Nada ocurrió en dos sesiones; la voz de Zuleica resultaba más tenue conforme hablaba, y a mí me preocupaba no poder seguirla. No me había dicho lo que debía de hacer. También experimenté una pesadez desacostumbrada. No podía romper una estridente fuerza a mi alrededor que me sujetaba y que me impedía salir del estado de vigilia en reposo.
Durante la tercera sesión, de repente abrí los ojos sin haberlo siquiera intentado. Zuleica, la Gorda y Josefina me observaban. Yo estaba de pie, con ellas. Inmediatamente me di cuenta de que nos hallábamos en algún lugar desconocido para mí. El rasgo más obvio era una brillante luz directa. Toda la escena estaba inundada de una poderosa luz blanca, como de neón. Zuleica sonreía como invitándome a ver en torno a mí. La Gorda y Josefina parecían tan cautelosas como yo. Zuleica nos indicó que nos moviéramos. Nos hallábamos a campo abierto, de pie en el centro de un círculo deslumbrador. El suelo parecía ser roca dura, oscura, y sin embargo reflejaba mucho de la cegadora luz blanca que venia de arriba. Lo extraño era que aunque, yo sabía que la luz era excesivamente intensa para mis ojos, no me lastimé en lo mínimo cuando alcé la cabeza y descubrí su fuente. Era el sol. Yo estaba mirando directamente al sol, el cual, quizá a causa de que yo estaba ensoñando, era intensamente blanco.
La Gorda y Josefina también miraban directamente al sol, aparentemente sin ningún efecto dañino. De repente, me sentí ausentado. La luz era demasiado extraña. Era una luz implacable; parecía estancarme creando un viento que yo podía sentir. Pero no podía sentir nada de calor. Creía que la luz era maligna. Al unísono, la Gorda, Josefina y yo nos acurrucamos como niños asustados, en tomo a Zuleica. Ella nos agrupó. Después la deslumbrante luz blanca empezó a disminuir gradualmente hasta que desapareció por completo. En su lugar quedó una apacible luz amarillenta.
Me di total cuenta entonces de que no nos hallábamos en la tierra. El suelo era de color terracota mojada. No había montañas, pero donde nos encontrábamos tampoco era tierra plana. Era un suelo asolanado, lleno de grietas y manchas. Parecía un enfurecido mar seco de terracota. Lo podía ver a todo mi alrededor, como si me hallara en medio del océano. Miré arriba: el cielo había perdido su estridente resplandor. Era oscuro, pero no azul. Una estrella brillante, incandescente, se encontraba cerca del horizonte. Tuve la certeza entonces de que estábamos en un mundo con dos soles, dos estrellas. Una era enorme y se había ya ocultado; la otra era más pequeña o quizá más distante.
Quise hacer preguntas, caminar por ahí y ver cosas. Con una seña, Zuleica nos ordenó que nos quedáramos quietos. Pero algo parecía jalarnos. De repente, la Gorda y Josefina no estuvieron más; y yo me desperté.
Desde esa vez no regresé más a casa de Zuleica. Don Juan me hacía cambiar de niveles de conciencia en su propia casa o donde estuviéramos, y yo empezaba a ensoñar. Zuleica, la Gorda y josefina siempre me esperaban. Regresamos a la misma escena una y otra vez, hasta que nos fuera completamente conocida. Cada vez que podíamos, evitábamos el resplandor, la luz del día, y llegábamos cuando era de noche, justo a tiempo para presenciar la salida de un astro colosaclass="underline" algo de tal magnitud que cuando erupcionaba sobre la dentada línea del horizonte, cubría más de la mitad del plano de ciento ochenta grados frente a nosotros. El astro era hermosísimo, y su ascenso sobre el horizonte era algo tan inaudito que yo hubiera podido quedarme allí una eternidad sólo para presenciar esa vista.
El astro llenaba casi todo el firmamento cuando llegaba al cenit. Invariablemente nosotros nos tendíamos de espaldas para contemplarlo. Tenía configuraciones consistentes, que Zuleica nos enseñó a reconocer. Advertí que no era una estrella. Reflejaba la luz; tenía que haber sido un cuerpo opaco porque la luz que reflejaba era débil en relación con el monumental tamaño. Había enormes manchas marrón, que eran permanentes en su superficie de color amarillo-azafrán.
