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La cocina era de techo alto y bastante moderna y funcional. Tomamos asiento en una especie de desayunador. Marta era joven y muy fuerte; tenía una figura llena, voluptuosa; rostro circular y nariz y boca pequeñas. Su pelo negrísimo estaba trenzado y enroscado encima de su cabeza.

Estaba seguro de que ella habría estado tan curiosa por examinarme como yo por verla en la luz. Nos sentamos y comimos y hablamos durante horas. Yo quedé fascinado. Era una mujer sin educación y, sin embargo, me tuvo absorto con su conversación. Nos contó chistosísimas y detalladas historias de las ridiculeces que Zoila y Zuleica hacían cuando estaban locas.

Cuando salimos de la casa, don Juan expresó su admiración por Marta. Dijo que ella era quizás el más admirable ejemplo de cómo la determinación puede afectar a un ser humano. Sin ninguna base educativa o de preparación, salvo su voluntad inquebrantable, Marta había triunfado en la más ardua tarea imaginable: la de cuidar a Zoila, Zuleica y Silvio Manuel.

Pregunté a don Juan por qué Silvio Manuel se había rehusado a que lo mirara en la luz. Me respondió que Silvio Manuel se hallaba en su elemento en la oscuridad, y que ya tendría incontables oportunidades de verlo. Durante nuestro primer encuentro, no obstante, era obligatorio que él se conservara dentro de los linderos de su poder: la oscuridad de la noche. Silvio Manuel y las dos mujeres vivían juntos porque formaban un equipo de brujos formidables.

Don Juan me recomendó que no me formara juicios apresurados de las dos mujeres del Oeste. Yo las había conocido en un momento en que estaban fuera de control, pero esa ausencia de control sólo tenía que ver con la conducta superficial. Las dos tenían un centro interno que era inalterable; por tanto, hasta en los momentos de peor locura podían reírse de sus propias aberraciones como si se tratara de una representación puesta en escena por otras personas.

El caso de Silvio Manuel era distinto, no se hallaba trastornado de manera alguna. De hecho, su profunda sobriedad le permitía actuar tan efectivamente con las dos mujeres, porque ellas y él eran extremos opuestos. Don Juan me dijo que Silvio Manuel había nacido de esa manera y que todos los que lo rodeaban reconocían la diferencia. Aun el mismo benefactor de don Juan, que era duro e implacable con todos, prodigaba especial atención a Silvio Manuel. Don Juan tardó años en comprender la razón de esa preferencia. Debido a algo inexplicable en su naturaleza, una vez que Silvio Manuel ingresó en la conciencia del lado izquierdo, nunca más salió de allí. Su proclividad a permanecer en un estado de conciencia acrecentada, aunado a la soberbia capacidad de su benefactor, le permitieron llegar, antes que los demás, no sólo a la conclusión de que la regla es un mapa y que, en realidad, existe otro tipo de conciencia, sino también el pasaje real y concreto que conduce al otro mundo de la conciencia. Don Juan decía que Silvio Manuel, de la manera más impecable, equilibraba sus ganancias excesivas poniéndolas al servicio del propósito común de todos ellos. Silvio Manuel era la fuerza silenciosa que se hallaba tras don Juan.

Mi último encuentro introductorio con los guerreros de don Juan fue con el Norte. Don Juan me llevó a la ciudad de Guadalajara a fin de llevarlo a cabo. Me dijo que nuestra cita era a sólo una corta distancia del centro de la ciudad y que tendría lugar al mediodía, porque el Norte era el mediodía. Dejamos el hotel a las once de la mañana, y nos paseamos tranquilamente por la zona del centro.

Caminaba sin fijarme, preocupado por el encuentro, cuando me estrellé de cabeza con una dama que salía apresurada de una tienda. Llevaba unos paquetes, que se esparcieron por la acera. Pedí disculpas y empecé a ayudarla a recogerlos. Don Juan me urgió a que me apurara para no llegar demasiado tarde. La señora parecía aturdida con el golpe. La sostuve del brazo. Era una mujer alta, muy esbelta, quizá de unos sesenta años, vestida con suma elegancia. Parecía una dama de sociedad. Era exquisitamente cortés y asumió la culpa, aduciendo que se había distraído buscando a su sirviente. Me preguntó si la podía ayudar a localizarlo entre la multitud. Me volví a don Juan, quien dijo que, después de medio matarla, lo menos que podía hacer era ayudarla.

