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Me sentí belicoso. Francamente, su broma me había caído mal. Empecé a hablar de mi enojo, pero antes de que expusiera mi argumento, don Juan vino a mi lado. Dijo a las dos mujeres que perdonaran mi belicosidad, que toma mucho tiempo limpiar la basura que un ser luminoso recoge en el mundo.

El dueño del restorán a donde fuimos conocía a Vicente y nos había preparado un desayuno suntuoso. Todos ellos estaban de magnífico humor, pero yo no podía acabar con mi enojo. Entonces, a petición de don Juan, Juan Tuma nos comenzó a hablar de sus viajes. Era un hombre de hechos. Me hipnotizaron sus secas narraciones de cosas que estaban más allá de mi entendimiento. Para mí la más fascinante fue la descripción de unos rayos de luz o de energía que supuestamente entrelazan la tierra. Dijo que esos rayos no fluctúan como todo lo demás en el universo, sino que se hallan fijos en un patrón. Ese patrón coincide con cientos de puntos del cuerpo luminoso. Hermelinda creía que todos esos puntos se encontraban en nuestro cuerpo físico, pero Juan Tuma explicó que, puesto que el cuerpo luminoso es bastante grande, algunos de esos puntos están localizados hasta a un metro de distancia del cuerpo físico. En cierto sentido se hallan fuera de nosotros, y sin embargo, esto no es así: están en la periferia de nuestra luminosidad y, por tanto, pertenecen al cuerpo total. El punto más importante se localiza a unos treinta centímetros del estómago, a cuarenta grados a la derecha de una línea imaginaria que se desprende, recta, hacia delante. Juan Tuma nos contó que ése era el centro donde se congrega la segunda atención, y que es posible manejarlo golpeando suavemente con las palmas de las manos. Oyendo hablar a Juan Tuma, olvidé mi enojo.

Mi siguiente encuentro con el mundo de don Juan fue con el Oeste. Don Juan me dio variadas advertencias de que el primer contacto con el Oeste era un evento sumamente importante, porque éste decidiría, de una manera u otra, lo que subsecuentemente yo debería hacer. También me puso en guardia de que iba a ser un evento difícil, especialmente para mí, que tan inflexible y tan importante me sentía. Me dijo que por lo común uno se aproxima al Oeste durante el crepúsculo, un momento del día que ya en sí es difícil, y que sus guerreras del Oeste eran poderosas, temerarias y enteramente exasperantes. A la vez, también conocería al guerrero que era el socio anónimo. Don Juan me recomendó que ejercitara la mayor cautela y paciencia; esas mujeres no sólo estaban locas de atar, sino que ellas y el hombre eran los guerreros más poderosos que había conocido. En su opinión, los tres eran las máximas autoridades de la segunda atención.

Un día, como si se tratara de un mero impulso, súbitamente don Juan decidió que era hora de iniciar nuestro viaje para conocer a las mujeres del Oeste. Viajamos a una ciudad del norte de México. Justo al atardecer, don Juan me indicó que estacionara el auto enfrente de una gran casa sin luces que se hallaba casi en las afueras de la ciudad. Nos bajamos del automóvil y caminamos a la puerta principal. Don Juan tocó varias veces. Nadie contestó. Tuve la sensación de que habíamos llegado en un momento inoportuno. La casa parecía vacía.

Don Juan continuó tocando hasta que, al parecer, se fatigó. Me indicó que tocara. Me dijo que lo hiciera sin parar porque las personas que vivían allí eran medio sordas. Le pregunté si no sería mejor regresar más tarde, o al día siguiente. Me dijo que continuara golpeando la puerta.

Después de una espera que pareció interminable, la puerta se empezó a abrir lentamente. Una mujer rarísima sacó la cabeza y me preguntó si lo que quería era tumbar la puerta al suelo, o enfurecer a los vecinos y a sus perros con mis golpes.

Don Juan dio un paso como para decir algo. La mujer salió afuera y con brusquedad lo empujó a un lado. Empezó a sacudir su dedo índice casi sobre mi nariz, gritando que me estaba portando como si en el mundo no existiera nadie más aparte de mí. Protesté. Dije que yo sólo estaba cumpliendo lo que don Juan me había ordenado hacer. La mujer preguntó si me habían ordenado derrumbar la puerta. Don Juan quiso intervenir pero de nuevo fue empujado a un lado.

