esta cinta que el muchacho grabó como una travesura, sin percatarse de la importancia que revestía. Para tener la absoluta certeza de que en esta cinta se había grabado la voz del director Tynan, mandamos sacar unas impresiones de la voz de éste que figura en esta cinta y de la de una reciente entrevista que concedió a la televisión. Verán ustedes que se trata inequívocamente de la misma voz.

Collins se inclinó hacia adelante, extrajo de la maleta las hojas de las impresiones vocales junto con el certificado de autenticidad del doctor Lenart y se lo entregó todo al señor Duffield. El vicegobernador examinó gravemente el material y después se lo pasó al senador Glass.

– ¿Están ustedes convencidos ahora de que van a escuchar la voz del director Tynan? -preguntó Collins.

Ambos líderes del Senado asintieron con la cabeza.

Collins se inclinó de nuevo hacia adelante y extrajo de la maleta el magnetófono portátil. Ajustó el volumen en la posición de «fuerte» y depositó ceremoniosamente el aparato en el centro de la mesa.

– Pues ya podemos empezar -dijo-. Primero oirán la voz de Tynan y después la de Baxter. Escuchen con atención. Éste es el secreto conocido con el nombre de Documento R. Escuchen, por favor.

Collins extendió la mano, apretó el botón de puesta en marcha y, apoyando los codos sobre la mesa, fijó la mirada en el presidente y en el presidente en funciones del Senado del estado de California.

La cinta estaba girando en el aparato. Se escuchó un sonido a través del altavoz.

Voz de Tynan: «Estamos solos, ¿verdad, Noah?».

Voz de Baxter: «Deseaba usted verme a solas, Vernon. Creo que mi salón es el lugar más seguro de toda la ciudad».

Voz de Tynan: «Faltaría que no lo fuera. Nos hemos gastado miles de dólares desconectando los aparatos de escucha de su casa. No me cabe la menor duda de que resultará seguro para lo que tenemos que discutir».

Voz de Baxter: «¿Qué es lo que tenemos que discutir, Vernon? ¿Qué se propone usted?».

Voz de Tynan: «Pues bien, se trata de lo siguiente. Me parece que ya he conseguido estructurar el último elemento del Documento R. Harry y yo pensamos que es completamente seguro. Pero una cosa, Noah. No me venga con escrúpulos de última hora. Recuerde que acordamos sacrificarlo todo… y, podría añadir, hasta cualquier persona, para salvar a nuestra nación. Usted ha estado siempre de nuestro lado, Noah. Está de acuerdo en que la enmienda es la mejor idea, la única esperanza que nos queda independientemente de los obstáculos que tengamos que superar para conseguir su aprobación. Pero hay otro paso. Recuerde que hasta ahora se ha mostrado usted de acuerdo con nosotros. Ya está demasiado comprometido para echarse atrás. No podría hacerlo aunque quisiera».