Tomé los paquetes y regresamos a la tienda. A corta distancia localicé a un indio de aire desamparado que parecía estar absolutamente fuera de sitio allí. La señora lo llamó y él fue a su lado casi como un perrito extraviado. Parecía que estaba a punto de lamerle la mano.

Don Juan nos esperaba afuera de la tienda. Le explicó a la señora que teníamos prisa y después le di mi nombre. La señora sonrió con gracia y me extendió su mano. Pensé que en su juventud debió haber sido arrebatadora, pues aún se conservaba hermosa y cautivante.

Don Juan se volvió a mí y abruptamente me dijo que el nombre de la señora era Nélida, que era del Norte, y que era ensoñadora. Después me hizo volverme hacia el sirviente y me dijo que se llamaba Genaro Flores, y que él era el hombre de acción, el guerrero de las hazañas del grupo. Mi sorpresa fue total. Los tres soltaron una carcajada, y mientras más crecía mi consternación más disfrutaban ellos.

Don Genaro regaló los paquetes a un grupo de niños, diciéndoles que su patrona, la bondadosa señora, había comprado esas cosas para regalárselas. Era su buena acción del día. Después caminamos en silencio una media cuadra. Yo tenía la lengua trabada. De repente, Nélida señaló una tienda y nos pidió que nos detuviéramos un instante porque tenía que recoger una caja de medias que le estaban guardando allí. Me escudriñó sonriendo, con los ojos resplandecientes, y me dijo que, ya en serio, brujería o no brujería, ella tenía que usar medias de nailon y pantaletas de encaje. Don Juan y don Genaro rieron como idiotas. Yo me quedé mirándola con la boca abierta, porque no tenía otra cosa que hacer. Había algo absolutamente terrenal en ella y, sin embargo, era casi etérea.

En tono de broma le dijo a don Juan que me sostuviera porque estaba a punto de desmayarme. Después cortésmente le pidió a don Genaro que fuera corriendo adentro y que recogiera el paquete. Cuando él procedía a entrar en la tienda, Nélida cambió de idea y lo llamó, pero él al parecer no la escuchó y desapareció en la tienda. Nélida se disculpó y corrió tras él.

Don Juan oprimió mi espalda para sacarme de mis turbulencias. Me dijo que iba a conocer a la otra mujer del Norte, cuyo nombre era Florinda, por mi propia cuenta y en otra ocasión, porque ella sería mi enlace con otro ciclo, con otro estado de ser. Describió a Florinda como una copia al carbón de Nélida, o viceversa.

Observé que Nélida era tan sofisticada y de tan buen gusto que la podía imaginar en una revista de modas. El hecho de que fuese bella y tan blanca, quizá de familia francesa o del norte de Italia, me sorprendió. Aunque Vicente tampoco era indio, su apariencia rural no lo hacía ver como una anomalía. Le pregunté a don Juan por qué había gente blanca en su mundo. Dijo que el poder es lo que selecciona a los guerreros del grupo de un nagual, y que es imposible conocer sus designios.

Esperamos en frente de la tienda por lo menos una media hora. Don Juan pareció impacientarse y me pidió que entrara y los apresurara. Entré en la tienda. No era un lugar grande, no había puerta trasera, y ellos no estaban allí. Les pregunté a los empleados, pero nadie pudo darme razón.

Volví con don Juan y le exigí que me dijera qué había ocurrido. Me dijo que o habían desaparecido en pleno aire o habían salido a escurridillas cuando él me oprimió la espalda.

Me enfurecí y le grité que toda su gente eran unos embaucadores. El rió tanto que le rodaron lágrimas por las mejillas. Dijo que yo era la ideal víctima de engaño. Mi sentido de impaciencia personal me empujaba a jugar el papel de un tonto sin remedio. Mi irritación lo hacía reír con tanta fuerza, que tuvo que apoyarse en la pared.