Parecía que esa mujer acababa de levantarse de la cama. Era una calamidad. La habíamos probablemente despertado y en su prisa se puso un vestido, de su canasta de ropa sucia. Se hallaba descalza, su pelo encanecido estaba en desorden total. Tenía los ojos irritados y apenas entreabiertos. Era una mujer de facciones ordinarias, pero de alguna manera muy impresionante: más bien alta, de un metro setenta centímetros, morena y enormemente musculosa; sus brazos desnudos estaban anudados con duros músculos. Advertí que el contorno de sus piernas era bellísimo.

Ella me miró de arriba abajo, irguiéndose por encima de mí, y gritó que no había oído mis disculpas. Don Juan me susurró que debería disculparme con voz fuerte y clara.

Una vez que lo hice, la mujer sonrió y se volvió hacia don Juan y lo abrazó como si fuera un niño. Gruñó que él no debió hacerme golpear la puerta porque mi contacto era demasiado furtivo y perturbador. Tomó a don Juan del brazo, lo condujo al interior y lo ayudó a cruzar la puerta, que por cierto tenía un pie muy alto. Lo llamaba "queridísimo viejecillo". Don Juan se rió. Yo me hallaba asombrado viéndolo comportarse como si le fascinaran las absurdidades de esa temible mujer. Una vez que ayudó al "queridísimo viejecillo" a entrar en la casa, ella se volvió hacia mí e hizo un gesto con la mano para ahuyentarme, como si yo fuera un perro. Se rió al ver mi sorpresa: sus dientes eran grandes, disparejos y sucios. Después pareció cambiar de opinión y me indicó que entrara.

Don Juan se dirigía a una puerta que yo difícilmente podía distinguir al final de un oscuro pasillo. La mujer lo regaño por ignorar hacia dónde se dirigía. Nos condujo por otro pasillo oscuro. La casa parecía inmensa, y no había una sola luz en ella. La mujer abrió una puerta que conducía a un cuarto muy grande, casi vacío a excepción de dos viejas sillas en el centro, bajo el foco más débil que jamás he visto. Era un foco alargado, antiguo.

Otra mujer se hallaba sentada en uno de los sillones. La primera mujer tomó asiento en un pequeño petate y reclinó su espalda contra la otra silla. Después colocó sus muslos contra los senos, descubriéndose por completo. No usaba ropa interior. La contemplé, estupefacto.

En un tono áspero y feo, la mujer me preguntó que por qué le estaba yo mirando descaradamente la vagina. No supe qué decir y sólo lo negué. Ella se levantó y pareció estar a punto de golpearme. Exigió que confesará que me había quedado con la boca abierta ante ella porque nunca había visto una vagina en mi vida. Me aterré. Me hallaba completamente avergonzado y luego me sentí irritado por haberme dejado atrapar en tal situación.

La mujer le preguntó a don Juan qué tipo de nagual era yo que nunca había visto una vagina. Empezó a repetir esto una y otra vez; gritándolo a todo pulmón. Corrió por todo el cuarto y se detuvo en la silla donde se hallaba sentada la otra mujer. La sacudió de los hombros y, señalándome, le dijo que yo nunca había visto una vagina en toda mi vida.

Me hallaba mortificado. Esperaba que don Juan hiciera algo para evitarme esa humillación. Recordé que me había dicho que esas mujeres estaban bien locas. Se había quedado corto: esa mujer estaba en su punto para el manicomio. Miré a don Juan, en busca de consejo y apoyo. El desvió su mirada. Parecía hallarse igualmente perdido, aunque me pareció advertir una sonrisa maliciosa, que ocultó rápidamente volviendo la cabeza.

La mujer se tendió boca arriba, se alzó la falda y me ordenó que mirara hasta hartarme en vez de estar con miraditas aviesas. Mi rostro debió enrojecer, a juzgar por el calor que sentí en la cabeza y el cuello. Me hallaba tan molesto que casi perdí el control. Tenía ganas de aplastarle la cabeza.