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La Gorda me abrazó con un movimiento muy abrupto.

– Ayúdanos, nagual -suplicó-. Estaremos peor que muertos si no nos ayudas.

Yo estaba a punto de llorar. No a causa del dilema dé ellos, sino porque sentía algo agitándose dentro de mí. Era algo que había estado tratando de salir desde el momento en que fuimos a ese pueblo.

La súplica de la Gorda me rompía el corazón. Entonces tuve otro ataque de lo que parecía ser hiperventilación. Un sudor frío me envolvió y después tuve que vomitar. La Gorda me atendió con toda solicitud.

Fiel a su práctica de esperar antes de revelar un logro, la Gorda ni siquiera quiso considerar que discutiéramos nuestro ver juntos en Oaxaca. Durante varios días se mostró distante y deliberadamente desinteresada. Ni siquiera quería hablar de mi malestar. Tampoco las demás mujeres. Don Juan solía subrayar la necesidad de esperar el momento más apropiado para dejar salir algo que traemos almacenado. Yo comprendía las razones de las acciones de la Gorda, aunque pensé que su insistencia en esperar era un tanto irritante y que estaba en desacuerdo con nuestras necesidades. No podía quedarme con ellos mucho tiempo, así es que pedí que nos reuniéramos para compartir todo lo que sabíamos. Ella fue inflexible.

– Tenemos que esperar -dijo-. Tenemos que darle a nuestros cuerpos la oportunidad de proporcionarnos una solución. Nuestra tarea es recordar, no con nuestras mentes sino con nuestros cuerpos. Todos nosotros lo entendemos así.

Me miró inquisitivamente. Parecía buscar una clave que le dijera si yo también había comprendido la tarea. Reconocí hallarme completamente desconcertado, ya que yo era efectivamente un extraño. Yo estaba solo, y ellos se tenían los unos a los otros para darse apoyo.

– Este es el silencio de los guerreros -dijo riendo, y después añadió con un tono conciliatorio-. Pero este silencio no quiere decir que no podamos hablar de otras cosas.

– Tal vez debamos volver a nuestra vieja discusión de perder la forma humana.

Había irritación en sus ojos. Le expliqué detalladamente que, en especial cuando se trataba de conceptos extraños, a mí se me tenía que clarificar constantemente sus significados.

– Exactamente, ¿qué quieres saber? -preguntó.

– Todo lo que me quieras decir.

– El nagual me dio a entender que perder la forma humana trae la libertad -dijo-. Yo creo que es así. Pero no he sentido esa libertad, todavía no.

Hubo otro momento de silencio. Obviamente, la Gorda calculaba mi reacción.

– ¿Qué clase de libertad es ésa, Gorda?

– La libertad de recordarte a ti mismo. El nagual dijo que perder la forma humana es como una espiral. Te da la libertad de recordar, y esto, a su vez, te hace aún más libre.

– ¿Por qué no has sentido aún esa libertad?

Chasqueó la lengua y alzó los hombros. Parecía confusa o renuente a proseguir la conversación.

– Estoy atada a ti. Hasta que tú pierdas tu forma humana y puedas recordar, yo no podré saber cuál es esa libertad. Pero quizá tú no puedas perder tu forma humana a no ser que primero recuerdes. De cualquier manera, no deberíamos estar hablando de esto. ¿Por qué no te vas a platicar con los Genaros?

La Gorda habló con el aire de una madre que envía a su hijo afuera a jugar. No me molestó en lo más mínimo. En cualquier otra persona, fácilmente yo habría tomado esa actitud como arrogancia o desprecio. Me gustaba estar con la Gorda, ésa era la diferencia. Encontré a Pablito, Néstor y Benigno en la casa de Genaro, envueltos en un extraño juego. Pablito se hallaba suspendido, más o menos a un metro del suelo, en algo que parecía ser un arnés de cuero oscuro que tenía atado con correas al pecho, bajo las axilas. El arnés semejaba un grueso chaleco de cuero. Al concentrar mi atención, vi que en realidad Pablito se hallaba parado en unas gruesas correas que hacían una curva por debajo del arnés, como estribos. Se encontraba suspendido, en el centro del cuarto, mediante dos cuerdas que pasaban por encima de la gruesa viga transversal que sostenía el techo. Cada cuerda sostenía el arnés, por encima de los hombros de Pablito, merced a unos anillos de metal.

