Zuleica me ordenó que dejara que mi cuerpo hiciera todo lo que fuese necesario y que no pensara en dirigirlo o controlarlo. Yo quería obedecerla, pero ignoraba cómo. Los espasmos, que deben haber durado de diez a quince minutos, se desvanecieron tan súbitamente como habían aparecido y fueron seguidos por otra sensación extraña y conmocionarte. En un principio la sentí como una picazón de lo más peculiar, un sentimiento físico que no era ni agradable ni desagradable; era algo parecido a un temblor nervioso. Se volvió muy intenso, hasta el punto de forzarme a concentrar mi atención en él a fin de determinar en qué parte de mi cuerpo estaba ocurriendo.
Quedé pasmado al darme cuenta de que no tenía lugar en ninguna parte de mi cuerpo físico, sino fuera de él, y sin embargo aún lo sentía.
No hice caso a la orden de Zuleica de entrar en una mancha de coloración que empezaba a formarse a la altura de mis ojos, y me entregué enteramente a la exploración de esa extraña sensación que ocurría fuera de mí. Zuleica debió haber visto lo que me estaba sucediendo; repentinamente empezó a explicarme que la segunda atención pertenece al cuerpo luminoso, así como la primera atención pertenece al cuerpo físico. Dijo que el punto donde la segunda atención se arma está situado en el lugar que Juan Tuma me había descrito la primera vez que nos conocimos: aproximadamente a un metro de distancia enfrente de la parte media del cuerpo, justo entre el estómago y el ombligo, y a quince centímetros a la derecha.
Zuleica me ordenó que pusiera las manos en ese punto y lo masajeara moviendo los dedos de mis dos manos, exactamente como si estuviera tocando un arpa. Me aseguró que si persistía en el ejercicio, tarde o temprano terminaría sintiendo que mis dedos pasaban por algo que era tan denso como el agua, y que finalmente sentiría mi cascarón luminoso.
A medida que seguía moviendo mis dedos, el aire se puso progresivamente denso hasta que sentí una especie de masa. Un indefinido placer físico se esparció por todo mi cuerpo. Pensé que me hallaba tocando un nervio y me sentí ridículo por lo absurdo de todo eso. Me detuve.
Zuleica me advirtió que si no movía mis dedos iba a darme un coscorrón en la cabeza. Mientras más continuaba yo ese movimiento oscilante, más cercana sentía la picazón. Finalmente, ésta llegó a estar a unos diez centímetros de mi cuerpo. Era como si algo dentro de mí se hubiera encogido. En verdad creí que podía sentir una concavidad, una abolladura donde sentía la comezón. Después tuve otra sensación sobrecogedora. Me estaba quedando dormido y, a la vez, estaba consciente. Había una vibración en mis orejas, que me recordaba el sonido de un zumbador; después sentí una fuerza queme enrollaba sobre mi lado izquierdo sin despertarme. Fui enrollado muy apretadamente, como un puro, y se me colocó en la concavidad donde sentía la picazón. Mi conciencia quedó suspendida allí, incapaz de despertar, pero tan apretadamente enrollada en sí misma, que tampoco podía quedarse dormida.
Oí la voz de Zuleica que me decía que viese a mi alrededor. No pude abrir los ojos, pero mi sentido del tacto me reveló que me hallaba en una zanja; acostado boca arriba. Me sentí cómodo, seguro. Mi cuerpo estaba tan compacto y apretado que yo no tenía el más leve deseo de incorporarme. La voz de Zuleica me ordenó que me pusiera en pie y abriera los ojos. No pude hacerlo. Me dijo que tenía que desear mis movimientos, porque no se trataba de un asunto de contraer mis músculos para levantarme.
Pensé que mi lentitud la había molestado. Comprendí entonces que me hallaba plenamente consciente, quizá más consciente de lo que había estado en toda mi vida. Podía pensar racionalmente y a la vez parecía estar completamente dormido. Se me ocurrió la idea de que Zuleica me había puesto en un estado de hipnosis profunda. Esto me molestó un instante, pero después ya no tuvo importancia. Cedí a la sensación de hallarme suspendido, y floté libremente.
