La Gorda creía que los Genaros no pudieron recordar su instrucción, cuando yo les pedí que me revelaran sus conocimientos del arte de acechar, porque lo practicaban sin saber que lo estaban haciendo. Sin embargo, su destreza salía a la luz en sus tratos con la gente. Eran artistas consumados en torcer la voluntad de quien fuera y de salirse siempre con la suya. A través de las prácticas de acechar, los Genaros hasta habían aprendido el desatino controlado. Por ejemplo, se comportaban como si Soledad fuera la madre de Pablito. Para cualquier observador, parecería que eran madre e hijo incitándose a pelear el uno contra el otro, cuando en realidad los dos estaban representando un papel. Convencían a cualquiera. En ocasiones Pablito daba tales representaciones que hasta se convencía a si mismo.
La Gorda me confió que todos ellos se hallaban más que asombrados ante mi conducta. No sabían si yo estaba loco o si era un maestro del desatino controlado. Yo daba todas las indicaciones externas de tomar en serio sus dramatizaciones. Soledad les dijo que no se engañaran, porque en verdad yo estaba loco. Parecía estar en control, pero me hallaba tan completamente aberrado que no podía comportarme como nagual. Ella encomendó a cada una de las mujeres que me propinara un golpe mortal. Les dijo que yo mismo lo había pedido en un momento en que me hallaba en control de mis facultades.
La Gorda me contó que le costó varios años, bajo la guía de Zuleica, para aprender a ensoñar. Cuando el nagual Juan Matus juzgó que ella era ya una experta, finalmente la llevó con su verdadera contraparte, Nélida. Fue Nélida quien le enseñó cómo comportarse en el mundo. La preparó no sólo para que supiera cómo vestirse bien, sino también para que tuviera donaire.
De esa manera, cuando se puso su ropa nueva en Oaxaca y me dejó azorado con su encanto y elegancia, ya tenía experiencia en esa transformación.
En mi caso, Zuleica fue muy efectiva como guía hacia la segunda atención. Insistió en que nuestra tarea tuviera lugar solamente en la noche, y en la oscuridad absoluta. Para mí, Zuleica sólo era una voz en las tinieblas, una voz que iniciaba todos los contactos que tuvimos, diciéndome que concentrara mi atención en sus palabras y nada más. Su voz era la voz femenina que la Gorda creía haber oído en ensueños.
Zuleica me dijo que si se va a ensoñar dentro de la casa, lo mejor es hacerlo en la oscuridad total, estando uno acostado o sentado en una cama estrecha, o, mejor aún, sentado dentro de una cuna con forma de ataúd. En el campo abierto, el ensueño debería de hacerse en la protección de una caverna, en las áreas arenosas de manantiales secos, o sentado con la espalda contra una roca en las montañas: jamás en el suelo plano de un valle, ni junto a ríos o lagos o el mar, ya que las zonas planas; al igual que el agua, eran antitéticas a la segunda atención.
Cada una de mis sesiones con ella estuvo empapada de misterio. Me explicó que la manera más segura de acertar un golpe directo en la segunda atención es a través de actos rituales: cantos monótonos e intrincados movimientos repetitivos.
Sus enseñanzas no fueron acerca de los principios del arte de ensoñar, que ya me habían sido revelados por don Juan. Zuleica decía que para tenerla a ella como maestra uno tenía que saber cómo ensoñar, para así dejarla libre a que tratara exclusivamente con las cuestiones esotéricas de la conciencia del lado izquierdo.