Néstor y Benigno tiraban de una cuerda cada quién. Se hallaban en pie, uno frente al otro, sosteniendo a Pablito en el aire por la fuerza de su pulsión. Pablito, a su vez, aferraba con todas sus fuerzas dos palos largos y delgados, que habían sido plantados en el suelo y que cabían cómodamente en sus manos apretadas. Néstor estaba a la izquierda de Pablito, y Benigno, a la derecha.

El juego parecía ser una guerra de tirones desde tres lados, una feroz batalla entre los que tiraban y el que se hallaba suspendido.

Cuando entré en el cuarto, todo lo que pude oír fue la pesada respiración de Néstor y Benigno. Los músculos de sus brazos y de sus cuellos estaban hinchados por la tensión.

Pablito no perdía de vista a ninguno de los dos, concentrándose en cada uno con miradas fugaces. Los tres se hallaban tan absortos en su juego que ni siquiera advirtieron mi presencia o, si lo hicieron, no pudieron romper su concentración para saludarme.

Néstor y Benigno se miraron el uno al otro de diez a quince minutos, en silencio total. Después, Néstor trató de engañarlo soltando su cuerda. Benigno no cayó en la trampa, pero Pablito sí. Aceptó aún más su mano izquierda y afianzó sus pies en los palos para apuntalar su posición. Benigno aprovechó ese momento para dar un poderoso tirón, en el preciso instante en que Pablito aflojaba su fuerza.

El tirón tomó por sorpresa a Pablito y a Néstor. Benigno se colgó de la cuerda con todo su peso, Néstor ya no pudo maniobrar y Pablito luchó desesperadamente para equilibrarse. Fue inútil. Benigno había vencido.

Pablito se bajó del arnés y llegó hasta donde yo me encontraba. Le pedí que me hablara de su extraordinario juego. Me pareció un tanto renuente para hablar. Néstor y Benigno se nos unieron después de guardar sus aparejos. Néstor dijo que el juego había sido inventado por Pablito, quien halló la estructura en su ensueño y después lo concibió como juego. En un principio se trataba de un artificio que permitía tensar los músculos a dos de ellos al mismo tiempo. Se turnaban para ser elevados. Pero, después, el ensueño de Benigno les permitió entrar en un juego en el que los tres tensaban los músculos y agudizaban su agilidad visual al permanecer en estado de alerta, a veces durante horas.

– Benigno cree ahora que esto nos está ayudando para que nuestros cuerpos recuerden -prosiguió Néstor-. La Gorda, por ejemplo, juega de una manera bien rara. Siempre gana, no importa en qué posición se ponga. Benigno cree que es porque su cuerpo recuerda.

Les pregunté si ellos también observaban la regla del silencio. Se rieron. Pablito dijo que, más que nada, la Gorda quería ser como el nagual Juan Matus. Lo imitaba deliberadamente, hasta en los detalles más absurdos.

– ¿Quieren decir que entonces sí podemos hablar entre nosotros de lo que paso la otra noche? -pregunté, casi perplejo, ya que la Gorda había sido tan enfática al negarse a hacerlo.

– Nosotros no tenemos trabas -reconoció Pablito-. Tú eres el nagual.

– Aquí, Benigno se acordó de algo pero bien, bien extraño -precisó Néstor, sin mirarme.

– Yo creo que fue un ensueño a medias -adujo Benigno-. Pero Néstor cree que no.

Esperé con paciencia. Con un movimiento de cabeza, les urgí a que continuaran.

– El otro día él se acordó de que tú le enseñaste cómo encontrar huellas de gente en la tierra floja -declaró Néstor.

– Tuvo que haber sido un ensueño -dije.

Quería reír de lo absurdo que era eso, pero los tres me miraron con ojos suplicantes.

– Es absurdo -recalqué.

– De cualquier manera, más vale que te diga que yo tengo un recuerdo parecido -dijo Néstor-. Tú me llevaste a unas rocas y me explicaste cómo esconderme. Lo mío no fue un ensueño a medias. Yo estaba bien despierto. Un día iba caminando con Benigno, buscando plantas, y de repente me acordé que tú me aleccionaste, así es que me escondí como tú me enseñaste y le pegué un sustazo a Benigno.