Zuleica nos llevó sistemáticamente a viajes que rebasaban las palabras. La Gorda decía que Zuleica llevó a Josefina aún más lejos, más profundo en lo desconocido, porque Josefina, al igual que Zuleica, estaba loca; ninguna de las dos poseía ese centro de racionalidad que proporciona sobriedad al ensoñador; por lo tanto, no tenían barreras ni interés en buscar causas racionales para ninguna cosa.
Lo único que Zuleica me dijo acerca de nuestros viajes, que parecía una explicación, era que el poder que los ensoñadores tienen de concentrarse en su segunda atención los convertía en bandas vivientes de goma elástica. Mientras más fuertes e impecables eran los ensoñadores más lejos podían proyectar su segunda atención en lo desconocido y más tiempo podían mantener esta proyección.
Don Juan decía que mis viajes con Zuleica no eran ilusión, y que cada cosa que yo había hecho con ella era un paso hacia el control de la segunda atención; en otras palabras, Zuleica me estaba enseñando la predisposición perceptual de ese otro dominio. Sin embargo, él no podía explicar la naturaleza exacta de esos viajes. O quizá no quería hacerlo. Me dijo que si él se aventuraba a explicar la predisposición perceptual de la segunda atención en términos de la primera atención, quedaría irremediablemente atrapado en palabras. Quería que yo encontrara mi propia explicación, y mientras más pensaba yo en ello más claro se volvía para mí que era imposible hacerlo. La renuncia de don Juan era funcional.
Bajo la guía de Zuleica llevé a cabo verdaderas visitas a misterios que ciertamente se hallan más allá del marco de mi razón, pero obviamente dentro de las posibilidades de mi conciencia normal. Aprendí a viajar hacia algo incomprensible y terminé, como Emilito y Juan Tuma, copilando mis propios cuentos de la eternidad.
XIV. FLORINDA
La Gorda y yo estábamos totalmente de acuerdo en que al mismo tiempo en que Zuleica nos había enseñado la complejidad del ensueño, nosotros habíamos aceptado tres hechos innegables: que la regla es un mapa, que oculta en nosotros yace otra conciencia y que es posible penetrar en esa conciencia. Don Juan había logrado lo que la regla prescribía.
La regla determinaba que el siguiente paso de don Juan consistía en presentarme a Florinda, la única de su grupo que yo no había conocido. Don Juan me dijo que debía ir a casa de Florinda yo solo, porque lo que aconteciera entre Florinda y yo no tenía nada que ver con otros. Me dijo que Florinda sería mi guía personal, exactamente como si yo fuera un nagual como él. El había tenido ese tipo de relación con la guerrera del grupo de su benefactor comparable a Florinda.
Don Juan me dejó un día a la puerta de la casa de Nélida. Me dijo que entrara, que Florinda me esperaba en el interior.
– Es un honor conocerla -le dije a la mujer que me esperaba en el corredor.
– Yo soy Florinda -dijo.
Nos miramos en silencio. Quedé estupefacto. Mi estado de conciencia era más agudo que nunca. Y jamás he vuelto a experimentar una sensación comparable.
– Qué nombre tan bello -pude decir, pero quería decir mucho más que eso.
El nombre no me era raro, simplemente no había conocido a nadie, hasta ese día, que fuera la esencia de ese nombre.
A la mujer que se hallaba frente a mí le quedaba como si lo hubieran hecho para ella, o quizás era como si ella hubiese hecho que su persona encajara en el nombre.
Físicamente era idéntica a Nélida, a excepción de que Florinda parecía tener más confianza en sí misma, y más autoridad. Era bien alta y esbelta. Tenía la piel clara de la gente del Mediterráneo; de ascendencia española, o quizá francesa. Era ya de edad, y sin embargo no era débil ni avejentada. Su cuerpo era ágil, flexible y delgado. Piernas largas, rasgos angulares, boca pequeña, una nariz bellamente esculpida, ojos oscuros, cabello trenzado y completamente blanco. Ni papada ni piel colgante en el rostro y cuello. Era vieja como si la hubieran arreglado para parecer vieja.