Las instrucciones de Zuleica se iniciaron un día en que don Juan me llevó a su casa. Llegamos a mediados de la tarde. El sitio parecía desierto, aunque la puerta de enfrente se abrió cuando nos acercamos a ella. Yo esperaba que Zoila o Marta aparecieran, pero no había nadie en la entrada. Sentí que quien fuera el que abrió la puerta, se alejó con gran rapidez. Don Juan me llevó adentro del patio y me hizo sentar en una caja de madera que tenía un cojín y que había sido convertida en banca. El asiento de la caja era duro y muy incómodo. Desplacé mi mano por debajo del delgadísimo cojín y encontré un puñado de piedras filosas. Don Juan me dijo que mi situación era poco convencional porque yo tenía que aprender las cuestiones más delicadas del ensoñar a toda prisa. Sentarme en una superficie dura era una manera de evitar que mi cuerpo sintiera que se hallaba en una situación normal. Unos cuantos minutos antes de llegar a la casa, don Juan me hizo cambiar de niveles de conciencia. Me dijo que la instrucción de Zuleica tenía que ser conducida en un estado de conciencia acrecentada para que yo pudiese tener la rapidez que se requería. Me ordenó que me quedara tranquilo y que confiara implícitamente en Zuleica. Después me mandó que fijara mi atención, con toda la fuerza de que fuera capaz, y que memorizara todos los detalles del patio que se hallaban dentro de mi campo de visión. Insistió en que yo tenía que memorizar cada detalle al igual que la sensación de estar sentado allí. Me repitió sus instrucciones para estar seguro de que yo había entendido. Después se fue.
Rápidamente se hizo oscuro y empecé a enfadarme, sentado allí. No tuve tiempo suficiente para concentrarme en los detalles del patio. De repente escuché un crujido justo a mis espaldas y después la voz de Zuleica me sobresaltó. Con un vigoroso susurro me dijo que me pusiera en pie y la siguiera. Automáticamente la obedecí. No podía ver su rostro, ella sólo era una forma oscura que caminaba dos pasos delante de mí. Me llevó a un rincón del pasillo más oscuro de su casa. Aunque mis ojos estaban habituados a la oscuridad aún no podía ver nada. Tropecé con algo y ella me ordenó que me sentara dentro de una estrecha cuna y que reclinara la parte inferior de mi espalda en un cojín duro.
Después sentí que ella había retrocedido unos cuantos pasos detrás de mí, lo cual me desconcertó por completo, pues pensé que mi espalda se hallaba a unos cuantos centímetros de la pared. Hablando desde allí, me ordenó con voz suave que enfocara mi atención en sus palabras para que éstas me pudieran guiar. Me dijo que mantuviera los ojos abiertos y fijos en un punto que se hallaba frente a mí, a la altura de mis ojos, y que ese punto se transformaría de negrura a un agradable y brillante color rojo-naranja.
Zuleica hablaba muy suavemente, con entonación uniforme. Escuché cada una de sus palabras. La oscuridad que me envolvía parecía haber cortado eficazmente cualquier estímulo externo que me distrajera. Oí las palabras de Zuleica en un vacío, y después advertí que el silencio de ese pasillo era comparable al silencio dentro de mí.
Zuleica me explicó que un ensoñador debe partir desde un punto de color; la luz intensa o las completas tinieblas son inútiles para un ensoñador en su asalto inicial. Colores como el púrpura o verde claro o amarillo profundo son, por otra parte, excelentes puntos de arranque. Zuleica me aseguró que una vez que hubiese logrado yo entrar en el color rojo-naranja, habría congregado mi segunda atención permanentemente, si es que era capaz de estar consciente de las sensaciones físicas que uno experimenta al entrar en ese color.
Necesité varias sesiones con la voz de Zuleica para darme cuenta con mi cuerpo de lo que ella trataba de hacer. La ventaja de estar en un estado de conciencia acrecentada era que yo podía seguir mi transición de un estado de vigilia a un estado de ensueño. Bajo condiciones normales esa transición es borrosa, pero en esas circunstancias especiales de hecho sentí, en el transcurso de una de mis sesiones, cómo mi segunda atención tomaba los controles. El primer paso fue una inusitada dificultad en respirar. No era una dificultad para inhalar o exhalar, ni tampoco me faltaba el aire; más bien, mi respiración cambió de ritmo súbitamente. Mi diafragma empezó a contraerse y forzó a la parte media de mi cuerpo a moverse como un fuelle, con gran celeridad. Respiraba con la parte inferior de mis pulmones y sentí una gran presión en los intestinos. Sin éxito traté de romper los espasmos de mi diafragma. Mientras más trataba, más doloroso se volvía.