Ya no pude oír lo que ella me decía. O ella había dejado de hablar o yo había cortado el sonido de su voz. No quería abandonar ese refugio. Nunca me había sentido tan en paz y tan completo. Me quedé allí inmóvil sin querer levantarme ni cambiar nada. Podía sentir el ritmo de mi respiración. Repentinamente, desperté.
En la siguiente sesión, Zuleica me dijo que yo había logrado hacer una concavidad en mi luminosidad sin ayuda de nadie, y que hacer esa concavidad significaba que yo había movido un punto distante de mi cascarón luminoso mas cerca de mi cuerpo físico, y por tanto, más cercano al control. Sostuvo repetidas veces que a partir del momento en que el cuerpo aprende a hacer esa concavidad, es más fácil entrar en el ensueño. Estuve de acuerdo con ella. Yo había adquirido un extraño impulso, una sensación que mi cuerpo había aprendido a reproducir instantáneamente. Era una muestra de sentirme en reposo, seguro, adormilado, suspendido sin el sentido del tacto, y al mismo tiempo completamente despierto, consciente de todo.
La Gorda me dijo que el nagual Juan Matus había luchado durante años por crear esa concavidad en ella, en las tres hermanitas y también en los Genaros, para darles habilidad permanente de concentrar su segunda atención. Le dijo que por lo general el ensoñador la crea en el momento mismo en que la necesita. Después, el corazón luminoso vuelve a recobrar su forma original. Pero en el caso de los aprendices, puesto que no tenían un nagual que los dirigiera, la concavidad fue creada desde afuera y llegó a ser un rasgo permanente de sus cuerpos luminosos: una gran ayuda pero también una obstrucción. A todos los hacía vulnerables y taciturnos.
Recordé que una vez yo había visto y golpeado con mi pie una hendidura en los cascarones luminosos de Lidia y de Rosa.
Pensé que la hendidura se hallaba paralela a la porción superior del muslo derecho, o quizás junto en la cresta del hueso de la cadera. La Gorda me explicó que yo les había propinado el puntapié en la concavidad de su segunda atención y que casi las maté.
La Gorda me dijo que, durante su instrucción, Josefina y ella vivieron en la casa de Zuleica durante varios meses. El nagual Juan Matus las llevó con ella un día, después de hacerlas cambiar niveles de conciencia. No les dijo qué iban a hacer allí ni qué era lo que debían esperar, simplemente las dejó solas en un pasillo de la casa y se marchó. Ellas se sentaron allí hasta que oscureció, fue entonces que Zuleica llegó a donde ellas estaban. Nunca la vieron, sólo escucharon su voz como si les hablara desde un sitio en la pared.
Zuleica fue muy exigente a partir del momento en que tomó cargo. Las hizo desvestirse en el acto y les ordenó que se metieran dentro de unas gruesas y esponjosas bolsas de algodón, una especie de ponchos. Se cubrieron de la cabeza a los pies con ellos. Zuleica les ordenó luego que se sentaran espalda con espalda, sobre un petate, en el mismo rincón del pasillo donde yo solía sentarme. Les dije que su tarea consistía en contemplar la oscuridad hasta que ésta empezara a adquirir un tinte. Después de varias sesiones, ellas en verdad comenzaron a ver colores en las tinieblas, entonces fue cuando Zuleica las hizo sentarse lado a lado y ver el mismo punto.
La Gorda decía que Josefina aprendió con gran rapidez, y que una noche entró dramáticamente, de un tirón, en la mancha de rojo-naranja, desprendiéndose físicamente de la bolsa. La Gorda creía que o Josefina se estiró hasta alcanzar la mancha de color, o ésta se estiró hasta alcanzarla a ella. El resultado fue que en un instante Josefina se salió del interior de la bolsa. A partir de ese momento, Zuleica las separó, y la Gorda inició su lento y largo aprendizaje.